Domingo 30 C 2010

El icono del publicano rezando

Refiriéndose a algunos que estaban persuadidos de ser justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
«Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano.
El fariseo, de pie, oraba así:
«Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas.»
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:
«¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!»
Les aseguro que este último volvió a sus casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se enaltece a sí mismo será humillado y el que se empequeñece a sí mismo será enaltecido» (Lc 18, 9-14).

Contemplación
La parábola del Fariseo y el Publicano tiene algo especial. No me animo a definirlo exegéticamente pero sí a decir que me llama la atención que Lucas diga de entrada en qué se fijó Jesús para inventarla y contarla. El Señor se fija en cómo reza la gente. Es algo más íntimo todavía que dar limosna o pedir la curación de una enfermedad. Toda actitud externa tiene su correlato interior y muchas veces, de la cara que ponían los fariseos, Jesús les adivinaba los pensamientos. Pero escuchar cómo habla con Dios la gente cuando está sola es algo que ni la misma persona tiene muy conciente. Por eso digo que esta parábola tiene algo especial, muy íntimo. Tanto que ni los mismos personajes de la parábola pescan que los compararon y que uno salió justificado y el otro no. Jesús pone su mirada profunda en lo hondo de los corazones y escucha el sonido de la fuente de la que brotan las palabras interiores. No sabemos rezar como conviene, dice Pablo, pero el Espíritu gime en nuestro interior. Y Jesús nos dice que el Padre escucha ese gemido, el sonido de esa fuente espiritual intimísima.
No es fácil escucharse a uno mismo, discernir las palabras primordiales que se expresan en muchas otras, a veces con signo cambiado. No es facil ponerle nombre a lo que motiva nuestro discurso interior.
Esta parábola nos ayuda precísamente a eso: a discernir los dos discursos posibles de nuestro corazón cuando hablamos a solas invocando a Dios.

Jesús interpreta la persuasión de fondo que fariseisa el corazón del fariseo e inventa una parábola. El fariseo está confiado en su religión, se siente totalmente tranquilo y tiene todo bajo control: lee la ley y cumple al pie de la letra todo lo mandado: ayuna dos veces por semana y paga el diezmo. El problema es que cumple “comparando”. Empieza bien, dando gracias, pero se le va el ojo comparativo y termina agradeciendo porque “no es como los demás”. Se ve que al entrar vió de reojo al publicano y sintió desprecio, como cuando uno entra en la iglesia y ve a algún pobre mal vestido con la cabeza apoyada en el respaldo del banco seguramente durmiendo la mona… Y al comenzar a rezar alabando a Dios se le viene al corazón que él no es como ese publicano. Antes de alabar a Dios y de contarle lo que ha hecho bien se encuentra hablando mal de otros: despreciando a los demás.
El contexto de la parábola que inventa Jesús para caricaturizar bien esta actitud es una constante en la Biblia: “el Señor condena a la insignificancia a todos aquellos que desprecian a los que Él elige”. La palabra “despreciar” aparece muchas veces en el AT: Esaú despreció la herencia y se la vendió a su hermano por un plato de lentejas (Gen 25, 34), Goliat despreció a David porque vió que era apenas un adolescente (1 Sm 17, 42), Mikal despreció en su corazón a David porque saltaba y bailaba delante del Arca de Yahveh (2 Sm 6, 16). A todos estos personajes bíblicos ese desprecio de lo que el Señor amaba les valió que el Señor mismo los despreciara a ellos. Esaú, por más que lloró, no pudo recuperar la bendición que su padre –engañado- le había dado ya a su hermano Jacob; al gigante Goliat que se burlaba de David, el joven ungido lo bajó de un hondazo…
En la Parábola Jesús deja en ridículo al Fariseo y ensalza la figura humilde y contrita del Publicano, pero no queda claro si ellos se dan cuenta de lo que ha sucedido. Por eso diría que es una parábola abierta –como la del hijo pródigo- que nos invita irresistiblemente a entrar nosotros en los personajes.
Puede resultar inquietante ponernos el traje del fariseo, imitando su tonito sobrador y ver qué ecos despiertan sus palabras en nuestro corazón. Por ahí uno se sorprende encontrando a flor de labios expresiones como “gracias por que no soy como aquel” o “qué bronca o qué pena de no ser como aquel otro”.
Ahora bien, la figura del fariseo que crea Jesús tiene algo de caricatura para que uno pesque lo patético que puede resultar ir en esa dirección y enfile directamente para el lado del publicano.
Por eso nos hará bien ponernos en el último banco de la iglesia como el publicano y golpearnos el pecho (aunque alguno nos vea y piense mal porque nos conoce) y decir “Padre, tené piedad de mí que soy un pecador”. Veremos cómo enseguida esta oración prende en nuestra lengua y comenzamos a repetirla con gusto.
La otra en cambio cansa. Si nos animamos, podemos sobreactuar un poquito el papel del fariseo de modo que se nos vuelva clara esa radio permanente que tenemos como trasfondo, en la que un personaje interior habla y habla comparándose y juzgando a los demás. Así como hay radios que atraen y radios que uno cambia apenas escucha el tono de voz o alguna frase que detesta, así también sucede con nuestra radio interior: Jesús nos enseña a sintonizar con la radio del publicano, cuyas palabras pacifican el corazón y lo ensanchan haciéndonos sentir la misericordia infinita del Padre. Y el mismo gusto del discurso bueno hace que experimentemos disgusto por el discurso fariseo. Ese discurso que nos auto justifica pero que al Padre lo deja expectante y preocupado (como el discurso del hijo mayor). En cambio, el otro discurso -“Dios mío, ten piedad de mi que soy un pecador”- que es el mismo del hijo pródigo, al Padre le conmueve las entrañas y hace que su corazón se ensanche de alegría y se llene de amor.

Insistimos un poco más en el carácter abierto de la parábola. La tendencia general a sacar moralejas la devalúa, la “deprecia” (y ya hemos visto lo que le sucede a los que desprecian aquello que el Señor valora!). No se trata de “despreciar” al fariseo y ensalzar al publicano. ¡Eso lo puede hacer sólo Jesús!
¿Quién sabe si es un fariseo o un publicano siglo XXI? Es fácil saber lo que era un fariseo de aquella época. Pero hoy? La parábola nos da a entender que el fariseo estaba chocho consigo mismo (ni sospechaba que era un “fariseo”. O mejor aún, pensaba que ser fariseo era lo mejor que le podía haber pasado). También nos da a entender Jesús que el publicano “no se enteró” oficialmente de que estaba justificado. Capaz que por eso mismo volvía cada semana al templo y repetía la misma oración: ¡Ten piedad de mi Señor, que soy un pecador!
No se trata, por tanto, de encontrar un espejo –esa ley en la que se mira el fariseo y que lo hace sentir justificado-.
De lo que se trata es de encontrar una puerta.
Lo que nos toca a nosotros es “entrar en la parábola” humildemente y discernir si nuestro discurso interior es una oración sentida que nos hace entrar en relación con el Padre o es un monólogo autorreferencial en el que constatamos que tenemos todo bajo control y que “gracias a Dios” nuestros criterios no son obtusos como los de “esos otros” que cada uno conoce.
Lo que Jesús nos regala es un icono, una figura viva en cuya piel nos podemos meter, un corazón de publicano rezando con el cual nos podemos configurar para experimentar nosotros la misma justificación que él experimentó seguramente luego de orar así.
La otra figura, la del fariseo autosuficiente, es un icono caricaturizado, un icono para detestar apenas discernimos que se nos pegó su máscara, que se nos contagió su tono comparativo y lleno de desdén.
Hay que tener cuidado porque el discurso del fariseo es pegadizo.
En la época de Jesús había un solo modelo.
Hoy el fariseísmo es multicultural.
Hay fariseos integristas, como siempre, pero están también los fariseos progre, que desprecian tanto pero tanto al fariseo clásico que muestran una hilacha de envidia. El “no soy como los demás”, con el “gracias a Dios” agregado, es un alerta rojo de fariseísmo siempre. También si viene de los “fariseos moderados” que “no son como los demás ideologizados y extremistas”.
Si ponemos blanco sobre negro, sin grises, como hace Jesús, me animaría a decirme que, cuando muevo un poquito el dial y lo saco de la onda que musita con amor de hijo pequeñito: “Jesús, hijo del Padre, ten piedad de mí, que soy un pecador”, seguro que ya me puse dentro de la frecuencia de algún discurso fariseo que comienza a invadir el espacio de mi mente.
La oración del corazón está siempre encendida –el Espíritu la reza en nuestro interior, poniendo anhelos de habitar en esa relación tan linda que tienen Jesús y el Padre-. Pero nuestra mente está constantemente invadida por discursos fariseos. El “no soy como los demás”, el “no quiero ser como aquellos” el “pienso totalmente distinto a esos”, el “yo hago lo que tengo que hacer, en cambio los otros…”, son discursos que tienen lo que Jesús llamaba “la levadura de los fariseos” y fermentan todas las divisiones y peleas que se dan a nivel personal, familiar y social.

“Dios mío”, dice el fariseo. “Dios mío”, dice el publicano. Fijémonos que Jesús está hablando de la oración al Padre que todas las creaturas hacemos. El Señor mete el bisturí de su Palabra y cala hasta la médula de los huesos: discierne lo más profundo que se da en una creatura, discierne cómo hablamos con Dios.
Por eso la parábola no tiene consecuencias exteriores. No hay ninguno al que se lo meta en la cárcel, como en la parábola del deudor miserable. No hay paga de salario para nadie, como en la parábola de los últimos que recibieron igual que los primeros. No se le quita el denario al que lo enterró ni hay anuncios de alegría a los vecinos por la ovejita encontrada. La parábola transcurre en el interior más íntimo de los personajes y nos interpela a entrar en nuestro propio interior.
Cada uno elige de qué va a hablar con su Dios mío, con su Abba, con su padrecito del cielo, con Jesús su Salvador y buen amigo.
Cada uno elige el tema y el tono.
Si vas a hablar de tus ganas de ser perdonado mil veces,
si vas a desahogarte en tu Padre y abrazarte a su misericordia,
como un mendigo sediento y muerto de cansancio,
deseoso de saciarte solo de misericordia
y de no hablar de nada más, bien!
Misericordia, misericordia, misericordia.
Es lo que desea mi corazón,
es lo que desea el de todos,
es lo que necesita el mundo.
También el fariseo, ese personaje único y globalizado –cuya expresión es el famoso “discurso único”- que alza la voz en todos nosotros cuando perdemos la sintonía fina con la Voz del Espíritu que dice “Padre, ten piedad de mí, pecador”.
Me gusta este dibujo de Fano en el que podemos imaginar a un fariseo y un publicano presentando al Padre su oraciones (corazones): la del fariseo es una oración-bandeja/poltrona; la del publicano es una oración-tierra (humus).
El Padre tiene para darnos “semillas” (sus gracias de Amor y de Vida no vienen hechas, son semilla, y en un corazón-humilde pueden fructificar. Para la semilla del Espíritu –que es Amor y Vida Plena-, sirve el corazón-tierra.
Podemos tratar de escuchar lo que están diciendo en su interor y la imagen que tienen de lo que Dios les dará.

Diego Fares sj

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