Adviento 1 A 2010

Un Dios que viene a nuestra abierta pequeñez

En aquél tiempo Jesús dijo a sus discípulos:  Como en los días de Noé, así será el Advenimiento (parousía = presencia) del Hijo del hombre. Porque así como pasó en los días que precedieron al diluvio, que la gente comía, bebía y se casaba, hasta el día en que entró Noé en el arca; y no sospecharon nada, hasta que sobrevino el diluvio y los arrastró a todos, así será también el Advenimiento del Hijo del hombre. Entonces habrá dos hombres en el campo: uno será tomado y uno abandonado; dos mujeres estarán moliendo con la muela, una será tomada y una abandonada. Vigilen, pues, porque no saben qué día viene su Señor. Sepan esto: si el amo de casa supiera a qué hora de la noche viene el ladrón, vigilaría y no dejaría abrir un boquete en su casa. Por eso, también ustedes estén preparados, porque a la hora menos pensada viene el Hijo del hombre (Mt 24, 37-44).

Contemplación

La palabra central en este evangelio es “venida”. Par-ousía en griego significa literalmente pre-sencia. Lo contrario es la au-sencia. La venida es “el hacerse presente alguien”, de manera tal que lo tenemos ante los ojos y, mejor aún, lo sentimos en el corazón.

Hay muchas maneras de “estar presente”, de “ser alguien presente”, como se dice ahora. El Señor promete hacerse presente, venir, estar, cada vez que nos juntemos dos o más a rezar en su Nombre.
También nos dice que nos dirá “que era él” cada vez que lo atendimos y lo servimos, sin saber, en nuestros hermanos necesitados más pequeñitos: “a mí me lo hiciste”.
Mil maneras tiene Jesús de “venir” y de estar presente. Así como el Beato Miguel Pro s.j., que se disfrazaba con los disfraces más originales –de obrero, de señora, de oficinista…- para poder visitar a los enfermos y celebrar la eucaristía sin que lo pescara la policía en el tiempos de la persecución religiosa en México, así se las ingenia el Señor para “acompañarnos por el camino” sin que nuestros ojos se den cuenta.
La Eucaristía es la clave para “abrir los ojos”: la presencia del Señor siempre tiene “estructura” eucarística: esa hermosa mezcla de estar juntos dando gracias al Padre, compartiendo el pan y contemplando la Palabra. “Ven Señor Jesús” es la oración de los que compartimos el Pan de vida.

El Señor ya ha venido, viene cada día y vendrá cuando se acabe el tiempo. Pero su “hacerse presente” tiene diversos grados de densidad y de irradiación y nosotros podemos adentrarnos siempre más en su presencia y poner en práctica acciones evangélicas que lo hagan venir más seguido a nuestra vida. Hay gestos a los que el Señor no se resiste y viene. Viene con todo. Viene y se queda para siempre, viene para acompañar y no irse más.

El Señor está Encarnado, inmerso en nuestra historia, y hay mil pequeños gestos con mucho amor que “adelantan su venida”, que lo hacen “emerger”, venir a la presencia, hacerse sentir en sus signos –la alegría, la paz, el fervor, la caridad.

Este “presentarse” de Jesús resucitado va junto con la propia presencia. ¿Qué quiero decir? Que uno está presente a sí mismo y a los demás cuando deja que surjan, que se hagan presentes, las cosas importantes del propio corazón. O, como dice Nouwen, uno está presente a sí mismo cuando vuelve a casa, cuando entra a ese lugar del corazón en el que Jesús está en relación con el Padre y nos hace sitio (“Señor, ¿dónde habitas? Vengan y lo verán. Ellos fueron y se quedaron con él aquella tarde”).

Cuando estamos distraídos, dispersos, en la superficie del palabrerío y de las imágenes, es como que estamos ausentes. “Te fuiste”, “te tildaste”, “estás en otra”…, son expresiones que señalan un estar ausente espiritualmente aunque uno esté físicamente presente. “Te siento distante”, le decimos a uno para reclamar más cercanía afectiva.

Pues bien, el Adviento es tiempo de estar atentos a las venidas del Señor. “Ponernos en presencia del Señor” es tomar conciencia de que Él siempre nos piensa. “Ti penso” –te pienso-, como dicen tan lindo los italianos para decir que nos tienen presentes.

Y hoy Jesús, para hablar de su parusía nos da la clave de lo inesperado. “Así será el Advenimiento de Jesús…”: inesperado, a la hora menos pensada, en medio de cosas “a medio hacer”, las cosas de cada día, de cada período histórico, de cada vida. No habrá tiempo para terminar lo que uno esté haciendo -arando el campo, moliendo el trigo…-; habrá que dejarlo. Es más, no será importante nada de lo que cada uno tenga entre manos sino que, ante la presencia de Jesús, sólo será importante volver la mirada hacia adentro para hacer presente lo que uno tiene en su corazón.

Por eso las advertencias del Señor no son para ponernos a la defensiva, sino todo lo contrario. Es un alerta que nos dice: centrate en lo que verdaderamente amás. Porque cuando me haga presente quedará manifiesto el amor –poco o mucho- que hay en cada corazón. Todo lo demás como que desaparecerá. Como cuando te asaltan los delincuentes y sólo importa salvar la vida de los tuyos, aunque te peguen cuatro tiros en el pecho a vos.

Como ejercicio de Adviento podemos practicar este primer paso de la contemplación que dice:
“Un paso o dos antes del lugar donde voy a contemplar o meditar (o trabajar…), me pondré en pie, por espacio de un Padrenuestro, alzando el entendimiento arriba, considerando cómo Dios nuestro Señor me mira, etc… (me piensa, me quiere, se alegra de que rece…) y haré una reverencia o humillación” (EE 75).

También podemos practicar la hospitalidad de los discípulos de Emaús y luego, en la Eucaristía, hacer memoria de los momentos en los que la presencia del Señor nos hizo arder el corazón.

Ejercicios de Adviento.
Ejercicios de reconocimiento de las venidas del Señor…

Agrego, para el que tenga ganas, una reflexión acerca de por qué a nuestra mentalidad moderna le cuesta creer en la venida del Señor. A los antiguos también les costaba, pero, culturalmente, estaban abiertos a que los dioses “vinieran”. En nuestra época, la ciencia y el psicoanálisis han barrido con las “apariciones” de dioses. Y aunque “siguen apareciendo” están “bajo sospecha”. Pero al cerrarle la puerta a los dioses mágicos por ahí se la hemos cerrado también al único Dios verdadero. La reflexión, a medio hacer, como siempre, dice así:

¿Cuál es el supuesto que posibilita la Venida de Jesús a nuestra historia?

El supuesto es que nuestra realidad –la existencia- está abierta y siempre lo estará.
La realidad no está cerrada, no es mecánica, no transcurre fatalmente, no es del todo previsible estadísticamente.
La realidad está abierta a lo nuevo, a lo otro, a lo trascendente.
Toda realidad está abierta.
Las piedras menos que los corazones, es verdad, aunque a veces suceda lo contrario y la cerrazón espiritual sea más impenetrable que los “gluones”, esas partículas del átomo que al querer dividirlas se cierran en sí mismas con más fuerza.
El carácter de abierta de la realidad hace que todo sea siempre provisorio: nada de lo que hagamos quedará tan perfecto que no se lo pueda mejorar.
Hay un más y un mejor habitando en la íntimidad de todos los seres.
Por eso es que, paradójicamente, gracias a esta “imperfección” de base, a este carácter de inconcluso, a este “hueco” siempre abierto, la realidad puede recibir en sí cosas nuevas.
Leídas desde esta perspectiva, las imágenes que utiliza el Señor, rebosan esperanza, aunque a una lectura superficial aparezcan como de terror.
Es verdad que nuestra vida está “desprotegida” y es insegura: pueden venir terremotos y ladrones –y vendrán-, pero también puede venir Jesús, nuestro Creador y Señor, nuestro Hermano mayor, el Hijo amado que el Padre nos envía.
Si tuviéramos el poder de volver hermética nuestra realidad, lo haríamos.
Nos encerraríamos con siete llaves en un bunker a prueba de misiles y ni Dios podría entrar.
Bendita fragilidad, bendita puerta abierta de la realidad que hace posible que Venga a nosotros el Señor del cielo que nos dio la vida.
Bendita materia cuya apertura hace que Dios pueda hacerse Niño sin sentirse aprisionado en el seno y en los brazos de María.
Bendita apertura de nuestra historia que Dios puede vivir una historia particular e irrepetible y, desde ese límite, volverse Verdad y Vida útil a todos los hombres de todos los tiempos.
Bendita apertura de nuestro corazón humano que permite que el Dios infinito pueda abrirse en Él y utilizarlo si se puede decir así para Amar con un Amor infinito, sin sentir límite alguno en esa abierta pequeñez.

¿A qué viene esto? A que la capacidad de esperar algo nuevo –nuevísimo- parece agotada hoy en día.
Nuestra cultura se burla un poco y si no se burla descarta todo esperar “algo distinto” dando por descontado que es obvio que no va a ser así.
Pareciera que desde hace un tiempo, todo se reduce a lo cuantitativo: esperamos poder aumentar la velocidad o el número de cosas, pero no esperamos que surja o advenga algo “que ni ojo vio ni oído oyó”.
No tenemos, culturalmente hablando, esa expectativa.
“Es lo que hay”, se dice.

Si no veo mal, lo que está sucediendo es que subliminalmente la cultura actual nos propone todas esperanzas “cuantitativas”.
Tenemos esperanza de que dure unos años más la vida, de ganar unos pesos más, de tener unos días más de vacaciones, de poder comprar algunas cosas más, autos con más velocidad, aparatos con más potencia… Todo se reduce a cantidad. Y esto es así porque lo cualitativo no vende.
Tenemos tan metido el consumismo, que cuando alguien nos presenta una esperanza “que no se ve” (“si se ve no es esperanza”, dice Pablo) nos parece que es algo “sin valor”.
Aquí está la falacia, porque tendríamos que pensar todo lo contrario!
Jesús nos propone una esperanza que no se concreta en “cosas”, justamente porque no nos está queriendo “vender nada”. La ausencia de cosas y el tener que esperar “abren el corazón” y lo disponen al Don más grande: el de la venida del Señor.
No nos engañemos: el no poder “visualizar” lo que esperamos no es porque no sea real. Al contrario es tan real y tan inimaginablemente hermoso que el Señor nos tiene que ensanchar los ojos y el corazón para que podamos luego recibir los tesoros de su Amor y su Presencia. Además, lo que la esperanza tiene de menos en “objetos exteriores” lo tiene de más en sentimientos interiores: cuando ponemos nuestra mirada en las cosas del cielo, nuestro corazón se dinamiza increíblemente a la vez que se pacifica.
Todo lo contrario de las “esperanzas devaluadas” que aceleran y angustian y nunca sacian nuestra sed más honda.

Por eso pienso que puede ser que lo que está amargando la raíz de la esperanza en su fuente misma es el no mirar atenta y maravilladamente este carácter de abierto propio de toda la realidad. En especial la apertura del ser humano.
Esta capacidad de acoger trascendencia, de ser Casa para Dios, es lo más propio de ese milagro único del Universo que es nuestro corazón, cada corazón humano.
Tu corazón en su fragilidad de carne espiritual lo resume todo, lo supera todo y es capaz de más aún, es capaz de hospedar al que es Todo en todos.

En el fondo de su corazón, todo ser humano intuye, presiente, sospecha ese Algo más.
De allí proviene el “malestar de nuestro tiempo”: sabemos que las esperanzas engañosas no son La Esperanza, pero no logramos anclar en la Verdadera.

¿Qué intuimos todos en el fondo de nuestro corazón? ¿Acaso no sospechamos que sería un desperdicio tanta creación, tanta maravilla, tanto amor, tanto dolor, tanta capacidad de ver y de hacer… nada más que para lograr un aumento de vida cuantitativo?

Miremos un instante desde otra perspectiva la creación: mirémosla poniendo el ojo en su carácter de abierta. Visualicemos ese ámbito donde puede “advenir” lo Nuevo, el Otro.
Las cosas son lo que son, pero tienen un lugar abierto en sí para dar a luz algo mejor.
Las estrellas son estrellas desde hace quince mil millones de años y lo siguen siendo, pero en nuestro planeta y quizás en otros, hace 2.700 millones de años, surgió algo totalmente nuevo: se abrió paso la vida fotosintética de las plantas marinas.
Las plantas siguen siendo plantas desde entonces, pero en ellas –en su estructura íntima- hubo espacio para que abriera paso la vida animal.
Los animales siguen siendo animales desde entonces, pero en su estructura íntima hubo espacio abierto para que, hace menos de dos millones de años, adviniéramos nosotros, los hombres: la vida autoconsciente y libre, la vida espiritual.
Si todo está abierto ¿es tan extraño el anuncio de que hace dos mil años, en un momento preciso y único de la historia, Advino Aquel en quien fueron creadas todas las cosas, estas cosas que tienen este carácter de abiertas? ¿Es tan extraño que hable Aquel que inventó el lenguaje? ¿Es tan extraño que habite entre nosotros Aquel que nos creo “habitables”?

La mayoría descarta y da por supuesto que no tiene sentido hablar de una venida de Dios a este mundo pequeñito dentro de un universo infinito y en un momento concreto de la historia. Lo cual es como no entender que precisamente es eso lo único que tiene sentido en un universo así, en que la apertura de las grandes estructuras acoge la vida como pequeña semilla. Dentro del cosmos infinito, nuestro pequeño planeta vivo. Dentro de la madre, la vida que comienza. Dentro de nuestro cuerpo, la chispa espiritual de nuestro corazón. Dentro de nuestro corazón, la pequeñez infinita de la Trinidad. Ese Dios que se hace presente y viene a habitar en nosotros porque se ha enamorado de nuestra abierta pequeñez.
Diego Fares sj

Domingo 34 C 2010 Cristo Rey

Contra los fascinadores de ovejas

El pueblo permanecía allí y contemplaba. Sus jefes, burlándose, decían:
«Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!»
También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían:
«Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!»
Sobre su cabeza había una inscripción:
«Este es el rey de los judíos.»
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo:
«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.»
Pero el otro lo increpaba, diciéndole:
«¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo.»
Y decía:
«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino.»
El le respondió:
«Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 35-43).

Contemplación
Así como en la contemplación anterior nos ejercitamos en “sentir las manos del Padre sobre nuestros hombros –de hijos pródigos que caen de rodillas, sedientos de la misericordia del Padre o de hijos cumplidores hambrientos de diálogo cordial-, en esta contemplación de Cristo Rey estamos invitados a “mirar al que crucificamos”.
La gracia que le queremos pedir al Padre es la de “no poder sacar los ojos de Jesús en la Cruz”. Es una gracia para los ojos, una gracia que fija el punto de referencia en nuestro único Rey y Señor. Es la gracia de la Carta a los Hebreos:
“Fijos los ojos en Jesús,
el que inicia y consuma la fe,
el cual, en lugar del gozo que se le proponía,
soportó la cruz sin miedo a la ignominia
y está sentado a la diestra del trono de Dios” (Hb 12, 2).

Fijos los ojos en Jesús, como el pueblo fiel que “permanecía allí (junto a la Cruz) y contemplaba”.
Fijos los ojos en Jesús como el buen ladrón, que es capaz de mirar “al que sufre la misma pena que nosotros” y darse cuenta de que es Alguien “que no ha hecho nada malo”. El buen ladrón descubre la integridad de Jesús crucificado sopesando su propia cruz. Lo ve como referente único, como Rey: “Acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino”.
La tentación contraria la formulan los sumos sacerdotes que “se burlaban entre ellos junto con los escribas diciendo: « A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. ¡El Cristo, el Rey de Israel!, que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos” (Mc 15, 31).

Así como nuestros hombres fatigados necesitan sentir las manos del Padre, así nuestros ojos dispersos necesitan también Alguien que nos fije la mirada “para ver y creer”. Necesitamos que el Padre, desde nuestro interior donde habita, nos fije en Cristo nuestra mirada saltimbanqui, curiosa, bebedora de imágenes, inquieta y distraída, dominada por la pulsión de verlo todo.
San Agustín decía: “Nos hiciste Señor para vos e inquieto estará nuestro corazón hasta que no descanse en Vos”.
Podemos decir lo mismo de nuestros ojos: “Mis ojos están hechos para Vos y no descansarán hasta que no se fijen en Vos, Señor crucificado”.

Como Zaqueo “deseamos ver a Jesús que va a pasar por aquí”.
Como los griegos que se acercan a Felipe: “Queremos ver a Jesús”.
Como los pastores de Belén queremos ver al Niño “recostado en un pesebre”.
Como lo discípulos queremos “Alegrarnos al ver a Jesús Resucitado”.

Pero todas estas “visiones” de Jesús tienen su centro en la Cruz: “mirarán al que traspasaron”.
“Cuando sea levantado en alto atraeré a todos hacia mí”.
En Jesús crucificado “vemos” el Amor del Padre: “El que me contempla al Padre que me envió (Jn 12, 45).

Pero “ver” quiere decir muchas cosas. Aquí hablamos de un ver que “ficha” lo esencial. Es ese ver último que cada uno tiene y que guía sus decisiones. Uno elige, de última, por lo que ve. Y si ve que no ve nada uno elige por “un ver de alguna manera inconsciente” que lo lleva a decidirse por sus corazonadas. Uno ve desde lo que verían sus referentes. Uno cierra los ojos y encara, o sacude la cabeza y hace lo que su ímpetu le dicta…
Detrás de las decisiones está siempre el punto de referencia último, que muchas veces es el propio honor o el instinto de conservación o el amor a otro.
Uno ve que alguien querido es atacado y lo defiende a ojos cerrados: “no me importa lo que digan, yo por este me juego y lo defiendo. Después veré los argumentos”. Por otros, en cambio, si uno no ve claro, se queda un poco a la expectativa…

Baste esto como ejemplo para invitar a cada uno a mirar cuáles son sus puntos de referencia: ¿Qué mirás cuando te jugás? ¿Valores, personas, tus intereses, tus miedos…?
Que Cristo reine en vos implica ponerlo en relación con los otros “puntos de referencia” y ver si les gana.
Si les gana de última y si les gana en tu corazón en el día a día.
Ser evangelizado es confrontar cada punto de referencia propio (haciéndolo bien consciente) con los puntos de referencia de Jesús, y, de última, con su Persona y su Persona en la Cruz. Pablo lo expresa bien cuando dice: “no quise saber entre ustedes sino a Jesucristo, y éste crucificado” (1 Cor 2, 2).

Una vez que nuestros ojos le han tomado el gusto a la imagen de Jesús Rey crucificado por amor a los hombres y sin dejar de tenerlo en la mirada, puede hacernos bien acudir a Pablo y dejar que nos diga como a Gálatas pos-modernos:
“¡Oh Gálatas insensatos!
¿Quién los fascinó para no obedecer a la verdad,
a ustedes, ante cuyos ojos Jesucristo ya fue presentado
claramente crucificado? (Gal 3, 1).
Pablo considera el caso de los gálatas como una «fascinación», como un hechizo. La palabra «fascinar» (ebaskanen) significa «atraer mal a uno mediante fingida alabanza o el mal de ojo (vudú), extraviar mediante malas artes». El sustantivo de esta palabra (baskania) significa brujería.
Como dice el comentarista: “Los gálatas fueron embrujados por los judaizantes porque estos no aparecieron como los lobos rapaces que eran (Mt 7, 15), sino que llegaron dis¬frazados como «súper apóstoles” (superreferentes) (2 Cor 11, 5). El predicador fiel que ha trabajado dili¬gentemente en algún campo y tiene que combatir falsos referentes que quieren destruir la obra que Cristo hizo en otro a través de su predicación entiende perfectamente este lenguaje de Pablo. Porque Satanás se aprovecha de la debilidad e inconstancia de algunos miembros de la iglesia (su ser como adolescentes llevados por cualquier viento de ideologías novedosas -Ef. 4, 14). El gran anhelo de Pablo y de todo fiel obrero es que los hermanos estén «arraigados y so¬breedificados en él, y confirmados en la fe» (Col 2, 7).”

Los hechizamientos, y las fascinaciones, cambian de forma en cada época de la Iglesia y en cada cultura. Pero uno puede discernirlas por un encandilamiento que opaca el resplandor manso de la Cruz de Cristo.
Pablo afirma con fuerza que el único referente es Cristo y Cristo crucificado. Y es también el único Mediador. Para llegar a Él no es imprescindible ninguna mediación y son valiosas todas. Como el Buen Ladrón, cada ser humano puede mirar por sí mismo a Cristo Crucificado y recibir la gracia de que se le abra el corazón para confesarlo como Rey. Ese es el mensaje liberador de la Cruz: nuestro Rey no tiene “entornos” que monopolicen o impidan la llegada a su Corazón.

Afirmando esto quisiera expresar una preocupación que muchos compartimos en la Iglesia y que no es fácil formular bien. El intento es invitar a discernir “donde se da esta fascinación de la que habla Pablo en la Galacia (no “Galicia”) posmoderna”. La intención no es atacar a nadie sino provocar la advertencia en todos. Como dice el Martín Fierro:
Mas naides se crea ofendido,
pues a ninguno incomodo
y si canto de este modo,
por encontrarlo oportuno,
No es para mal de ninguno
Sino para bien de todos.

Por eso, como dice un poco antes el mismo Fierro: “aquéllos que en esta historia sospechen que les doy palo”, sepan que la pena que da ver a alguien “hechizado” y el deseo de que todos “tengamos a Jesús por único Rey y referente” supera todo palazo mezquino o parcial.

Lo que veo es que: una característica en este momento de la Iglesia es la fascinación con que se imponen algunas “palabras mágicas”.
¿No han notado cómo cada año surge una que, como reina efímera de la belleza, se le cae de los labios a todos y necesita ser pronunciada para que una propuesta tenga fuerza atractiva? ¿No les llama la atención que cuando se plantean problemas arduos del mundo actual, surgen algunas “palabras con poder mágico” que cuando alguien las instala pareciera que ¡ahora sí! los problemas como que desaparecen?

No quisiera pronunciar ninguna de estas “palabras mágicas”, porque si les cuestiono su “fascinación” irremediablemente las “ataco”, les quito su esencia. Y es injusto desmerecer la belleza que tienen las palabras nuevas en la Iglesia.
Pero sí puedo aprovechar para hacer caer en la cuenta de que también es injusto burlarse de las palabras antiguas, que han alimentado con su belleza y esplendor la fe y la vida litúrgica de otras generaciones.
Cada uno puede elegir por sí mismo una palabra o imagen de esas que le caen bien en la boca y luego buscar otra que le causa rechazo. Guste una y búrlese de la otra un rato y luego compare si en el fondo no tiene cierta semejanza el énfasis con que cada uno defiende una y ataca la otra.

De eso se trata: del énfasis que algunos ponen en el encanto de estas palabras para convertirlas en “puntos de referencia” irresistibles, de manera tal que si no es a través de ellas la persona siente que no puede acceder satisfactoriamente a Cristo.
Esta tentación (tan antigua como la fascinación de los Gálatas) tiene hoy una sutileza: los productores de palabras mágicas han abandonado el campo de la ideología y se han adentrado en el campo de las dinámicas.

El cambio que logro visualizar es que no se busca influir en los contenidos del pensamiento sino en las dinámicas que se utilizan para vivir. Se busca ser punto de referencia de las dinámicas que todos utilizan, lo cual es una forma sutil de constituirse en referente absoluto y de tener poder. Se trata de una ideología que apunta al dominio del punto de referencia en lo que hace a experiencias espirituales. Este dominio no tiene hoy el carácter de “lucha ideológica” (Como los que dicen por ej. “estos son los verdaderos ejercicios de San Ignacio”). Me animaría a decir que la fascinación viene hoy como “dinamismología”. Se proponen dinámicas y experiencias espirituales que logran hacer sentir que si uno no las experimenta, se pierde algo. Se trata de una “ideologización de la experiencia del Espíritu”. La experiencia “fascinante” no reemplaza a sino que se mezcla con las experiencias tradicionales (en los Ejercicios, en las Eucaristías, en las Reuniones…) pero con tal fuerza hechicera que si eso no está uno siente que lo otro no tuvo sal, le faltó chispa. Es una “levadura” distinta, cuyo gusto se fija en la memoria y, cuando desaparece, provoca la necesidad irresistible de algo nuevo y similar que siga dando gusto a lo insípido de la realidad cotidiana.

¿Por qué digo que esto huele a mal espíritu? Por que consolar así es propio sólo de Dios nuestro Señor, es una gracia que el Señor da a sus tiempos y que hay que pedir humildemente cada día. Es verdaderísimo que sin esta consolación la vida se vuelve insípida. Pero la tentación sutil está en proponer “dinámicas que permitirán producir, sí o sí, esa consolación”. Dinámicas exitosas, como alguien las llama.
En el evangelio, el Señor nunca engaña a los que invita a su seguimiento. Promete la vida plena “con lucha y persecuciones”. No invita a “disfrutar” sino “a dar fruto”. Es decir: no pone el acento en el goce de la dinámica sino en la consistencia del Don que es Él mismo, en medio de consolaciones y desolaciones.

Las dinamismologías apuntan volver irresistibles ciertas dinámicas provocando una adicción que convierte a los que las fabrican e idean en referentes últimos. Referentes abstractos, porque no siguen personalmente el proceso de los que utilizan sus dinámicas, pero muy concretos, porque se instalan allí donde la persona fija sus ojos a la hora de tomar decisiones.
Estas dinámicas instalan “ideas” fuertes, que a la hora de elegir, encandilan a la persona haciendo que no escuche a otro referente. Las ideas de “disfrute”, de “realización”, de “liberación de estructuras opresivas”…, que estas dinámicas hacen experimentar, se convierten en los puntos de referencia absolutos a los cuales mira la persona sin desear confrontar con nadie más.
La absolutización de dogmas y estructuras tiene su contrapartida mimética en la absolutización de dinámicas y técnicas.

Así, la espiritualidad de cada familia religiosa, trabajada a través del tiempo, con sus referentes propios en cada lugar, esta espiritualidad que es carisma que el Espíritu suscitó en las fundadoras y fundadores y que muchos vivieron como forma particular de ser católicos, se ve hoy opacada por una espiritualidad transversal, que tiene algunos referentes “universales” –fascinadores de ovejas- que hechizan y fascinan de manera tal que las ovejas pierden el gusto por el Agua viva de la propia espiritualidad.
Ante esta tentación, un signo que cada uno tiene que discernir por su cuenta, con la ayuda del Espíritu (porque todos los referentes son puestos en cuestión), es la pérdida del gusto de la sabiduría de la cruz, en la que el único Referente es Jesucristo.
Diego Fares sj

Domingo 33 C 2010

Con las manos del Padre sobre nuestros hombros

Como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo:
– «De todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida.»
Ellos le preguntaron:
– «Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que va a suceder?».
Jesús respondió:
– «Tengan cuidado, no se dejen seducir, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: «Soy yo», y también: «El tiempo está cerca.»
No los sigan.
Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se atemoricen;
es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin.»
Después les dijo:
«Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo. Pero antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí. Asienten bien en sus corazones esto: que no tienen que ensayar de antemano el modo de defenderse y justificar las cosas, porque yo les daré una lengua y una sabiduría a la cual no podrán resistir ni contradecir ninguno de sus adversarios. Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza. Gracias, a su perseverancia (hypomoné) salvarán sus vidas» (Lc 21, 5-19).

Contemplación

Ante los tiempos que iban a venir después de Él –los nuestros incluidos-, Jesús no quiere que nos distraigamos ni con la grandiosidad del Templo, ni con las catástrofes apocalípticas, ni con las guerras y persecuciones.
El Señor asume que toda esa conflictividad es real y de alguna manera inevitable pero quiere que centremos nuestra atención en la única misión: “todo esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mi”.
Y nos promete la asistencia del Espíritu que nos dará su “Lengua” (como en Pentecostés) y nos recordará en cada momento sus “Palabras”.
Permanecer en esta misión, dar testimonio del Amor de Jesús, mantener la confianza en su Nombre en medio de las pruebas y persecuciones, es una gracia que proviene del Padre.
Creo que nos puede hacer bien sentir y gustar esta gracia de la paciencia y del aguante tomando conciencia de que es el Padre el que nos está sosteniendo.

Para animarse a sentir al Padre hay que recordar que Jesús vino para que tengamos “libre acceso al Padre” (Ef 2, 18). Con mucha confianza y familiaridad podemos “doblar la rodilla ante el Padre” como el hijo pródigo y dejar que nos ponga las manos sobre los hombros y que nos afiance con esa fuerza prodigiosa que brota de su misericordia infinita capaz de perdonarnos todo, de ponernos de pie y de misionarnos en un solo acto.

Cuando uno siente que tiene paciencia, que es capaz de esperar, de contener, de estar firme, sin perder la calma, cuando uno siente ánimo para comenzar de nuevo cada día, cuando le tomamos el gusto a la perseverancia, sin dejarnos distraer ni a izquierda ni a derecha…, es bueno dar gracias al Padre. Es bueno descubrir, maravillados, que debajo de esta gracia están las manos del Padre. La paciencia infinita del Padre es la que todo lo sostiene y en la que hace pie y se fundamenta toda paciencia nuestra.
Son sus manos sobre nuestros hombros las que nos afirman y fortalecen al mismo tiempo que nos bendicen.
Las manos del Padre en nuestro hombros nos ponen de pie y nos consolidan el corazón en el amor (cfr. 1 Tes 3, 13).
Las manos del Padre en nuestros hombros nos empujan hacia adelante dando “tenacidad a nuestra esperanza” (1 Tes 1, 3).
El Padre es el que nos “fortalece por la acción de su Espíritu en el hombre interior”; nuestro Padre hace que “Cristo habite por la fe en nuestros corazones y que estemos así arraigados y cimentados en el amor” (Ef 3, 15-16).
Sentir las manos del Padre en nuestras espaldas hace que se nos “iluminen los ojos del corazón y conozcamos cual es la esperanza a la que hemos sido llamados” (Ef 1, 18).
La fortaleza para ser pacientes y aguantarlo todo no proviene de otro lado sino de saber en la fe que el Padre nos ha elegido “antes de fundar el mundo” (Ef 1, 5). No hay mayor alegría para un hijo que saber que sus padres lo soñaron antes de que naciera: soñaron con su corazón más allá del rostro, del sexo, del carácter que iba a tener y de lo que iba a ser. Por eso el amor de los papás trasciende las circunstancias de la vida de los hijos, porque está antes, porque es más de fondo: es amor a la persona.
Así nos consuela saber que Dios nos soñó primero a nosotros en su Hijo y luego creo el mundo, las demás cosas.
No somos “producto” de este mundo, por eso no nos afecta su conflictividad y su constante conmoverse y destruirse.

Así, Jesús nos centra en este amor fundante del Padre del que brota toda perseverancia y todo permanecer firmes y alegres en su amor.

El Padre es el que nos sostiene desde abajo, desde el fondo de nuestro ánimo. El Padre es principio y fundamento de nuestra vida, el que está a nuestras espaldas y nos sostiene y alienta. Como dice Guardini: vivimos en la paciencia del Padre. Esa larga paciencia que ha echado la semilla en tierra y espera a que de fruto, que ha puesto amor en la vida de sus hijos y espera que vuelvan al hogar y que se sientan en casa a su lado.

Si bajamos estas verdades a nuestros sentimientos cotidianos podemos discernir que, detrás de toda impaciencia, de todo cansancio y de todo desaliento, de todo lamento, está alguna distracción que nos ha hecho alejar del abrazo del Padre.
Nos largamos solos a disfrutar la vida, como el hijo pródigo y terminamos entre los chanchos. Tenemos que regresar a sentir las manos del Padre sobre nuestros hombros para poder comer el pan de los hijos.
O quizás, como el hijo mayor, hemos cargado sobre nuestros hombros la responsabilidad de la casa pero al no dialogar con nuestro Padre nos hemos ido sintiendo agobiados por el deber y necesitamos refrescarnos en sus ojos que nos dicen: hijo, todo lo mío es tuyo, mientras que con una mano sobre nuestro hombro nos invita a entrar en la casa.
El hijo menor quiere regresar pero el mayor no lo deja. Y son las manos del Padre las que abrazan e invitan a los dos.

Lo que estamos diciendo con esta imagen de las manos del Padre sobre nuestros hombros es que nuestra paciencia y aguante, nuestra firmeza y perseverancia no se fundamentan en nosotros mismos ni en nada mundano sino solo en el Padre.
En su paciencia somos pacientes, fuera de ella nos ponemos ansiosos, nos volvemos inconsistentes, perdemos empuje, nos quedamos sin entusiasmo.
Esta virtud propia del Padre de sostener y de esperar, de alentar y de aguantar, de consolidar y fortalecer, es todo lo contrario del paternalismo. El Padre nos pone “en pie de igualdad” como hace con Jesús su Hijo. Pero también es todo lo contrario del huerfanismo, de ese andar por la vida como huachos, sin identidad, sin pertenencia, sin familia, sin tradición, inventando experiencias que no son fecundas, sino pura distracción y entretenimiento.

Qué efectos maravillosos tienen las manos del Padre sobre tus hombros?
Las manos del Padre te hacen sentir resistente ante las presiones que vienen de afuera, ante la exigencia de tus hermanos, ante las presiones del mundo, de los horarios y compromisos…
Las manos del Padre te impulsan a mantener las posiciones ganadas yendo por más, con ánimo grande, sin achicarte ni angustiarte ante las contradicciones grandes y dejándote contener por el trabajo concreto de cada día.
Las manos del Padre te retienen ante las tentaciones de fuga, de todos los escapismos.
Las manos del Padre te contienen y te templan en Jesús, acallando la ansiedad y dando el gusto de esperar en los procesos de crecimiento y de fecundidad.
Las manos del Padre te hacen tierra buena, te permiten “conservar la Palabra con corazón bueno y recto para que de fruto gracias a esa perseverancia” (Lc 8, 15).
Diego Fares sj

Domingo 32 C 2010

Confesiones de un Saduceo

Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?»
Jesús les respondió:
«En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; pues todos viven para él. Al oír esto la gente se maravillaba de su doctrina. Pero los fariseos, al enterarse de que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo…» (Lc 20, 27-38).

Contemplación
Comencé a releer las “Confesiones de un Saduceo” del año 2007 y me quedé gustándolas de nuevo, repitiendo lo que me hizo bien sin deseo de pasar a otro tema… Así que las comparto como estaban, agregando solamente el dibujito de Fano que despierta el deseo de que las Palabras de Jesús se aposenten en nuestro corazón y nos den Vida Plena.

“Creo que fue la serena convicción con que lo dijo lo que me llevó a reflexionar…
Sí, fueron más sus ojos sin rastro de ira ante nuestra burla, que pretendía avergonzarlo en público, lo que me llamó la atención.
Después se sumaron otros detalles, especialmente el contraste entre la gente, que se maravillaba de su doctrina y la furia de mis colegas (más contra la satisfacción que le producía a los fariseos el ver cómo nos había tapado la boca, que contra Él…).
Yo había ideado y escrito la “anti-parábola de la viuda resucitada”, como le dí en llamar. Y me creí que era verdaderamente ingeniosa. El inventaba parábolas que describían el cielo de los resucitados con la intención de cambiar nuestras costumbres en la tierra y a mí se me ocurrió proyectar una situación terrena para burlarme de sus ideas del cielo. Esperaba, al menos, otra parábola en respuesta. O que rebatiera el argumento, como hizo con lo de la moneda del César…
La verdad es que el Rabbí me resultaba interesante.
Oírlo discutir con los fariseos me encantaba y prefería su apertura moral antes que la sarta de leyes escrupulosas de nuestros adversarios. Lo que no podía entender era cómo un hombre inteligente como él podía creer en la resurrección de los muertos. Soy capaz de comprender que los que trabajan en torno al templo y viven de la religión, necesiten prometer algo bueno a la gente para mantenerla sumisa y colaboradora. Para ello nada mejor que hablarles del cielo mientras se aprovechan de su dinero en esta tierra… Pero que alguien pobre y humilde como el Rabbí, sin ambiciones ni intereses personales, y a la vez tan inteligente, hablara tanto del cielo, me intrigaba mucho. ¿No se daba cuenta que con eso favorecía a los comerciantes de la religión?
La verdad es que la explicación que dio de las Escrituras, lo de que seremos como ángeles y que no nos casaremos, no la seguí mucho. Lo que me golpeó fue la última frase. Me miró especialmente a mí, como si supiera que era yo el que había inventado la anti-parábola y dijo: “Él no es un Dios de muertos sino de vivientes; pues todos viven para él”.
Lucas no lo pone, pero Mateo y Marcos sí lo registraron: Él dijo también: “Ustedes están en un error grave, por no comprender bien las Escrituras”…
Si hay algo que no me gusta es estar en un error; y menos que me lo digan en público. Pero que me dejen ahí, sin más explicaciones y que todo el mundo se de por satisfecho con lo que dijo el que me corrigió, ya es el colmo.
Ahí me dí cuenta de que la gente no tenía interés en nuestras discusiones de palabras: estaban fascinados con la Palabra de Jesús. Cualquier cosa que él dijera, estaba bien. No se ponían a pensar si podrían cumplir todo lo que él les decía. Sus palabras, simplemente, les conmovían el corazón. No eran “razonables”, como esos argumentos que suenan lógicos, pero te dejan afuera. Sus palabras entraban en uno y permanecían, como si se aposentaran. Sin apuro por dar fruto… Entraban mansamente en el corazón, como semillas en la tierra blanda por la llovizna… Y eso fue lo que me pasó a mí. Le escuché decir que nuestro Dios no es un Dios de muertos sino de vivos y se despertó en mí el deseo de ese Dios Vivo; le escuché decir que todos vivimos para él y se despertó en mi corazón el deseo de vivir también yo para él.
¡El deseo! ¿Pueden creer que estando ante Él, por primera vez en mi vida, descubrí lo que era tener un deseo? Hasta ese momento yo había tenido necesidades. Y tenía claro que cuando las satisfacía, dejaban de interesarme. Es lo propio de toda necesidad, ya que brota de una carencia. Así entendía yo esas ideas del cielo: como una carencia que algunos pretendían llenar con una ilusión. Pero al escucharlo hablar del Cielo a Él, algo nuevo se movió en mi corazón. Deseaba que siguiera hablando. Aunque dijera cosas dolorosas, como eso de que estábamos en un grave error. Todo lo que percibía en él, su coherencia, su señorío, su limpieza, su sinceridad… todo, eran cosas positivas que despertaban deseos de más en todas mis facultades.
No se si han tenido alguna vez la experiencia de estar ante una persona así, cuya sola presencia basta para que uno no quiera otra cosa sino seguir estando ante ella. Gozando de que esté viva, quiero decir. Gozando de que exista.
¡El Dios vivo del que hablaba era Él mismo! Y distinto a la vez.
Y no es que le brillara ninguna luz especial. El Dios vivo estaba en sus Palabras. Se hacía presente en cada una de sus Palabras como si fueran Palabras vivas, capaces de crear lo que nombraban. Cada Palabra suya era como un tapiz bordado, como una pieza musical… Cada Palabra que salía de sus labios iluminaba como un amanecer, limpiaba el alma como un viento fuerte, regaba el corazón como una acequia que trae agua de la montaña. Y después que decía las cosas así, la experiencia no desaparecía, sino que cada Palabra se guardaba ella misma en mi corazón y quedaba disponible, como un tesoro escondido, como una fuente de agua viva, para ser de nuevo saboreada como… ¡como un pan vivo…!
Desde entonces creo en él. Creo en su Dios, que no es un Dios de muertos. Creo en la resurrección de la carne, de la que me burlaba por ignorante. Creo todo, porque lo dice Él. Y lo más asombroso es que creo como toda la gente sencilla que cree en Él y se le acerca. Es más, quiero mezclarme con esa gente de manera tal que nada me distinga, para que nada me distraiga de estar cerca de Él. Cuánto más anónimo y escondido yo, uno más entre los otros, todos juntos e iguales, más Él, más en Él.”

Diego Fares sj