Domingo 28 C 2010

Eucaristizar la vida

Mientras se dirigía a Jerusalén,
Jesús pasaba a través de los confines entre Samaría y Galilea.
Y al entrar él en cierta aldea, le salieron al encuentro diez hombres leprosos,
los cuales se detuvieron a distancia y alzaron la voz diciendo:
«¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»
Luego que los vio, Jesús les dijo:
«Vayan, preséntense ustedes a los sacerdotes.»
Y lo que pasó es que mientras iban quedaron purificados.
Uno de ellos, al ver que estaba sano,
pegó la vuelta glorificando a Dios en voz alta
y cayendo sobre su rostro a los pies de Jesús, le agradecía (eujariston).
Era un samaritano.
Respondiendo Jesús dijo entonces:
«¿Acaso no quedaron limpios los diez?
Los otros nueve, ¿dónde están?
¿No ha habido quién volviera a dar gloria a Dios, sino este extranjero?»
Y agregó:
«Levántate, ve, tu fe te ha salvado» (Lc 17, 11-19).

Contemplación
Agradecer. Eucaristizar la vida.
La contemplación son apuntes para poner el corazón en alto, para elevarlo dando gracias como se hace en la Misa con la Eucaristía…

Pimer apunte: Maravillarnos de que a Jesús, el Maestro, le encante como me hacía notar un amigo, realzar la vida de la gente simple, de la gente común.
El Maestro se complace en darnos lecciones de vida con las reacciones espontáneas de los Samaritanos.
Uno no puede no maravillarse si cae en la cuenta de cómo Jesús vuelve interesantísimo lo que le pasa en el corazón a la gente simple, como este samaritano. El se miró las manos, se sintió curado y pegó la vuelta dando gritos de alegría y alabanza. Fue corriendo a ponerse de rodillas a los pies de Jesús y no dejaba de decir “gracias, Señor, gracias. Bendito sea Dios. Gracias…”.
El evangelio no narra la historia de grandes personajes (Abraham, Moisés, los Profetas…) sino de personas anónimas que al ser tocadas por Jesús se iluminaron en toda su belleza y sacaron a relucir toda la bondad de su corazón.
Y Jesús, el Maestro, se detiene y hace un alto en el camino cada vez que se encuentra con gente así y nos muestra lo que hace la fe, lo que logra el amor.
Así, nos evangeliza haciéndonos caer en la cuenta de lo que acontece en una persona cuando responde de corazón a la gracia.

Segundo apunte: recordatorio de los tres samaritanos
El Buen Samaritano sintió el enternecimiento de la compasión y se dejó llevar por ella: se conmovió, miró bien, se acercó… y de allí vino todo lo demás.

La Samaritana sintió la sed de hablar con el extranjero que estaba sentado en el brocal del Pozo de Jacob, aquel mediodía, y le brotó un manantial de agua viva, ese diálogo con Jesús que no se cortó ya, que se volvió cada vez más profundo e refrescante, más verdadero e iluminador.

El Samaritano curado de su lepra sintió la alegría del agradecimiento, sintió que estaba purificado, que su carne estaba limpia y tirante otra vez, sin las pústulas de la lepra, y le brotó un agradecimiento incontenible y se dejó llevar… Así fue que pegó la vuelta, se olvidó del grupo y del mandato de Jesús, no le importaron los papeles –el certificado de sanidad- ni la vida nueva que le esperaba, sino que sintió que sólo quería dar gracias en alta voz al cielo y estar de rodillas a los pies de Jesús.

Tercer apunte: un evangelio que se puede encontrar a la vuelta de la esquina
Jesús aprovecha para evangelizar, no con un evangelio que viene de arriba, de una super ley que costaría comprender, sino con un evangelio que viene de al lado nuestro, de esas reacciones espontáneas de la gente común, que le hace caso a su corazón. Jesús hace un evangelio del agradecimiento conmovedor del leproso curado. No importa lo que le pasó sino lo que hizo con lo que le pasó, cómo reaccionó él. Le pasó lo mismo que a los otros nueve, pero él reaccionó con agradecimiento y se dejó llevar por el impulso de su corazón.
Jesús bendice esta corazonada, este afecto, este sentimiento, esta pasión … Jesús bendice el desborde y la alegría, el “bendito sea Dios”.

Apunte para ir mejor a misa, apunte para eucaristizar la vida.
La palabra “gracias” se apoderó del corazón del Samaritano y una liturgia comenzó a armarse en todos sus gestos, palabras y acciones.
Entonces, hacemos un alto aquí en nuestra contemplación y apuntamos lo siguiente: el Samaritano agradecido nos enseña a vivir la Eucaristía. A ir a misa, para ser más claros.

Hay misa cuando la palabra Gracias se apodera de nuestro corazón.
La misa como tal es la Palabra Gracias, Padre, que se apodera del Corazón de Jesús y lo mueve a hacer todo lo demás.

Nosotros participamos de la misa cuando dejamos que se instale la Palabra Gracias, Padre, en el centro de nuestro corazón. Gracias como preludio de nuestras acciones; gracias como coronación de lo realizado.

La misa comienza a distancia.
Jesús está siempre en camino hacia Jerusalen y pasa por los confines de nuestra vida pagana actual –Galilea y Samaría- y entra en nuestra aldea.
La misa comienza cuando sentimos la lepra de esta cultura pegajosa y pudridora que nos enferma y, a distancia, vemos a Jesús como una fuente de agua limpia a la que nos gustaría acceder.
La misa comienza cuando le decimos al Señor, desde algún lugar distante, pero cercanos en el corazón: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”.
Siempre es lindo sentir cómo los más alejados de la sociedad lo llamaban “Jesús” al Señor. Esa confianza que sentían apenas lo veían de lejos. Esa intuición que tienen los pequeños de que con Jesús todo está bien.

La lectura de la Palabra nos “purifica” de nuestros pecados: “Ustedes están limpios gracias a la Palabra que les he anunciado” (Jn 15,3).

Y al tomar conciencia de esta Palabra, que nos limpia al instante de recibirla, se nos eucaristiza el corazón: entonces la misa se vuelve vida porque sentimos un Gracias que se posa sobre nuestro ánimo y comienza a generar sentimientos auténticos, que nos ubican en nuestro verdadero ser de hijos, de creaturas. Podemos rezar entonces el Padre nuestro y bendecir y glorificar al Padre que nos libra de todo mal y nos perdona y alimenta.

Comulgar con el Gracias de Jesús transforma nuestro gracias en un Gracias perfecto.
Necesitamos ayuda para dar gracias por tanto bien recibido. No solo para ser perdonados necesitamos a Jesús sino, más que todo, para dar un Gracias que esté a la altura del Padre.
El Magníficat de María es la mejor expresión de este “eucaristizar” la vida. Ella desde la pureza conservada intacta, el samaritano desde la impureza sufrida y sanada, ambos nos enseñan a glorificar a Dios que nos ha mirado con bondad en nuestra pequeñez. Y así, con esta consolación del corazón, salir a transfigurar la vida cotidiana, tocándola con manos que bendicen porque se saben bendecidas.
La acción necesita el preludio de la Eucaristía, ese Gracias que, antes de emprender cualquier trabajo, nos hace sentir el don de la vida y de la misión que el Señor nos encomienda.
Y una vez realizada la tarea, se completa con un gracias que es corona: bendición y ofrecimiento de todo que se confía en las manos del Padre para que lo haga fructificar.
Agradecer. Eucaristizar. Lo que hace el sacerdote en la Misa: tomar el pan, dar gracias, bendecir, partirlo y repartirlo, dando gloria a Dios Padre Omnipotente, por Cristo, con Él y en Él, eso tenemos que hacer, como pueblo sacerdotal, en todas las cosas de la vida.
Diego Fares sj

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