Un Dios que viene a nuestra abierta pequeñez
En aquél tiempo Jesús dijo a sus discípulos: Como en los días de Noé, así será el Advenimiento (parousía = presencia) del Hijo del hombre. Porque así como pasó en los días que precedieron al diluvio, que la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día en que entró Noé en el arca; y no sospecharon nada, hasta que sobrevino el diluvio y los arrastró a todos, así será también el Advenimiento del Hijo del hombre. Entonces habrá dos hombres en el campo: uno será tomado y uno abandonado; dos mujeres estarán moliendo con la muela, una será tomada y una abandonada. Vigilen, pues, porque no saben qué día viene su Señor. Sepan esto: si el amo de casa supiera a qué hora de la noche viene el ladrón, vigilaría y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, también ustedes estén preparados, porque a la hora menos pensada viene el Hijo del hombre (Mt 24, 37-44).
Contemplación
La palabra central en este evangelio es “venida”. Par-ousía en griego significa literalmente pre-sencia. Lo contrario es la au-sencia. La venida es “el hacerse presente alguien”, de manera tal que lo tenemos ante los ojos y, mejor aún, lo sentimos en el corazón.
Hay muchas maneras de “estar presente”, de “ser alguien presente”, como se dice ahora. El Señor promete hacerse presente, venir, estar, cada vez que nos juntemos dos o más a rezar en su Nombre.
También nos dice que nos dirá “que era él” cada vez que lo atendimos y lo servimos, sin saber, en nuestros hermanos necesitados más pequeñitos: “a mí me lo hiciste”.
Mil maneras tiene Jesús de “venir” y de estar presente. Así como el Beato Miguel Pro s.j., que se disfrazaba con los disfraces más originales –de obrero, de señora, de oficinista…- para poder visitar a los enfermos y celebrar la eucaristía sin que lo pescara la policía en el tiempos de la persecución religiosa en México, así se las ingenia el Señor para “acompañarnos por el camino” sin que nuestros ojos se den cuenta.
La Eucaristía es la clave para “abrir los ojos”: la presencia del Señor siempre tiene “estructura” eucarística: esa hermosa mezcla de estar juntos dando gracias al Padre, compartiendo el pan y contemplando la Palabra. “Ven Señor Jesús” es la oración de los que compartimos el Pan de vida.
El Señor ya ha venido, viene cada día y vendrá cuando se acabe el tiempo. Pero su “hacerse presente” tiene diversos grados de densidad y de irradiación y nosotros podemos adentrarnos siempre más en su presencia y poner en práctica acciones evangélicas que lo hagan venir más seguido a nuestra vida. Hay gestos a los que el Señor no se resiste y viene. Viene con todo. Viene y se queda para siempre, viene para acompañar y no irse más.
El Señor está Encarnado, inmerso en nuestra historia, y hay mil pequeños gestos con mucho amor que “adelantan su venida”, que lo hacen “emerger”, venir a la presencia, hacerse sentir en sus signos –la alegría, la paz, el fervor, la caridad.
Este “presentarse” de Jesús resucitado va junto con la propia presencia. ¿Qué quiero decir? Que uno está presente a sí mismo y a los demás cuando deja que surjan, que se hagan presentes, las cosas importantes del propio corazón. O, como dice Nouwen, uno está presente a sí mismo cuando vuelve a casa, cuando entra a ese lugar del corazón en el que Jesús está en relación con el Padre y nos hace sitio (“Señor, ¿dónde habitas? Vengan y lo verán. Ellos fueron y se quedaron con él aquella tarde”).
Cuando estamos distraídos, dispersos, en la superficie del palabrerío y de las imágenes, es como que estamos ausentes. “Te fuiste”, “te tildaste”, “estás en otra”…, son expresiones que señalan un estar ausente espiritualmente aunque uno esté físicamente presente. “Te siento distante”, le decimos a uno para reclamar más cercanía afectiva.
Pues bien, el Adviento es tiempo de estar atentos a las venidas del Señor. “Ponernos en presencia del Señor” es tomar conciencia de que Él siempre nos piensa. “Ti penso” –te pienso-, como dicen tan lindo los italianos para decir que nos tienen presentes.
Y hoy Jesús, para hablar de su parusía nos da la clave de lo inesperado. “Así será el Advenimiento de Jesús…”: inesperado, a la hora menos pensada, en medio de cosas “a medio hacer”, las cosas de cada día, de cada período histórico, de cada vida. No habrá tiempo para terminar lo que uno esté haciendo -arando el campo, moliendo el trigo…-; habrá que dejarlo. Es más, no será importante nada de lo que cada uno tenga entre manos sino que, ante la presencia de Jesús, sólo será importante volver la mirada hacia adentro para hacer presente lo que uno tiene en su corazón.
Por eso las advertencias del Señor no son para ponernos a la defensiva, sino todo lo contrario. Es un alerta que nos dice: centrate en lo que verdaderamente amás. Porque cuando me haga presente quedará manifiesto el amor –poco o mucho- que hay en cada corazón. Todo lo demás como que desaparecerá. Como cuando te asaltan los delincuentes y sólo importa salvar la vida de los tuyos, aunque te peguen cuatro tiros en el pecho a vos.
Como ejercicio de Adviento podemos practicar este primer paso de la contemplación que dice:
“Un paso o dos antes del lugar donde voy a contemplar o meditar (o trabajar…), me pondré en pie, por espacio de un Padrenuestro, alzando el entendimiento arriba, considerando cómo Dios nuestro Señor me mira, etc… (me piensa, me quiere, se alegra de que rece…) y haré una reverencia o humillación” (EE 75).
También podemos practicar la hospitalidad de los discípulos de Emaús y luego, en la Eucaristía, hacer memoria de los momentos en los que la presencia del Señor nos hizo arder el corazón.
Ejercicios de Adviento.
Ejercicios de reconocimiento de las venidas del Señor…
Agrego, para el que tenga ganas, una reflexión acerca de por qué a nuestra mentalidad moderna le cuesta creer en la venida del Señor. A los antiguos también les costaba, pero, culturalmente, estaban abiertos a que los dioses “vinieran”. En nuestra época, la ciencia y el psicoanálisis han barrido con las “apariciones” de dioses. Y aunque “siguen apareciendo” están “bajo sospecha”. Pero al cerrarle la puerta a los dioses mágicos por ahí se la hemos cerrado también al único Dios verdadero. La reflexión, a medio hacer, como siempre, dice así:
¿Cuál es el supuesto que posibilita la Venida de Jesús a nuestra historia?
El supuesto es que nuestra realidad –la existencia- está abierta y siempre lo estará.
La realidad no está cerrada, no es mecánica, no transcurre fatalmente, no es del todo previsible estadísticamente.
La realidad está abierta a lo nuevo, a lo otro, a lo trascendente.
Toda realidad está abierta.
Las piedras menos que los corazones, es verdad, aunque a veces suceda lo contrario y la cerrazón espiritual sea más impenetrable que los “gluones”, esas partículas del átomo que al querer dividirlas se cierran en sí mismas con más fuerza.
El carácter de abierta de la realidad hace que todo sea siempre provisorio: nada de lo que hagamos quedará tan perfecto que no se lo pueda mejorar.
Hay un más y un mejor habitando en la íntimidad de todos los seres.
Por eso es que, paradójicamente, gracias a esta “imperfección” de base, a este carácter de inconcluso, a este “hueco” siempre abierto, la realidad puede recibir en sí cosas nuevas.
Leídas desde esta perspectiva, las imágenes que utiliza el Señor, rebosan esperanza, aunque a una lectura superficial aparezcan como de terror.
Es verdad que nuestra vida está “desprotegida” y es insegura: pueden venir terremotos y ladrones –y vendrán-, pero también puede venir Jesús, nuestro Creador y Señor, nuestro Hermano mayor, el Hijo amado que el Padre nos envía.
Si tuviéramos el poder de volver hermética nuestra realidad, lo haríamos.
Nos encerraríamos con siete llaves en un bunker a prueba de misiles y ni Dios podría entrar.
Bendita fragilidad, bendita puerta abierta de la realidad que hace posible que Venga a nosotros el Señor del cielo que nos dio la vida.
Bendita materia cuya apertura hace que Dios pueda hacerse Niño sin sentirse aprisionado en el seno y en los brazos de María.
Bendita apertura de nuestra historia que Dios puede vivir una historia particular e irrepetible y, desde ese límite, volverse Verdad y Vida útil a todos los hombres de todos los tiempos.
Bendita apertura de nuestro corazón humano que permite que el Dios infinito pueda abrirse en Él y utilizarlo si se puede decir así para Amar con un Amor infinito, sin sentir límite alguno en esa abierta pequeñez.
¿A qué viene esto? A que la capacidad de esperar algo nuevo –nuevísimo- parece agotada hoy en día.
Nuestra cultura se burla un poco y si no se burla descarta todo esperar “algo distinto” dando por descontado que es obvio que no va a ser así.
Pareciera que desde hace un tiempo, todo se reduce a lo cuantitativo: esperamos poder aumentar la velocidad o el número de cosas, pero no esperamos que surja o advenga algo “que ni ojo vio ni oído oyó”.
No tenemos, culturalmente hablando, esa expectativa.
“Es lo que hay”, se dice.
Si no veo mal, lo que está sucediendo es que subliminalmente la cultura actual nos propone todas esperanzas “cuantitativas”.
Tenemos esperanza de que dure unos años más la vida, de ganar unos pesos más, de tener unos días más de vacaciones, de poder comprar algunas cosas más, autos con más velocidad, aparatos con más potencia… Todo se reduce a cantidad. Y esto es así porque lo cualitativo no vende.
Tenemos tan metido el consumismo, que cuando alguien nos presenta una esperanza “que no se ve” (“si se ve no es esperanza”, dice Pablo) nos parece que es algo “sin valor”.
Aquí está la falacia, porque tendríamos que pensar todo lo contrario!
Jesús nos propone una esperanza que no se concreta en “cosas”, justamente porque no nos está queriendo “vender nada”. La ausencia de cosas y el tener que esperar “abren el corazón” y lo disponen al Don más grande: el de la venida del Señor.
No nos engañemos: el no poder “visualizar” lo que esperamos no es porque no sea real. Al contrario es tan real y tan inimaginablemente hermoso que el Señor nos tiene que ensanchar los ojos y el corazón para que podamos luego recibir los tesoros de su Amor y su Presencia. Además, lo que la esperanza tiene de menos en “objetos exteriores” lo tiene de más en sentimientos interiores: cuando ponemos nuestra mirada en las cosas del cielo, nuestro corazón se dinamiza increíblemente a la vez que se pacifica.
Todo lo contrario de las “esperanzas devaluadas” que aceleran y angustian y nunca sacian nuestra sed más honda.
Por eso pienso que puede ser que lo que está amargando la raíz de la esperanza en su fuente misma es el no mirar atenta y maravilladamente este carácter de abierto propio de toda la realidad. En especial la apertura del ser humano.
Esta capacidad de acoger trascendencia, de ser Casa para Dios, es lo más propio de ese milagro único del Universo que es nuestro corazón, cada corazón humano.
Tu corazón en su fragilidad de carne espiritual lo resume todo, lo supera todo y es capaz de más aún, es capaz de hospedar al que es Todo en todos.
En el fondo de su corazón, todo ser humano intuye, presiente, sospecha ese Algo más.
De allí proviene el “malestar de nuestro tiempo”: sabemos que las esperanzas engañosas no son La Esperanza, pero no logramos anclar en la Verdadera.
¿Qué intuimos todos en el fondo de nuestro corazón? ¿Acaso no sospechamos que sería un desperdicio tanta creación, tanta maravilla, tanto amor, tanto dolor, tanta capacidad de ver y de hacer… nada más que para lograr un aumento de vida cuantitativo?
Miremos un instante desde otra perspectiva la creación: mirémosla poniendo el ojo en su carácter de abierta. Visualicemos ese ámbito donde puede “advenir” lo Nuevo, el Otro.
Las cosas son lo que son, pero tienen un lugar abierto en sí para dar a luz algo mejor.
Las estrellas son estrellas desde hace quince mil millones de años y lo siguen siendo, pero en nuestro planeta y quizás en otros, hace 2.700 millones de años, surgió algo totalmente nuevo: se abrió paso la vida fotosintética de las plantas marinas.
Las plantas siguen siendo plantas desde entonces, pero en ellas –en su estructura íntima- hubo espacio para que abriera paso la vida animal.
Los animales siguen siendo animales desde entonces, pero en su estructura íntima hubo espacio abierto para que, hace menos de dos millones de años, adviniéramos nosotros, los hombres: la vida autoconsciente y libre, la vida espiritual.
Si todo está abierto ¿es tan extraño el anuncio de que hace dos mil años, en un momento preciso y único de la historia, Advino Aquel en quien fueron creadas todas las cosas, estas cosas que tienen este carácter de abiertas? ¿Es tan extraño que hable Aquel que inventó el lenguaje? ¿Es tan extraño que habite entre nosotros Aquel que nos creo “habitables”?
La mayoría descarta y da por supuesto que no tiene sentido hablar de una venida de Dios a este mundo pequeñito dentro de un universo infinito y en un momento concreto de la historia. Lo cual es como no entender que precisamente es eso lo único que tiene sentido en un universo así, en que la apertura de las grandes estructuras acoge la vida como pequeña semilla. Dentro del cosmos infinito, nuestro pequeño planeta vivo. Dentro de la madre, la vida que comienza. Dentro de nuestro cuerpo, la chispa espiritual de nuestro corazón. Dentro de nuestro corazón, la pequeñez infinita de la Trinidad. Ese Dios que se hace presente y viene a habitar en nosotros porque se ha enamorado de nuestra abierta pequeñez.
Diego Fares sj