Domingo 31 C 2010

“Esta noche en casa”

Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad.
Vivía allí un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos y rico. Y buscaba ver a Jesús –quién era-, pero no podía a causa de la multitud, porque era pequeño de estatura.
Entonces echando a correr hasta ponerse adelante subió a una morera para poder verlo, porque Jesús estaba a punto de pasar por allí.
Al llegar a ese lugar, Jesús, levantando la mirada, le dijo:
«Zaqueo, date prisa en bajar, porque hoy tengo que ir a quedarme en tu casa.»
Zaqueo bajó a toda prisa y lo recibió alegremente.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo:
«Entró a hospedarse en casa de un hombre pecador.»
Poniéndose de pie Zaqueo dijo al Señor:
«Mira, Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si en algo defraudé a alguno, le restituyo cuatro veces más.»
Y Jesús le dijo:
«Hoy ha venido la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que había perecido» (Lc 19, 1-10).

Contemplación
“Esta noche en casa” (“Home tonight”), es el título del último librito (póstumo) de Nouwen. Se trata de “Más reflexiones sobre la parábola del hijo pródigo” y son desgrabaciones hechas por amigos de charlas suyas que complementan su libro sobre el cuadro de Rembrandt. Le pusieron por título “Esta noche en casa” porque es el tema central de sus reflexiones: qué significa “estar en casa”, “tener un hogar”, “habitar en esa “relación” entre Jesús y el Padre que es el Hogar verdadero. Hogar del que nos escapamos y al que siempre añoramos regresar, como el hijo pródigo; hogar en el que no estamos a gusto, si nos quedamos con la actitud del hijo mayor; Hogar en el que el Padre siempre nos espera, para poner sus manos en nuestra espalda, perdonándonos; Hogar a cuya puerta sale el Padre a invitarnos a entrar en la fiesta, haciéndonos sentir que “todo lo suyo es nuestro”.

La frase de Jesús a Zaqueo: “bajá pronto, que hoy tengo que ir a quedarme en tu casa”, es una frase síntesis de la misión de Jesús. El “tengo que” (“es necesario”, “conviene”), expresa la ligazón de Jesús a la voluntad del Padre.
El Padre quiere a sus hijos en casa y Jesús viene a buscar a los perdidos para llevarlos de vuelta al hogar.
A llevar a los hijos de vuelta a la casa del Padre, a eso ha venido Jesús.
Y para ello, viene primero él a nuestra casa. A la tuya y a la mía, a la de cada uno y a la de todos.
Alojándose en la casa de los publicanos y pecadores, Jesús nos atrae a la casa del Padre.

Nouwen lo expresa de una manera que me conmovió. Es algo que teóricamente ya sabía pero no sé si por la forma de decirlo o por un momento de gracia especial en que lo leí, la cuestión es que me iluminó todo el evangelio al describir con una imagen –la de “estar en el hogar”-, lo que significa entrar en la “relación de Jesús con el Padre”. Dice Nouwen:
“La vida de Jesús nos invita a creer no principalmente en él, sino en la relación entre él y el Dios al que llama “Padre”. Más aún, Jesús vino al mundo para comunicarse con todos los que, como nosotros, han escuchado que esta relación está claramente a total disposición nuestra. Mediante su vida y muerte Jesús nos anuncia que en el corazón del Amor divino anida el deseo de estar en relación con cada persona individual. Para ti o para mí, volver al “hogar” es implicarnos en este encuentro primordial. Esta relación entre Jesús y el Único, el que lo envió al mundo, es el foco principal de toda la vida de Jesús y de sus enseñanzas. El nos apremia para que veamos cómo el Espíritu Creador llega a nosotros, no por él mismo, sino siendo enviado y en relación con Dios. La misión total de Jesús, su vida, sus palabras y trabajos, su pasión y su gloria, sólo son relevantes a causa de su relación con la Fuente que es quien lo envió. Todo lo relacionado con su vida estará para siempre en relación con el Único, al que llama Padre. Estar en esa relación es estar en casa, en el más profundo sentido de la palabra”.

“Entró a hospedarse en casa de un pecador”. Ese era el comentario de mucha gente. Zaqueo mismo no creo que se haya imaginado siquiera la posibilidad de que Jesús quisiera ir a hospedarse en su casa. Por algo salió a buscarlo a la calle y terminó trepado a la higuera para poder verlo de cerca entre la multitud. Sin embargo, Zaqueo no se achicó. Lo recibió con alegría, dice el evangelio. Y se puso a la altura de la visita, ofreciendo sus bienes en reparación por sus pecados.
Cuesta creer que personas pequeñas como nosotros podamos ser considerados dignos de “entrar” en esa relación especialísima que existe entre el Padre y Jesús, su Hijo amado.
Cuesta creer que esa relación esté abierta para nosotros. A nuestra disposición, como dice Nouwen. Más aún, cómo vamos a creer que ellos anhelen con todo su corazón que cada uno de nosotros entre en esa conversación íntima entre ellos. Cómo puede ser que nos estén esperando para que pasemos a descansar, a conversar, que tengan interés en que escuchemos lo que se dicen, que tengan sed de que nosotros bebamos de esa fuente de cordialidad y paz…
Cuesta creer que Dios tenga verdadero interés en relacionarse personalmente con nosotros. Que esa sea su pasión, su alegría, lo que lo desvela y lo motiva.
Por otra parte, si uno lo piensa bien, ¿por qué nos habría creado si no? No me meto en si nosotros como creaturas llegamos a ser “interesantes”, sino en que Alguien como nuestro Dios, alguien como el Padre que nos revela Jesús, no puede no estar a la altura de su propia pasión, de su esperanza y su motivación.
Pero nosotros tendemos a poner distancia a nuestro deseo de ver a Dios. No nos animamos a “mandarnos” como Zaqueo.
¿No tenemos a veces una imagen de Dios como de una persona importante que puede ser que nos ame y nos atienda pero más como alguien que nos da una cita y se muestra atento a lo que necesitamos pero muy lejos de ser alguien que tiene verdadero gusto e interés en contarnos sus cosas a nosotros y en que compartamos su intimidad?

“Necesito quedarme hoy en tu casa”, dice Jesús.
Jesús no tiene lugar reservado en Jericó, símbolo de este mundo, y necesita hospedaje. Jesús se sabe enviado por el Padre al mundo y “debe” hospedarse en el corazón de aquellos en los que el Padre despierta la fe y la atracción por su Persona. Para Jesús, habitar en el seno del Padre y alojarse en la casa de los Zaqueos que desean verlo y que lo buscan, es una y la misma cosa: es una necesidad.

Hospedar y ser hospedado. Quedarse en una casa. Volver al hogar… Son expresiones hondas del amor. El amor quiere casa, hace nido, cobija, se queda, permanece, está, habita.

Zaqueo es icono del hombre que busca al Amor subido a las higueras y se encuentra con que el amor desea ir a habitar en la intimidad de su casa, en lo profundo de su corazón.
Jesús atraviesa la ciudad llevando en su corazón un Hogar portátil, si se puede hablar así. Su relación con el Padre no necesita templos: es relación constante, en Espíritu y en Verdad. No necesita templos pero sí hogares: el Señor quiere casas donde poder estar. También saldrá a rezar a lugares desiertos, subirá a la montaña, se lanzará mar adentro, recorrerá pueblos y aldeas… Pero no por eso deja de lado la intimidad de Betania -la casa de sus amigos, Marta, Lázaro y María-, la casa de Simón Pedro y la casa de Zaqueo el publicano. Tres casas símbolo de todas las casas. La casa de amistad, la casa de la misión, la casa de la misericordia. Tres casas a las que el Señor se invita y viene a buscarnos, luego de haber salido de su Casa, en Nazareth. El Señor no vino “al mundo” como espacio público (de hecho el mundo no lo recibió, porque no es casa, sino lugar de comercio y de poder). El Señor salió del Seno del Padre y vino al de María. Por eso Ella es tan Casa de todos, por eso todos sentimos que allí sí podemos estar “en relación” con Dios. El Señor necesita casas donde hospedarse hoy.
No hay que olvidar que Jesús no nació a la intemperie, sino en el pesebrito de Belén. El Verbo se hizo carne y vino a habitar en la relación entre José y María, relación-casa, relación–hogar, en donde se sintió igual de bien que en el seno de su Padre. No hay que olvidar que Jesús vivió más de treinta años en esa casillita de no más de tres ambientes que fue su hogar de Nazareth. Por eso siente añoranza de la casa de su Padre y del hogar de san José. Y cuando habla del Reino de los Cielos dice que no está aquí o allá sino “entre”, allí donde dos o más nos ponemos de acuerdo y lo hospedamos; allí donde nuestras relaciones son “casa” y “hogar” y no “oficina”, “locutorio” o “banco”, “cine” o “restorán”.

Que Zaqueo nos hospede en este evangelio –que es como su casa, palabra viva en la que siempre estamos invitados a verlo hospedando a Jesús con alegría- . Que Zaqueo nos haga sentir lo que él sintió en la mirada de Jesús y que en vez de repartirnos su dinero nos permita cambiar su nombre por el nuestro para sentir que Jesús nos dice a cada uno: ……., bajá pronto, que hoy tengo que ir a quedarme en tu casa”.

Diego Fares sj

Domingo 30 C 2010

El icono del publicano rezando

Refiriéndose a algunos que estaban persuadidos de ser justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
«Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano.
El fariseo, de pie, oraba así:
«Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas.»
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:
«¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!»
Les aseguro que este último volvió a sus casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se enaltece a sí mismo será humillado y el que se empequeñece a sí mismo será enaltecido» (Lc 18, 9-14).

Contemplación
La parábola del Fariseo y el Publicano tiene algo especial. No me animo a definirlo exegéticamente pero sí a decir que me llama la atención que Lucas diga de entrada en qué se fijó Jesús para inventarla y contarla. El Señor se fija en cómo reza la gente. Es algo más íntimo todavía que dar limosna o pedir la curación de una enfermedad. Toda actitud externa tiene su correlato interior y muchas veces, de la cara que ponían los fariseos, Jesús les adivinaba los pensamientos. Pero escuchar cómo habla con Dios la gente cuando está sola es algo que ni la misma persona tiene muy conciente. Por eso digo que esta parábola tiene algo especial, muy íntimo. Tanto que ni los mismos personajes de la parábola pescan que los compararon y que uno salió justificado y el otro no. Jesús pone su mirada profunda en lo hondo de los corazones y escucha el sonido de la fuente de la que brotan las palabras interiores. No sabemos rezar como conviene, dice Pablo, pero el Espíritu gime en nuestro interior. Y Jesús nos dice que el Padre escucha ese gemido, el sonido de esa fuente espiritual intimísima.
No es fácil escucharse a uno mismo, discernir las palabras primordiales que se expresan en muchas otras, a veces con signo cambiado. No es facil ponerle nombre a lo que motiva nuestro discurso interior.
Esta parábola nos ayuda precísamente a eso: a discernir los dos discursos posibles de nuestro corazón cuando hablamos a solas invocando a Dios.

Jesús interpreta la persuasión de fondo que fariseisa el corazón del fariseo e inventa una parábola. El fariseo está confiado en su religión, se siente totalmente tranquilo y tiene todo bajo control: lee la ley y cumple al pie de la letra todo lo mandado: ayuna dos veces por semana y paga el diezmo. El problema es que cumple “comparando”. Empieza bien, dando gracias, pero se le va el ojo comparativo y termina agradeciendo porque “no es como los demás”. Se ve que al entrar vió de reojo al publicano y sintió desprecio, como cuando uno entra en la iglesia y ve a algún pobre mal vestido con la cabeza apoyada en el respaldo del banco seguramente durmiendo la mona… Y al comenzar a rezar alabando a Dios se le viene al corazón que él no es como ese publicano. Antes de alabar a Dios y de contarle lo que ha hecho bien se encuentra hablando mal de otros: despreciando a los demás.
El contexto de la parábola que inventa Jesús para caricaturizar bien esta actitud es una constante en la Biblia: “el Señor condena a la insignificancia a todos aquellos que desprecian a los que Él elige”. La palabra “despreciar” aparece muchas veces en el AT: Esaú despreció la herencia y se la vendió a su hermano por un plato de lentejas (Gen 25, 34), Goliat despreció a David porque vió que era apenas un adolescente (1 Sm 17, 42), Mikal despreció en su corazón a David porque saltaba y bailaba delante del Arca de Yahveh (2 Sm 6, 16). A todos estos personajes bíblicos ese desprecio de lo que el Señor amaba les valió que el Señor mismo los despreciara a ellos. Esaú, por más que lloró, no pudo recuperar la bendición que su padre –engañado- le había dado ya a su hermano Jacob; al gigante Goliat que se burlaba de David, el joven ungido lo bajó de un hondazo…
En la Parábola Jesús deja en ridículo al Fariseo y ensalza la figura humilde y contrita del Publicano, pero no queda claro si ellos se dan cuenta de lo que ha sucedido. Por eso diría que es una parábola abierta –como la del hijo pródigo- que nos invita irresistiblemente a entrar nosotros en los personajes.
Puede resultar inquietante ponernos el traje del fariseo, imitando su tonito sobrador y ver qué ecos despiertan sus palabras en nuestro corazón. Por ahí uno se sorprende encontrando a flor de labios expresiones como “gracias por que no soy como aquel” o “qué bronca o qué pena de no ser como aquel otro”.
Ahora bien, la figura del fariseo que crea Jesús tiene algo de caricatura para que uno pesque lo patético que puede resultar ir en esa dirección y enfile directamente para el lado del publicano.
Por eso nos hará bien ponernos en el último banco de la iglesia como el publicano y golpearnos el pecho (aunque alguno nos vea y piense mal porque nos conoce) y decir “Padre, tené piedad de mí que soy un pecador”. Veremos cómo enseguida esta oración prende en nuestra lengua y comenzamos a repetirla con gusto.
La otra en cambio cansa. Si nos animamos, podemos sobreactuar un poquito el papel del fariseo de modo que se nos vuelva clara esa radio permanente que tenemos como trasfondo, en la que un personaje interior habla y habla comparándose y juzgando a los demás. Así como hay radios que atraen y radios que uno cambia apenas escucha el tono de voz o alguna frase que detesta, así también sucede con nuestra radio interior: Jesús nos enseña a sintonizar con la radio del publicano, cuyas palabras pacifican el corazón y lo ensanchan haciéndonos sentir la misericordia infinita del Padre. Y el mismo gusto del discurso bueno hace que experimentemos disgusto por el discurso fariseo. Ese discurso que nos auto justifica pero que al Padre lo deja expectante y preocupado (como el discurso del hijo mayor). En cambio, el otro discurso -“Dios mío, ten piedad de mi que soy un pecador”- que es el mismo del hijo pródigo, al Padre le conmueve las entrañas y hace que su corazón se ensanche de alegría y se llene de amor.

Insistimos un poco más en el carácter abierto de la parábola. La tendencia general a sacar moralejas la devalúa, la “deprecia” (y ya hemos visto lo que le sucede a los que desprecian aquello que el Señor valora!). No se trata de “despreciar” al fariseo y ensalzar al publicano. ¡Eso lo puede hacer sólo Jesús!
¿Quién sabe si es un fariseo o un publicano siglo XXI? Es fácil saber lo que era un fariseo de aquella época. Pero hoy? La parábola nos da a entender que el fariseo estaba chocho consigo mismo (ni sospechaba que era un “fariseo”. O mejor aún, pensaba que ser fariseo era lo mejor que le podía haber pasado). También nos da a entender Jesús que el publicano “no se enteró” oficialmente de que estaba justificado. Capaz que por eso mismo volvía cada semana al templo y repetía la misma oración: ¡Ten piedad de mi Señor, que soy un pecador!
No se trata, por tanto, de encontrar un espejo –esa ley en la que se mira el fariseo y que lo hace sentir justificado-.
De lo que se trata es de encontrar una puerta.
Lo que nos toca a nosotros es “entrar en la parábola” humildemente y discernir si nuestro discurso interior es una oración sentida que nos hace entrar en relación con el Padre o es un monólogo autorreferencial en el que constatamos que tenemos todo bajo control y que “gracias a Dios” nuestros criterios no son obtusos como los de “esos otros” que cada uno conoce.
Lo que Jesús nos regala es un icono, una figura viva en cuya piel nos podemos meter, un corazón de publicano rezando con el cual nos podemos configurar para experimentar nosotros la misma justificación que él experimentó seguramente luego de orar así.
La otra figura, la del fariseo autosuficiente, es un icono caricaturizado, un icono para detestar apenas discernimos que se nos pegó su máscara, que se nos contagió su tono comparativo y lleno de desdén.
Hay que tener cuidado porque el discurso del fariseo es pegadizo.
En la época de Jesús había un solo modelo.
Hoy el fariseísmo es multicultural.
Hay fariseos integristas, como siempre, pero están también los fariseos progre, que desprecian tanto pero tanto al fariseo clásico que muestran una hilacha de envidia. El “no soy como los demás”, con el “gracias a Dios” agregado, es un alerta rojo de fariseísmo siempre. También si viene de los “fariseos moderados” que “no son como los demás ideologizados y extremistas”.
Si ponemos blanco sobre negro, sin grises, como hace Jesús, me animaría a decirme que, cuando muevo un poquito el dial y lo saco de la onda que musita con amor de hijo pequeñito: “Jesús, hijo del Padre, ten piedad de mí, que soy un pecador”, seguro que ya me puse dentro de la frecuencia de algún discurso fariseo que comienza a invadir el espacio de mi mente.
La oración del corazón está siempre encendida –el Espíritu la reza en nuestro interior, poniendo anhelos de habitar en esa relación tan linda que tienen Jesús y el Padre-. Pero nuestra mente está constantemente invadida por discursos fariseos. El “no soy como los demás”, el “no quiero ser como aquellos” el “pienso totalmente distinto a esos”, el “yo hago lo que tengo que hacer, en cambio los otros…”, son discursos que tienen lo que Jesús llamaba “la levadura de los fariseos” y fermentan todas las divisiones y peleas que se dan a nivel personal, familiar y social.

“Dios mío”, dice el fariseo. “Dios mío”, dice el publicano. Fijémonos que Jesús está hablando de la oración al Padre que todas las creaturas hacemos. El Señor mete el bisturí de su Palabra y cala hasta la médula de los huesos: discierne lo más profundo que se da en una creatura, discierne cómo hablamos con Dios.
Por eso la parábola no tiene consecuencias exteriores. No hay ninguno al que se lo meta en la cárcel, como en la parábola del deudor miserable. No hay paga de salario para nadie, como en la parábola de los últimos que recibieron igual que los primeros. No se le quita el denario al que lo enterró ni hay anuncios de alegría a los vecinos por la ovejita encontrada. La parábola transcurre en el interior más íntimo de los personajes y nos interpela a entrar en nuestro propio interior.
Cada uno elige de qué va a hablar con su Dios mío, con su Abba, con su padrecito del cielo, con Jesús su Salvador y buen amigo.
Cada uno elige el tema y el tono.
Si vas a hablar de tus ganas de ser perdonado mil veces,
si vas a desahogarte en tu Padre y abrazarte a su misericordia,
como un mendigo sediento y muerto de cansancio,
deseoso de saciarte solo de misericordia
y de no hablar de nada más, bien!
Misericordia, misericordia, misericordia.
Es lo que desea mi corazón,
es lo que desea el de todos,
es lo que necesita el mundo.
También el fariseo, ese personaje único y globalizado –cuya expresión es el famoso “discurso único”- que alza la voz en todos nosotros cuando perdemos la sintonía fina con la Voz del Espíritu que dice “Padre, ten piedad de mí, pecador”.
Me gusta este dibujo de Fano en el que podemos imaginar a un fariseo y un publicano presentando al Padre su oraciones (corazones): la del fariseo es una oración-bandeja/poltrona; la del publicano es una oración-tierra (humus).
El Padre tiene para darnos “semillas” (sus gracias de Amor y de Vida no vienen hechas, son semilla, y en un corazón-humilde pueden fructificar. Para la semilla del Espíritu –que es Amor y Vida Plena-, sirve el corazón-tierra.
Podemos tratar de escuchar lo que están diciendo en su interor y la imagen que tienen de lo que Dios les dará.

Diego Fares sj

Domingo 29 C 2010

¡Recen, que el Padre escucha!

Jesús, para mostrarles que es necesario orar siempre sin descorazonarse, les proponía una parábola diciendo:
«Había un juez en cierta ciudad que no temía a Dios ni le importaba lo que los hombres pudieran decir de él.
Había también en aquella misma ciudad una viuda que recurría a él siempre de nuevo, diciéndole:
«Hazme justicia frente a mi adversario.»
Y el Juez se negó durante mucho tiempo. Hasta que dijo para sí:
«Es verdad que yo no temo a Dios ni me importan los hombres, sin embargo, porque esta viuda me molesta, le haré justicia, no sea que al fin, de tanto venir, me abofetee en la cara”.
Y el Señor dijo:
«Oyeron lo que dijo este juez injusto? Y Dios, ¿no se apresurará en auxilio de sus elegidos, Él, que los escucha pacientemente, cuando día y noche claman a él? Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18, 1-8).

Contemplación
La gracia a pedir en la contemplación de este evangelio, es que se nos liberen las ganas de rezar de manera tal que podamos entablar una comunicación familiar, permanente, con nuestro Padre del Cielo.
Ojalá sintamos que se nos abre la puerta del Cielo y que el Padre se complace en escuchar nuestras oraciones y en concedernos todo lo que le pedimos, como un padre que le da cosas buenas a sus hijos.
Padre, que en un abrir y cerrar de ojos
nos concedas la gracia de poder rezarte
con el gusto y la confianza de tus hijos queridos.
Que te contemos todo, Padre
y lo esperemos todo de Vos.

Saboreamos este evangelio de la oración insistente con toda nuestra fe, seguros de que la Palabra es eficaz para hacer lo que dice.
Y ¿qué dice? Dice que Jesús “quiere mostrarnos que es necesario rezar siempre”.
Nos detenemos en el deseo de Jesús. Podemos ver lo que desea en lo que hace con más pasión. En Lucas vemos muchas veces a Jesús rezando.
Su oración es una manera de relacionarse muy linda y muy íntima que Él tiene con el Padre y su deseo es que nosotros podamos entablar la misma relación.
Es un deseo hermosísimo el de Jesús: recen, que el Padre los escucha como me escucha a mí.

Rezar, todo el mundo reza. De alguna manera todos “suspiramos” a Alguien en nuestras angustias (ese “Dios mío” que brota de lo profundo del ánimo de quien sufre) y todos damos gracias a “la Vida” cuando nos va bien. Rezar es como respirar. Todas las religiones enseñan a rezar, a ponerse de acuerdo con los propios deseos y a invocar al Creador, al que es fuente de la vida.
Pero la oración de Jesús es eso y mucho más.

Contemplemos, pues, a Jesús rezando en el evangelio de Lucas:
cuando Jesús reza se abre el cielo y el Padre envía el Espíritu Santo sobre Él (Lc 3, 21-22).
Cuando Jesús reza entra en la intimidad del Padre. Jesús busca espacios de soledad y tiempos tranquilos, se va a lugares desiertos para rezar (Lc 5, 16) y pasa las noches en oración (Lc 6, 12).
Cuando Jesús reza se transfigura en esa charla con Dios y con sus amigos los santos (Lc 9, 29).
Cuando Jesús reza despierta en los discípulos un deseo irresistible de rezar así: “enséñanos a orar” (Lc 11, 1). Y la oración que Él les enseña es el Padre nuestro: “cuando recen digan Padre…” (Lc 11, 2).
Cuando Jesús reza su oración es insistente. El modelo será la oración del Huerto: recen para no caer en tentación, recen para ponerse bien de acuerdo con la voluntad del Padre (Lc 22, 40-46).

Qué lindo que es tener acceso directo a quien nos puede ayudar y aconsejar. El Padre siempre atiende el celular cuando llama uno de sus hijos.
Qué lindo que es haber experimentado que la oración nos “transfigura” el rostro y transfigura lo que nos pasa: ilumina nuestros sentimientos, nos aclara la mente, nos pacifica el corazón.
Qué lindo que es sentir que uno puede ajustarse plenamente a lo que le agrada al Padre. Con esfuerzo, es verdad, pero contando con la ayuda del Espíritu y siendo bien humildes podemos sentir que al Padre le agrada de verdad lo que hacemos en Nombre de Jesús.

Cuando llegamos a este punto surgen los peros: la duda, el no creer del todo, cierto descorazonamiento… todo muy lindo, pero…

Y a esto apunta precisamente Jesús con la parábola de hoy: quiere que nos entusiasmemos con la oración, que nada ni nadie pueda apartarnos de la gracia de poder rezar siempre y en toda situación a nuestro Padre del Cielo.

Vayamos palabra por palabra, que aquí todo es importantísimo y vital.
Es necesario rezar (dein), dice Jesús. No hay que escuchar una sola campana, la que nos dice “tenés que”, “es tu obligación”. “Es necesario” significa también es oportuno y es lo correcto. No se trata sólo de un “ideal” que pocos alcanzan. Jesús nos quiere enseñar que “podemos” rezar siempre, que esa necesidad que sentimos y que nos ahoga porque no sabemos cómo hacer para rezar bien es una necesidad legítima y que, con sus enseñanzas y ayuda, podemos satisfacerla en plenitud.
Podés rezar, es correcto que reces todo lo que quieras, es oportuno insistir en la oración, al Padre no le molesta.

“Rezar siempre, sin descorazonarnos”. Jesús sabe que nos descorazonamos fácilmente. A veces, cuando estamos consolados, la oración brota espontáneamente, como la respiración. Rezamos con peces en el agua: agradecemos y pedimos “naturalmente”. Pero en otros momentos sentimos que la oración es imposible. Que se nos deshacen las peticiones en la lengua en el mismo momento de pronunciarlas. Experimentamos que lo que más deseamos es justamente lo que no sabemos pedir porque tememos que eso no nos será concedido. Para qué rezar!

Para desmentir esta falacia, Jesús inventa la parábola de la viuda insistente y el juez inicuo. El Señor toma el toro por las astas: detrás de los descorazonamientos en la oración hay una mala imagen de Dios. Pensamos que en el fondo “no le importa”. Tantas cosas que pasan en el mundo, por qué se va a ocupar justamente de lo mío. (Las estadísticas nos matan!). Por eso Jesús inventa el ejemplo extremo de alguien a quien no le importa nada. Los jueces muchas veces se sienten dios. Sus dictámenes son ley. Tiene más poder incluso que los presidentes. Pues bien, uno de estos jueces inicuos termina cediendo por conveniencia y por temor: para que la viuda no le siga “rompiendo” (esa es la expresión del evangelio), no vaya a ser que le arme un escándalo y lo desprestigie.
¿A dónde apunta el Señor? Apunta a que la insistencia en la petición justa vale por sí misma. Y que este valor es “no negociable” lo pesca hasta un juez inicuo. Y le teme. Él, que no teme a nadie más, le teme a esta coherencia hecha petición. Pedir lo justo hace a la dignidad de la viuda. Aunque no sea escuchada por mucho tiempo ella no puede dejar de reclamar, porque si no pierde su esencia.
Las madres del dolor y las personas que reclaman justicia expresan muchas veces esta verdad: “yo antes no era así, decía una mamá. La muerte injusta de mi hijo me cambió. Y ahora soy otra: soy una persona que reclama justicia. No solo para mí sino para todos”.
En estos días, rezar por los mineros chilenos y por los que los están ayudando a salir en este preciso instante, es una cuestión de honor, de participar de corazón en lo bueno que se está haciendo. No podemos no rezar, no podemos no ocupar tiempo deseando el bien y pidiendo a Dios por ellos. No se trata del resultado, que está en muy buenas manos y el “milagro” va parejo, sin contradicciones, con la tecnología humana. Se trata de unir el corazón al corazón de los demás que están deseando el bien. Rezar nos compromete y, en lo que ya va bien, nos permite participar!
Eso está diciendo Jesús: podés rezar significa podés participar! Con tu oración sos parte, pertenecés, todo lo bueno que hace el Padre te incluye y cuenta con vos, con tu corazón, con tu buen deseo, con tu amor.

Así pues: podemos rezar, rezar nos hace bien, hace a nuestra dignidad de seres humanos, rezar nos une, nos comunica, nos hace partícipes.

Aquí es importante la figura del Padre que “nos hará justicia en un abrir y cerrar de ojos”. La expresión vale porque pinta tan bien lo que es la vida. ¿Acaso no se nos pasa la vida en un abrir y cerrar de ojos? La experiencia siempre es así: las cosas parece que tardan y, luego, cuando ocurren, parece que todo fue en un abrir y cerrar de ojos. Pues bien, la oración nos permite capitalizar lo que acontece en un instante. Sin la oración el mundo se vuelve inasible, fugaz… Haber rezado nos permite “ver” de manera distendida, lo que Dios hace en el tiempo. Y este ver con fe –haber pedido creyendo y luego agradecer el don- le da consistencia –Vida plena- a nuestro corazón.
La oración nos revela nuestro propio ser de creaturas. El soberbio no reza. El que reza se ubica como humilde creatura y lo deja a Dios ser Dios. Lo de un abrir y cerrar de ojos es una verdad profunda. La vida pasa en un abrir y cerrar de ojos. Y la oración nos da la oportunidad de ponernos del lado del Dios Padre que lleva adelante su plan de salvación. Rezar nos hace ser hombres.

Por eso Jesús nos quiere enseñar que podemos orar siempre, sin descorazonarnos, sin perder ánimo, sin desmayar ni desfallecer.
Jesús nos insta a pedir lo que creemos justo e insistir, como la viuda.
Y nos asegura que el Padre se apresurará a venir en nuestro auxilio.
Recen! Que el Padre escucha! Él está haciendo maravillas y vos podés ser parte con tu oración, como María.

Diego Fares sj

Domingo 28 C 2010

Eucaristizar la vida

Mientras se dirigía a Jerusalén,
Jesús pasaba a través de los confines entre Samaría y Galilea.
Y al entrar él en cierta aldea, le salieron al encuentro diez hombres leprosos,
los cuales se detuvieron a distancia y alzaron la voz diciendo:
«¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»
Luego que los vio, Jesús les dijo:
«Vayan, preséntense ustedes a los sacerdotes.»
Y lo que pasó es que mientras iban quedaron purificados.
Uno de ellos, al ver que estaba sano,
pegó la vuelta glorificando a Dios en voz alta
y cayendo sobre su rostro a los pies de Jesús, le agradecía (eujariston).
Era un samaritano.
Respondiendo Jesús dijo entonces:
«¿Acaso no quedaron limpios los diez?
Los otros nueve, ¿dónde están?
¿No ha habido quién volviera a dar gloria a Dios, sino este extranjero?»
Y agregó:
«Levántate, ve, tu fe te ha salvado» (Lc 17, 11-19).

Contemplación
Agradecer. Eucaristizar la vida.
La contemplación son apuntes para poner el corazón en alto, para elevarlo dando gracias como se hace en la Misa con la Eucaristía…

Pimer apunte: Maravillarnos de que a Jesús, el Maestro, le encante como me hacía notar un amigo, realzar la vida de la gente simple, de la gente común.
El Maestro se complace en darnos lecciones de vida con las reacciones espontáneas de los Samaritanos.
Uno no puede no maravillarse si cae en la cuenta de cómo Jesús vuelve interesantísimo lo que le pasa en el corazón a la gente simple, como este samaritano. El se miró las manos, se sintió curado y pegó la vuelta dando gritos de alegría y alabanza. Fue corriendo a ponerse de rodillas a los pies de Jesús y no dejaba de decir “gracias, Señor, gracias. Bendito sea Dios. Gracias…”.
El evangelio no narra la historia de grandes personajes (Abraham, Moisés, los Profetas…) sino de personas anónimas que al ser tocadas por Jesús se iluminaron en toda su belleza y sacaron a relucir toda la bondad de su corazón.
Y Jesús, el Maestro, se detiene y hace un alto en el camino cada vez que se encuentra con gente así y nos muestra lo que hace la fe, lo que logra el amor.
Así, nos evangeliza haciéndonos caer en la cuenta de lo que acontece en una persona cuando responde de corazón a la gracia.

Segundo apunte: recordatorio de los tres samaritanos
El Buen Samaritano sintió el enternecimiento de la compasión y se dejó llevar por ella: se conmovió, miró bien, se acercó… y de allí vino todo lo demás.

La Samaritana sintió la sed de hablar con el extranjero que estaba sentado en el brocal del Pozo de Jacob, aquel mediodía, y le brotó un manantial de agua viva, ese diálogo con Jesús que no se cortó ya, que se volvió cada vez más profundo e refrescante, más verdadero e iluminador.

El Samaritano curado de su lepra sintió la alegría del agradecimiento, sintió que estaba purificado, que su carne estaba limpia y tirante otra vez, sin las pústulas de la lepra, y le brotó un agradecimiento incontenible y se dejó llevar… Así fue que pegó la vuelta, se olvidó del grupo y del mandato de Jesús, no le importaron los papeles –el certificado de sanidad- ni la vida nueva que le esperaba, sino que sintió que sólo quería dar gracias en alta voz al cielo y estar de rodillas a los pies de Jesús.

Tercer apunte: un evangelio que se puede encontrar a la vuelta de la esquina
Jesús aprovecha para evangelizar, no con un evangelio que viene de arriba, de una super ley que costaría comprender, sino con un evangelio que viene de al lado nuestro, de esas reacciones espontáneas de la gente común, que le hace caso a su corazón. Jesús hace un evangelio del agradecimiento conmovedor del leproso curado. No importa lo que le pasó sino lo que hizo con lo que le pasó, cómo reaccionó él. Le pasó lo mismo que a los otros nueve, pero él reaccionó con agradecimiento y se dejó llevar por el impulso de su corazón.
Jesús bendice esta corazonada, este afecto, este sentimiento, esta pasión … Jesús bendice el desborde y la alegría, el “bendito sea Dios”.

Apunte para ir mejor a misa, apunte para eucaristizar la vida.
La palabra “gracias” se apoderó del corazón del Samaritano y una liturgia comenzó a armarse en todos sus gestos, palabras y acciones.
Entonces, hacemos un alto aquí en nuestra contemplación y apuntamos lo siguiente: el Samaritano agradecido nos enseña a vivir la Eucaristía. A ir a misa, para ser más claros.

Hay misa cuando la palabra Gracias se apodera de nuestro corazón.
La misa como tal es la Palabra Gracias, Padre, que se apodera del Corazón de Jesús y lo mueve a hacer todo lo demás.

Nosotros participamos de la misa cuando dejamos que se instale la Palabra Gracias, Padre, en el centro de nuestro corazón. Gracias como preludio de nuestras acciones; gracias como coronación de lo realizado.

La misa comienza a distancia.
Jesús está siempre en camino hacia Jerusalen y pasa por los confines de nuestra vida pagana actual –Galilea y Samaría- y entra en nuestra aldea.
La misa comienza cuando sentimos la lepra de esta cultura pegajosa y pudridora que nos enferma y, a distancia, vemos a Jesús como una fuente de agua limpia a la que nos gustaría acceder.
La misa comienza cuando le decimos al Señor, desde algún lugar distante, pero cercanos en el corazón: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”.
Siempre es lindo sentir cómo los más alejados de la sociedad lo llamaban “Jesús” al Señor. Esa confianza que sentían apenas lo veían de lejos. Esa intuición que tienen los pequeños de que con Jesús todo está bien.

La lectura de la Palabra nos “purifica” de nuestros pecados: “Ustedes están limpios gracias a la Palabra que les he anunciado” (Jn 15,3).

Y al tomar conciencia de esta Palabra, que nos limpia al instante de recibirla, se nos eucaristiza el corazón: entonces la misa se vuelve vida porque sentimos un Gracias que se posa sobre nuestro ánimo y comienza a generar sentimientos auténticos, que nos ubican en nuestro verdadero ser de hijos, de creaturas. Podemos rezar entonces el Padre nuestro y bendecir y glorificar al Padre que nos libra de todo mal y nos perdona y alimenta.

Comulgar con el Gracias de Jesús transforma nuestro gracias en un Gracias perfecto.
Necesitamos ayuda para dar gracias por tanto bien recibido. No solo para ser perdonados necesitamos a Jesús sino, más que todo, para dar un Gracias que esté a la altura del Padre.
El Magníficat de María es la mejor expresión de este “eucaristizar” la vida. Ella desde la pureza conservada intacta, el samaritano desde la impureza sufrida y sanada, ambos nos enseñan a glorificar a Dios que nos ha mirado con bondad en nuestra pequeñez. Y así, con esta consolación del corazón, salir a transfigurar la vida cotidiana, tocándola con manos que bendicen porque se saben bendecidas.
La acción necesita el preludio de la Eucaristía, ese Gracias que, antes de emprender cualquier trabajo, nos hace sentir el don de la vida y de la misión que el Señor nos encomienda.
Y una vez realizada la tarea, se completa con un gracias que es corona: bendición y ofrecimiento de todo que se confía en las manos del Padre para que lo haga fructificar.
Agradecer. Eucaristizar. Lo que hace el sacerdote en la Misa: tomar el pan, dar gracias, bendecir, partirlo y repartirlo, dando gloria a Dios Padre Omnipotente, por Cristo, con Él y en Él, eso tenemos que hacer, como pueblo sacerdotal, en todas las cosas de la vida.
Diego Fares sj

Domingo 27 C 2010

Parábolas para aumentar la fe

Los apóstoles le dijeron al Señor:
– Auméntanos la fe.
El respondió:
-Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un granito de mostaza, dirían a esa morera que está ahí: Erradícate y trasplántate en el mar, y les obedecería.

¿Quién de ustedes si tiene un servidor para arar o cuidar el ganado, cuando este regresa del campo, le dice: Ven pronto y siéntate a la mesa?
¿No le dirá más bien: Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después?
¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó?
Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les ordenó, digan:
Somos servidores inútiles, sólo hemos hecho lo que debíamos hacer (Lc 17, 5-10).

Contemplación
Escuchemos bien el pasaje tratando de comprender lo que se dice: ¡Auméntanos la fe!
Esta expresión nos lleva directamente al corazón de los discípulos. Es una expresión de deseos y podemos simpatizar con ella, sentir que a nosotros nos pasa lo mismo. Hay situaciones en las que uno dice “esto es demasiado”. Y allí, si uno no se mira a sí mismo sino que alza el corazón a Jesús, puede brotar esta petición: Señor, aumenta mi fe.
Uno mira a los santos, cómo sentían en las dificultades, y piensa: evidentemente ellos tenían más fe. Este pedido tan lindo suele atraer una tentación de desilusión. Como si luego de pedir bien nos sobreviniera un pensamiento que nos roba algo: “está bien pedir un aumento de fe, pero la fe es un don, si no me la has dado ya…”. O también: “para pedir más fe hace falta fe”. “Ya sé que si no dudara… pero…”.
….
Los “peros” de la fe. Las dudas, las cavilaciones… Parásitos de la gracia que nos garronean.
En cambio ¡qué lindo es cuando uno cree y basta!, cuando uno se larga confiado. Ese momento en el que uno salta de la barca y se pone a caminar sobre el agua. Pero luego sobreviene el temor, las razones en contra…
No importa: “Poca fe”, dice cariñosamente el Señor. “¿Por qué dudaste?”.

“Aumenta nuestra fe” es siempre una buena fórmula, una buena oración.
Queremos decirle al Señor: Señor Jesús, te necesitamos. Ensanchanos el corazón, amplía nuestra mirada, fortalecenos en el obrar de cada día…
Tener fe es lo que más anhelamos. Quisiéramos confiar totalmente en vos. “Descargar en vos todas, absolutamente todas nuestras preocupaciones” como decía San Claudio de la Colombière.
¡Qué más quisiéramos que abandonarnos totalmente en vos y salir de nuestro mar de angustias, de nuestros cabildeos y pusilanimidades!. ¡Auméntanos la fe! Queremos creer, queremos confiar, queremos parar de pensar cosas que nos angustian y descansar en la roca de la fe, en la serenidad sufrida de tu amor. Queremos decir con Pablo: “quién podrá apartarnos del amor de Cristo”. Queremos decir: “Sé en Quién me he confiado”. Queremos exclamar como el papá de aquel chico enfermo: “Creo, Señor, pero aumenta mi fe”.

Pues bien, a esta oración tan auténticamente humana, a esta oración que expresa tan bien lo que pasa en nuestros corazones, el Señor responde con tres parábolas cortas y de gran impacto. Son para mí como la síntesis de tres parábolas y tienen una eficacia irresistible, de manera tal que si uno “tiene oídos y las quiere escuchar”, si uno las “escucha y las comprende”, si uno “las comprende y les hace caso y se pone manos a la obra”, le regalan el fruto maduro de un aumento instantáneo de su fe.

La primera “parábola” es la del grano de mostaza. Escuchemos a Jesús cómo “resume” la parábola del granito de mostaza y la pone en acción:
“Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un granito de mostaza,
dirían a esa morera que está ahí:
Erradícate y trasplántate en el mar,
y les obedecería”.
En la parábola para ejemplificar cómo son las cosas en el Reino de los Cielos, la imagen del granito de mostaza invita a “tener paciencia”: el reino comienza siendo lo más pequeño y luego, con el tiempo, tiene un crecimiento desmesurado. Aquí, en cambio, Jesús pone un ejemplo de poder y de eficacia desmedidos que se dan en el acto y para ello basta una fe pequeñísima como un granito de mostaza.
¿Responde el Señor con esto al pedido de aumento de fe?
Sí. Responde aumentando “la idea” que ellos tienen de la fe. Les dice: miren que la fe es “siempre más grande” que ella misma, como que se autopotencia. La fe es una realidad viva, es una semilla que está creciendo por sí misma y pueden “usar” su fuerza desde el primer instante. Es eficaz desde el comienzo. Aunque sea pequeñita, tiene ya el árbol entero en su pequeñez de semilla.
Jesús les hace maravillarse de lo que significa “haber recibido ya la fe”, les hace confiar en el poder de esa semillita que Él ya les ha dado.
Tengan fe en la fe misma, les está diciendo.
Confíen en la fe que les he dado Yo. Como un talento, ejercítenla. Hagan actos de fe –Creo en Jesucristo, mi Dios y Señor-.

Y cómo se hace un acto de fe?
Es como ordenar a una higuera que se desarraigue y que se transplante en el mar.
¿Qué quiere decir con esta imagen?. Está diciendo: “Confíen en que algo que está arraigado en la tierra, por el poder de Dios se pueda transplantar y puede arraigar en el mar. Es una imagen, una manera de decir algo, de orientar nuestra mirada en la dirección de la fe. Nosotros “vemos” las cosas “arraigadas”, situadas, con una historia, como parte de un proceso… Desconfiamos (aunque nos encante) de lo “instantáneo”, de lo “mágico”…
Con esta imagen de desarraigo de la tierra y de arraigo en el mar, el Señor apunta a la naturaleza misteriosa de las cosas: las cosas están arraigadas en la tierra, es verdad, pero más hondo están arraigadas en su Creador. Y él puede hacer que, arraigadas en Él (en la fe), puedan luego arraigar en “lugares imposibles”. La santidad de infinito número de hermanos nuestros lo demuestra. Para el que no crea, basta ver cómo “arraigan nuestras obras de caridad” allí donde menos se lo espera. ¿Dónde si no en la fe están arraigadas nuestras Casas de la Bondad y nuestros Hogares y Hospederías?
Así, la primera parábola aumenta la fe instantáneamente al que la pone en práctica y “manda las cosas a que –arraigadas en la fe- arraiguen en lugares imposibles”. Y las cosas obedecen! Y la mirada misma de uno cambia al darse cuenta de que apeló a un arraigo que no se ve pero que es verdaderísimo. Uno le dijo a algo o a alguien: vos estás arraigado en Dios y harás lo que él quiera. Y yo estoy tranquilo con eso. Vivo confiando en ese arraigo. La fe es un mandato irresistible que podemos hacer a toda realidad apelando a su arraigo más hondo: (Como sé que estás arraigada en tu Creador y Señor, te mando que te arraigues en el mar (allí donde sólo en Dios podrás echar raíz porque el mar no te dará lo que necesitas).

La segunda parábola va muy unida a la tercera, pero se pueden distinguir para provecho de la fe. Es una parábola en la que Jesús está mostrando el contraste entre los patrones humanos y Él como Señor y Servidor nuestro. Dice así:
“¿Quién de ustedes si tiene un servidor para arar o cuidar el ganado, cuando este regresa del campo, le dice:
Ven pronto y siéntate a la mesa?
¿No le dirá más bien:
Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme
hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después?
¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor
porque hizo lo que se le mandó?”
El “quién de ustedes” es una frase única de Jesús. Es como decir “¿Se pueden imaginar que un amo sirva a su criado y le agradezca por cumplir con su tarea?
Jesús les hace caer en la cuenta (nos hace caer en la cuenta) de quién es Él en quien confiamos. La frase nos recuerda el lavatorio de los pies y la promesa de servirnos a la mesa en el cielo. Nos hace ver que la fe es arraigar en Alguien como Él, en Jesús, el que dio la vida por nosotros, el que se juega por servirnos y perdonarnos, el que nos llama a colaborar con él en el trabajo apostólico. Así como antes agrandó la idea de la fe misma, eficaz en su pequeñez, ahora agranda la imagen y el valor de su Persona. No existe un patroncito igual a Él en esta tierra. La fe no es sólo mirar la tarea que nos encomienda sino mirarlo a Él y desear servirlo y adorarlo luego de cumplir con la tarea. Al que practica esto, al que después de laburar por el Reino se pone a disposición de Jesús para lo que Él mande en la oración, el Señor lo hace descansar, le sirve la Eucaristía, le lava los pies, le perdona los pecados, lo alimenta con su Palabra y le ayuda a gozar en la fe contemplando las obras buenas realizadas en conjunto, según el designio del Padre.

La última parábola apunta a “aumentar la fe” empequeñeciéndonos a nosotros mismos. O poniéndonos en nuestro lugar, simplemente. Jesús nos da la frase justa, la que disipa las dudas y consolida la fe:
“Así también ustedes,
cuando hayan hecho todo lo que se les ordenó, digan:
Somos servidores inútiles,
sólo hemos hecho lo que debíamos hacer”.
El trabajo bien hecho dignifica porque tiene su valor en sí mismo. Al hacer lo que debemos encontramos nuestra medida y eso hace que nos sintamos plenos en nuestro límite y pequeñez. Al hacer bien el bien caemos en la cuenta de que lo cotidiano es milagro. Una señal es que uno puede decir sinceramente: la obra requería ser hecha bien y al hacerla no he hecho más que cumplir con lo debido. Al hacer las cosas bien uno siente que poder hacerlas fue un don, que uno “colaboró” y que ver las cosas bien hechas es suficiente premio.
Decir “no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber” nos arraiga en Dios y nos aumenta la fe. La vida nos regala una secreta plenitud cuando cumplimos de corazón con nuestro deber, sin reclamar nada externo a la tarea misma.
Diego Fares sj