Domingo 26 C 2010

Nombrar a Lázaro

Jesús dijo a los fariseos:
‘Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día banqueteaba espléndidamente.
En cambio un pobre de nombre Lázaro yacía a su puerta lleno de llagas y ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; pero hasta los perros venían y lamían sus úlceras.
Sucedió que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham.
Murió también el rico y fue sepultado.
En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó:
– Padre Abraham, apiádate de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan.
– Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento. Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran caos (abismo). De manera que los que quieren pasar de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí.
El rico contestó:
– Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento.
Abraham respondió:
– Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen.
– No, padre Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán.
Pero Abraham respondió:
– Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán’” (Lc 16, 19-31).

Contemplación

Lo que más me conmovió del evangelio de hoy es que Jesús le pone nombre a Lázaro. Estuve rezando estos días con lo del nombre y esta mañana, recién, caí en la cuenta de que el de Lázaro es el único nombre propio de todas las parábolas de Jesús. Les pegué una revisada y siempre son un sembrador, un pastor, un padre de familias, un rey, un administrador, una mujer, diez jóvenes… Después, por supuesto, miré en internet y la consolación de “descubrir algo nuevo para mí en el evangelio” se cayó un poco al ver que es un tema resabido y discutido. Hay todo tipo de opiniones sobre los ricos, el infierno, las parábolas y los nombres… Este detalle “especial” hasta se utiliza para decir que ésta no es una parábola porque “ninguna otra parábola utiliza nombres propios”.
Pero como yo entré a la oración por otro lado, gustando el evangelio mismo, sintiendo que era lindo que el pobre no sólo tuviera nombre sino que su crónica celestial fuera detallada, que tuviera valor su persona y su historia, el mar de opiniones de todo tipo de internet me volvió a la consolación que sólo el evangelio puede dar cuando lo leemos con la sed de la fe.
¿Por dónde comencé a “sentir y gustar” una pequeña palabra del Evangelio que me llamó la atención? Comencé por el nombre de Lázaro y pasé a los nombres de las personas que recibimos en el Hogar, el nombre de los que duermen en los umbrales de nuestros edificios. Lázaro…

La contemplación de ayer comenzaba así:

¡Los nombres! El nombre de las personas que duermen en los umbrales de los edificios, en la calle. Su nombre es Lázaro –Dios lo ayudó-. Sólo Lázaro, que es nombre y apellido: Ayudado de Dios, sólo por Dios. Y en este caso, por nadie más, ya que el rico, cuyo nombre propio pasó a ser el Rico Comilón (Epulón viene de la traducción latina que dice que el rico “banqueteaba –epulabatur- espléndidamente todos los días), es el prototipo del anti-Samaritano porque no lo vió ni lo ayudó nunca, ni con las miguitas que caían de su mesa.

Y del nombre de Lázaro pasé a contemplar a todos los Lázaros que acuden al Hogar, incontable número de gente que vemos pasar día a día a lo largo de estos 28 años del Comedor y 20 de la Obra…. Recordaba así…:

Un día, luego de algunos años en el Hogar, revisando las fichas y las bases de datos, me empezó a obsesionar lo de los nombres. Las fichas no me traían las caras y a los rostros conocidos no les podía poner nombres, sacando algunos. Son tantos los que pasan por el Hogar –más de dos mil personas han sido nuestros huéspedes-, y los comensales cinco veces más.
Siempre tuve el recuerdo lindo de muchos Hermanos Maristas, que se acordaban de nuestros nombres y sabían además el de nuestros familiares. Éramos más de mil alumnos y todos los años se incorporaban cien nuevos, y ellos nos conocían a todos por el nuestro nombre…
También recuerdo la memoria prodigiosa del Padre Brusa, nuestro confesor jesuita, que te recibía diciendo “qué pecados tiene este angelito” y apenas uno le soltaba dos o tres pecaditos ya te absolvía y te despachaba con un “dale saludos a tu Papá Raimundo y a María Olga y a tu Tía Coca…
De allí me quedó lo de tratar de aprender los nombres de los alumnos, cosa que con los años se va volviendo la caricatura épica de José Arcadio Buendía que en Cien años de soledad, para enfrentar la peste del insomnio que les hace olvidarse del nombre de las cosas, comienza a etiquetar los objetos con cartelitos –esto es una vaca, esto es un cartel para reconocer una vaca…-.
Con los alumnos más o menos funciona mientras duran las clases y se sientan en el mismo lugar. En el Hogar es prácticamente imposible. Con las fotos digitales ahora se pueden ver todas juntas sin tener que ir a cada ficha, pero ya son más de 600 las fotos y aunque las repaso cada tanto, los nombres se escapan de la memoria, desaparecen como desapareció Pedrito…
A Pedrito Báez le conocíamos el nombre y el apellido y hasta el documento, y sin embargo no lo hemos podido encontrar ni con el COP (el centro de orientación de las personas de la Federal), ni en el Hospital Ramos Mejía. Nuestros Lázaros entran en las guardias como NN y desaparecen. No bastó revisar todos los NN de los últimos dos meses ni recorrer las salas de Clínica Médica. Lo mismo que pasó con Juancito y con tantos otros… Cuando tenemos el nombre desaparecen las personas.
Y de los que están siempre y recuerdo bien los ojos y el tono de voz porque nos hicimos más amigos –cada uno tenemos un puñadito de Lázaros con los que establecemos un vínculo más cercano, por simpatía, por oportunidades de charlar que se dan…-, de esos cuyo nombre se me quedó grabado, se me escapa su historia… Hoy venía con el abuelo Vicente y me decía que tiene 88 años, y que en su Chaco “hay gente que pasan los 104 y tiran todavía y hasta andan a caballo!”. Y le preguntaba si tenía hijos y me decía que sí, que hasta bisnietos tenía… Pero allí se cerró el diálogo y la pregunta de si no los visitaba se enredó en algunas sonrisas y cambios de tema. Como que de eso no quería hablar mucho… Y ya cruzamos la calle y cada uno se fue a lo suyo.

Por eso es tan lindo el evangelio de hoy.
Porque no hace sentir que nuestro Dios es un Dios que nos nombra por nuestro nombre. Para eso sí lo necesitamos, para que nos ponga Nombre, no para otras cosas. Y nos consuela saber que hay Alguien que conoce por su nombre a todos, especialmente a los NN.
Esto de que nos conozcan por el nombre es otra manera de decir que tenemos Padre.
Y entonces, cuando nos encontramos con que Jesús ya había previsto esto, nuestra angustia al sentir que vivimos rodeados de gente anónima,
nuestra limitación de transitar por un mundo de personas valiosísimas de las que no sabemos casi nada,
la nostalgia al entrever la riqueza de cada historia que se nos escapa,
al sentir, digo, que Jesús previó esto, tan humano -nuestra sed de nombres, de nombrar y ser nombrados-, experimentamos la alegría de que ya salvó la cosa, revelándonos con este simple detalle del nombre de Lázaro –único en todo el Evangelio-, que en el corazón de Dios todos, y especialmente los más desamparados, tenemos Nombre propio.

Yo no sé hebreo, pero me gustó una etimología que dice que Lázaro viene de Eleazar y significa “Dios lo ayudó”. Me gustó porque es un nombre que entra en comunión con el de Jesús, que significa “Dios salva”.

Es como si dijéramos que el pobre se llama “Salvado” y Jesús “Salvador”.
¡Es lindo tener un nombre hecho a medida para el nombre de otro que nos ama!

Lázaro es un buen segundo nombre para ponerle a todos los que nos encontramos por el camino o están a la puerta de nuestra casa mientras tratamos de aprender su primer nombre.
En realidad “Ayudado por Dios” es un lindo nombre para ponernos todos. Lázaro somos todos, podemos decir con verdad y gozo. Para Jesús todos somos Lázaro.
Y recordemos que Lázaro no es sólo el nombre del mendigo sino también el de uno de sus mejores amigos.
“Dios me ayudó”.
Si me animo a rebautizarme así, seguro que empiezo a mirar con otros ojos a los demás, a esos que nadie ayuda
y que, por ahí, si yo les ayudo un poquito, vuelven a confiar en que Dios sí los ayuda, siempre.
Por ahí con mi ayuda –si les hago un poquito de Jesús-, recuperan su propio nombre y se animan a llamarse “Lázaro”. Un poquito Lázaros, al comienzo, cosa de compartir las miguitas que caen de la mesa… Y luego Lázaros a tiempo pleno, resucitados, como el amigo por quien Jesús lloró, el hermano de sus amigas Marta y María.
La parábola del pobre Lázaro quiere llamarnos la atención acerca de que los pobres tienen nombre.
Su nombre es “Dios me ayuda”.
Y si nosotros sabemos mirar a la gente a los ojos, si estamos atentos mientras transitamos por la calle y por la vida, podemos sumarnos a este trabajo lindo de Dios, cuya providencia cuida de todos sus hijos.
Haber ayudado a alguien que se llama “Dios me ayudó” tiene su premio: nos hace ser un poquito como su Padre del Cielo aquí en la tierra.
Cuando vayamos al cielo a que el Señor nos juzgue con su justo amor, quizás antes de entrar, en el umbral de la puerta, nos encontremos con Lázaro (porque imagino que a muchos les pasará como me decía uno que a él “no le gustaba dormir encerrado sino que prefería el aire libre”), y nos dirá como siempre me dice Coco cuando le doy unas monedas: gracias, padre, porque vos siempre te acordás. Coco casi no ve y se admira de que otro lo vea y cruce la calle para saludarlo. Y yo que veo, cuando pasó pienso “cómo no lo voy a ver” si es Lázaro, al que Dios lo ayuda y a mí me permite darle una manito y sentirlo amigo por lo que es, más allá de lo que vamos tratando de hacer.

Diego Fares sj

Domingo 25 C 2010

Alabanzas al cambio de tono en el trato con los demás

Jesús decía a los discípulos:
«Había un hombre rico que tenía un administrador (oikonomo),
al cual difamaron de que malgastaba sus haberes.
Lo llamó y le dijo: «¿Que es esto que oigo de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no podrás administrar más.»
El administrador pensó entonces para sí:
«¿Qué voy a hacer ahora que mi señor saca la administración de mi responsabilidad? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza. ¡Ya sé lo que voy a hacer para que, al dejar la administración de la casa de mi señor, haya quienes me reciban en su casa (oikous)!»
Llamó uno por uno a los deudores de su señor y preguntó al primero:
«¿Cuánto debes a mi señor?».
«Veinte barriles de aceite», le respondió.
El administrador le dijo:
«Toma tu recibo, siéntate en seguida, y anota diez.»
Después preguntó a otro:
«Y tú, ¿cuánto debes?».
«Cuatrocientos quintales de trigo», le respondió.
El administrador le dijo:
«Toma tu recibo y anota trescientos.»
Y el Señor alabó a este “administrador de injusticia”, porque obró prudentemente.
* Porque los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los demás que los hijos de la luz. Pero yo les digo: Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas.
* El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho, y el que es deshonesto en lo poco, también es deshonesto en lo mucho. Si ustedes no son fieles en el uso del dinero injusto, ¿quién les confiará el verdadero bien? Y si no son fieles con lo ajeno, ¿quién les confiará lo que les pertenece a ustedes?
* Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero.» (Lc 16, 1-13).

Contemplación
Inmediatamente después de las parábolas de la misericordia, Jesús cuenta la parábola del administrador astuto y alaba su “viveza criolla”. Se trata de esas situaciones en las que la rapidez del estafador, su decisión y su habilidad para zafar y caer parado causan admiración. Uno dice: “si esas cualidades se utilizaran para una causa justa, cuánto bien se haría”.
La parábola es de las más comentadas del evangelio. En la redacción misma, las tres moralejas finales son como notas que el mismo Lucas recoge, se ve, de distintas “predicaciones”. La alabanza de Jesús puede orientarse a “ganar amigos haciendo limosna con lo mal habido”, a ser “fieles con lo que administramos, sabiendo que no somos dueños” y a descartar de plano que se pueda “servir a Dios y al Dinero”.

Centramos la mirada en la alabanza del Señor (Jesús se identifica con el señor de la parábola) y vamos a la esencia de la manera de obrar del administrador. ¿Cuál fue su viveza, su “prudencia”? Me parece que su viveza no estuvo tanto en el manejo de los números sino en el cambio de trato, porque si hubiera humillado a los deudores, aunque la rebaja fuera sustancial, no los habría ganado como amigos.
Hay que tener en cuenta el contexto en el que se mueve la parábola. Llama la atención la palabra “casa” (oikos), que está ligada a “economía”. El administrador quiere ganarse el corazón de los deudores de su amo para que lo reciban en sus casas. La economía es administración de la casa. Los haberes de aquella época no eran billetes o cheques, sino “barriles de aceite”, “quintales de trigo”…, cosas concretas. Lo que quiero decir es que estamos en un mundo más casero que el nuestro. La administración de los bienes está ligada a las cosas y a la gente. La rebaja no es en dinero sino en “barriles” y “bolsas”: cincuenta barriles menos… Las posibilidades de ganarse la vida si no es administrando pasan a ser las de un simple obrero que cava pozos o las de uno que mendiga. Los deudores del amo son gente vecina y los pagarés tienen valor por la palabra dada (se pueden reescribir, tachar y cambiar). Estamos en el mundo de las relaciones humanas, no de la economía abstracta. Y aquí, en ese regateo cotidiano propio del manejo de las cosas en el trabajo, el Señor alaba la actitud de privilegiar las personas a las cosas. En el mano a mano, el administrador que antes ponía distancia para meter cosas en su bolsillo, ahora lo que trata de manotear sagazmente no son cosas sino la buena voluntad de los deudores de su amo. Se da cuenta de que en el manejo de los bienes había fallado al no ganarse el corazón y la confianza de su patrón. Y por eso, dando ya por perdida esa confianza, busca ganarse la de otros para que lo reciban en sus casas.
Creo que el sentido hondo de la alabanza del Señor hay que buscarlo por el lado de lo personal, del “trato con los semejantes”. Jesús lo expresa bien claro cuando dice: Los hijos de este siglo son más sagaces que los hijos de la luz en el trato con sus semejantes”
Las cosas en juego son “injustas”. La parábola no va por el lado del manejo objetivo. Es tan injusto robar para sí como robar para otro. Lo que el Señor alaba es el cambio decidido en la actitud del administrador. Lo imaginamos como un tipo duro e inflexible a la hora de negociar cosas, poniendo su fuerza en someter al otro para sacar ventaja y de golpe lo vemos magnánimo: poné cincuenta en vez de cien, poné ochenta… Su política ahora es “no importa lo que pongas, lo importante es que somos amigos”. Este cambio de política, interesado por cierto, es lo que Jesús quiere marcar para que nos avivemos nosotros, sus administradores. La parábola tiene que producir un shock. Cómo puede ser que éste tipo cambie así de política de un momento para otro y yo sea incapaz de flexibilizarme en la misericordia y la caridad. Cómo puede ser que los políticos y los comerciantes tengan mejor trato con sus clientes que yo con mis hermanos. Cómo puede ser que por conveniencia económica otros traten al prójimo como persona y yo, bajo el pretexto de que administro los bienes del reino, trate mal, no perdone una, desprecie, me haga el ofendido…
El cambio que Jesús quiere es el que consagra en el Padrenuestro: que pasemos de ser “cobradores de deudas” a “perdonadores de deudas”.
– ¿Cuánto debes a mi amo?
– Cien barriles de aceite.
– Tomá tu factura, sentate ahora mismo y escribí: cincuenta.
Podemos imaginar las caras de los deudores. El que antes los exprimía hasta el último centavo, ahora se muestra generoso y magnánimo. El que les explicaba sus obligaciones, ahora les pregunta. El que los hacía permanecer de pie, ahora los hace sentar.
Cómo cambia el tono del que negocia cuando sabe que depende de la buena voluntad del otro.
Esto es lo que desea Jesús: despertarnos para que nos demos cuenta de quiénes somos nosotros (administradores que no han administrado del todo bien y que tienen que rendir cuentas al amo) y quién es el prójimo (hermanos nuestros a quienes podemos perdonar sus deudas para que también nos perdonen a nosotros).
Esta situación de fondo es la propia del ser humano: somos seres indigentes, hemos recibido todo y se nos ha dado más de lo que merecemos y a la hora de dar cuentas es más lo que debemos que lo que podemos reivindicar. En esta situación, lo que el Señor quiere es que nos demos cuenta de que tenemos que cambiar el trato con los demás. El Señor quiere un cambio de tono en nosotros, un modo de tratar distinto. No somos dueños ni estamos en una posición de privilegio desde la que podríamos darnos el lujo de despreciar y maltratar a los demás. Estamos en situación de riesgo: debemos mucho, tenemos que dar cuenta a Dios de tanto bien recibido, dependemos de la bondad de los demás, especialmente de los más pobres, para que nos reciban en las moradas del cielo.
Diego Fares sj

Exaltación de la Santa Cruz

“Hacé silencio…”

Jesús dijo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo,
el Hijo del hombre que está en el cielo.
De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto,
también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto,
para que todos los que creen en él tengan vida eterna.
Sí, tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único
para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por él” (Juan 3, 13-17).

Contemplación
“La exaltación de la Cruz” requiere que busquemos algunos puntos de referencia para poder contemplarla bien.

El Cardenal Martini (“El evangelio de San Juan, Meditación 12ª) dice que esto de ver la Cruz como lugar de exaltación es un tema propio de Juan. La imagen que está detrás es la de la un rey que sube a su trono. Existe, sin embargo, una gran diferencia:
“Mientras que el rey humano elevado al trono domina imponiéndose, Jesús elevado en la cruz domina atrayendo.
“Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré todos a mí” (Jn 12, 32).

Jesús exaltado en la cruz atrae silenciosamente.
Atrae su figura más que mil palabras.
Y en esta fiesta es lindo que nos dejemos atraer por la Cruz del Señor.

Podemos quedarnos contemplando en silencio alguna imagen de la cruz que nos atraiga. Alguna imagen ante la cual apliquemos el oído de nuestro corazón y lo abramos a la fe:
“Es necesario que sea levantado el Hijo del hombre
para que todo el que crea en él tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15).

Dejémonos atraer por este Jesús entregado en las manos amorosas del Padre con abandono y obediencia filial:
“Cuando levanten al Hijo el hombre, entonces conocerán que Yo soy y que no hago nada por mí mismo”.

Jesús lo hace todo por el Padre. Por eso abraza su Cruz cuando le llega su Hora, cuando está seguro que desde esa Cruz el Padre atraerá a todos a la salvación. Atraer a Jesús es propio del Padre y de la Cruz. “Nadie viene a mí si el Padre no lo atrae”, dice Jesús.
Los evangelios nos muestran un silencioso fluir hacia la cruz del Pueblo de la Nueva Alianza:
“Había también unas mujeres mirando desde lejos, entre ellas, María Magdalena, María la madre de Santiago el menor y de Joset, y Salomé, que le seguían y le servían cuando estaba en Galilea, y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén” (Mc 15, 40).
Nos unimos a esa pequeña multitud que se va incrementando a lo largo de los siglos, la multitud de los que se dejan atraer por la Cruz, la multitud de hombres y mujeres que miran allí a su Salvador, que se dejan purificar por él, que bendicen la cruz y le unen la suya, que la exaltan y la abrazan de corazón…

Una característica del estilo de Juan en su evangelio es que narra de tal manera las cosas que uno ve cómo se compenetran entre sí diversos planos:
en los gestos más humanos de Jesús se refleja el misterio Trinitario más hondo: el estar allí abandonado en la Cruz como el más pobrecito de los hombres sufrientes, es quizás la imagen más visible de su estar en la Intimidad del Padre.
También se juntan –sin confundirse- los tiempos: el momento preciso en que el Señor entrega su Espíritu al derramar sangre y agua de su Corazón abierto por la lanza, es un momento que se vuelve presente en cada Eucaristía, en cada Bautismo, en cada Confirmación.

En la Cruz se compenetran también lo más alto con lo más interior.
Exaltación de la Cruz es igual a interiorización de la Santa Cruz.
Cuánto más violentamente es “expuesto” el Señor y “sacado de sí”, más dentro de sí está, más en el Padre y más en nosotros, que lo contemplamos con fe.

Por eso, para nosotros, exaltar la cruz,
ponerla en lo más alto, no significa alejarla;
elevarla es dejarla pesar en el centro más íntimo
de nuestro corazón, con su peso de amor,
de manera tal que comencemos
a gravitar en torno a ella,
esperanza única, árbol de la vida, fuente de la salvación.

Exaltar la cruz es abrazarla hasta sentirla nuestra.
De modo tal que queramos y deseemos
estar con Jesús allí donde él está por mí.

Exaltar la cruz es bendecirla y adorarla,
estrecharla contra nuestro pecho,
besarla en silencio.

El silencio es el ámbito propio de la Cruz.
La cruz es locuaz en el silencio que irradia:
la cruz nos habla con su Palabra de amor que calla
y nos llega al corazón.

La cruz nos habla porque en ella está el Fruto,
la cruz nos habla como un árbol: por sus frutos,
en el silencio con que nos entrega su Fruto.
Todas las gracias provienen de allí.
Puede ser lindo rezar la oración de los frutos de la Madre Teresa contemplando al Fruto bendito de la Cruz:

“El Fruto del silencio es la oración,
El Fruto de la oración es la fe,
El Fruto de la fe es el amor,
El Fruto del amor es el servicio,
El Fruto del servicio es la Paz.”

Comenzando por el fruto del Silencio, pedimos la gracia de alcanzar el fruto de la Paz.

En una charla del Padre Rossi sobre la Madre Teresa, por Radio María, llamó una mujer y contó una experiencia que tuvo cuando fue a trabajar un tiempo de voluntaria a Calcuta. Contaba que fue tal el impacto que le produjo ver la miseria y el sufrimiento humano (ver la cruz), que los primeros días trabajaba y trabajaba sin parar, haciendo todo lo que le pedían. Y cómo en un momento una monja se le acercó y le dijo con cariño al oído, en inglés: “(be) silent…, (be) silent… –haga silencio…, haga silencio…”-. “Pero si estoy callada”, respondió ella. Y apenas respondió así, se dio cuenta de que estaba tratando de tapar el dolor con palabras, con los ruidos de su angustia. Entonces comenzó a silenciar esas voces interioriores hasta que pudo “mirar en silencio” lo que la rodeaba y en ese silencio –decía- pudo ver a Jesús, el rostro de Jesús en las personas a las que servía.

Pedimos a la Virgen la gracia de hacer silencio ante la cruz.
Dejamos que nuestro silencio se eleve hasta ella
y vuelva de ella a nuestro interior.
Viendo a Jesús puesto en Cruz
por nosotros
se acallan nuestras ansias
se silencian nuestros gritos de miedo.
La única palabra que brota de la Cruz es el amor que Jesús nos tiene,
amor del que nada ni nadie nos podrá separar.
Diego Fares sj

Domingo 24 C 2010

Como un catalejo con forma de corazón…

Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre acepta a los pecadores y come con ellos (tiene expectativas para con ellos).» Jesús les dijo entonces esta parábola:
«Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros gozoso, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: «Alégrense conmigo, porque encontré mi oveja perdida.»
Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que cambia su manera de pensar y sus propósitos, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.»
Y les dijo también:
«Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice:
«Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que había perdido.» Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que cambia su manera de pensar y sus propósitos.»
Jesús dijo también:
«Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre:
«Padre, dame la parte de herencia que me corresponde.»
Y el padre les repartió sus bienes.
Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces entrando en sí recapacitó y dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.» Entonces partió y volvió a la casa de su padre.
Cuando todavía estaba muy lejos lo vió su padre y se compadeció entrañablemente y corriendo hacia él se le echó al cuello y lo abrazó y lo besó.
El joven le dijo:
«Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo.»
Pero el padre dijo a sus servidores:
«Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado.»
Y comenzó la fiesta.
El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso.
El le respondió:
«Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo.»
El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió:
«Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!».
Pero el padre le dijo: «Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado»» (Lc 15, 1-32).

Contemplación

El dibujito de Fano nos muestra al Padre en el preciso instante en que sale corriendo –volando, más bien- al encuentro de su hijo que vuelve.
Las palabras de Lucas no tienen desperdicio: cada una es camino real para entrar en el abismo de la Misericordia del Padre: “Cuando todavía estaba muy lejos, dice Lucas, lo vió su padre y se compadeció entrañablemente y corriendo hacia él se le echó al cuello y lo abrazó y lo besó”.
El dibujo tiene dos polos entre los cuales se tiende el puente de la misericordia dibujada como un catalejo con forma de corazón!
El dinamismo del Padre atrapa primero la mirada: es un Padre misericordioso y alegre, con los pies en el aire y la sonrisa radiante, que salta para ir al encuentro con su hijo. Le va dar un flor de abrazo, nos dice Lucas, y usa el verbo “epepesen”, que significa “caerle encima a alguien”. Es un tomar al otro como por asalto, pero asalto de bondad. Así dicen los Hechos que “caía el Espíritu Santo sobre los que escuchaban la Palabra” (Hc 10, 44 y 11, 15).
Eso es lo que ha pintado Fano: ha cambiado la imagen estática que tenemos del Padre –sentado en su trono, esperando- y lo ha convertido en un joven anciano que sale de sí y vuela hacia su hijo. El Padre en el aire expresa muy bien lo que quiere decir Lucas al utilizar la misma expresión para las acciones del Padre y para las del Espíritu. Si queremos percibir en la fe cómo viene a nosotros el Espíritu tenemos que orientar el corazón a sentir que viene como un abrazo de Padre; cae sobre nosotros como un padre que se nos echa al cuello y nos da un flor de abrazo!

Un Padre que vuela y un Espíritu que da abrazos…: son metáforas que quitan rigidez a nuestra imagen de Dios. Es Jesús el que cuenta estas cosas y nos revela a un Dios que no espera sentado a que lo encontremos sino que sale volando a buscarnos y nos llena de abrazos y besos como a hijos queridos.

El otro polo del dibujo es la imagen del hijo: una sombra larga precede a sus pies cansados; viene encorvado y con la cabeza gacha, pero viene.

El telescopio con forma de corazón es una hermosa metáfora que nos recuerda a Menapace y “Los anteojos de Dios”. En ese instrumento para ver hondo y no sólo de lejos, está la clave para desentrañar lo que acontece en las entrañas de Dios. Si Dios es Alguien que inventa instrumentos así para mirarme –catalejos con forma de corazón-, entonces tengo que cambiar mi manera de pensar y mis propósitos, como dice Jesús cuando habla de “metanoia –conversión”.

¿Qué puede querer significar un catalejo con forma de corazón?
Nuestra mirada –la mirada humana- es un misterio maravilloso. No siempre caemos en la cuenta de todo lo que está en juego cuando miramos. En parte nos dejamos modificar por la luz y por las formas y colores de las cosas: mirar es hacer un esfuerzo para enfocar bien las imágenes y recibirlas en su forma precisa. Mirar es también un esfuerzo selectivo. Cada un mira desde su punto de vista y se acomoda para ver lo que quiere, a veces incluso forzando la realidad. Tiene además nuestra mirada una tercera cualidad o capacidad: es la de ser creativa. Cuando miramos podemos “despertar” en los otros sentimientos, cosas nuevas, ideas que el otro no veía. Y así como una mirada crítica hace que el otro tome conciencia de algún defecto, una mirada amorosa y complacida hace que el otro tome conciencia de su valor, de su belleza y bondad. ¡Qué hermoso es ser mirado con la mirada buena de quien nos quiere bien! Qué lindo encontrar en los ojos del otro una puerta abierta a su casa y a su corazón!
Eso es lo que expresa el catalejo de Fano: la mirada creativa del amor del Padre que ve con otros ojos (distintos de los del propio hijo pródigo y de los de su hermano) a su hijo. El Padre lo ve “volviendo”, lo ve “encontrado”, “convertido”. Aunque la conversión sea frágil y llena de remordimientos y confesiones de culpas, el Padre ve que pegó la vuelta. Con eso le basta.
La mirada misericordiosa es creativa pero de una manera muy especial. No crea de la nada, como creó el mundo. El Génesis nos dice que “vió Dios que las cosas eran buenas”. Es que estaban recién salidas de sus manos y coincidían perfectamente con cómo las había soñado y diseñado. La mirada misericordiosa crea a partir de una mirada nuestra. Necesita ese pasito líbremente dado en dirección a su misericordia y que deja atrás nuestros prejuicios y criterios propios. Le basta que, en una ojeada, percibamos su bondad –para el hijo pródigo es el recuerdo del “pan que comían los servidores de su Padre en abundancia”- y nos lancemos hacia ella. Entonces “se convierte” también el Padre y deja su posición “expectante” para pasar a la acción, para correr a buscarnos y echársenos al cuello con abrazos y besos y dando órdenes de que se prepare una gran fiesta.
Cuando pensamos en Dios Padre hay que dejar que nos “caiga” esta imagen: la de un Padre alegre de verdad de que volvamos.
Sea como sea que estemos,
sea donde sea que hayamos ido a parar,
sea lo que sea que tengamos mezclado en el campo del corazón –no le asusta al Padre que tengamos el corazón sembrado de trigo y cizaña-,
sea cual fuere la hora en que nos encuentre – a primera hora de la mañana o a última hora después del mediodía, hay trabajo en su viña para nosotros y una invitación con nuestro nombre para entrar en su fiesta.

Nouwen lo expresa tan lindo en “El regreso del hijo pródigo”: “¿No sería maravilloso hacer sonreír a Dios dándole la oportunidad de encontrarme y amarme generosamente? Preguntas como ésta me llevan al punto clave –dice: el concepto que tengo de mí mismo. ¿Puedo aceptar que merece la pena que se me busque? ¿Creo realmente que Dios desea estar conmigo? Aquí está el núcleo de mi lucha espiritual: la lucha contra el auto rechazo, el desprecio de mí mismo y la auto condena. Es una batalla muy difícil de librar porque el mundo y sus demonios conspiran para hacerme pensar en mí mismo como en alguien que no merece la pena, que no sirve, alguien despreciable…”
Es interesante lo que sigue. Nouwen conecta esta imagen “de baja autoestima” con la economía (y se puede conectar con la política también). Nos hace ver que “muchas economías (y poderes políticos) se mantienen a flote manipulando la baja autoestima de sus consumidores y creando expectativas espirituales con medios materiales”.
Es que si siento que valgo tantísimo a los ojos de Dios no voy a andar buscando comprar y consumir cosas que llenen mi vacío. No hay peor cliente para el mundo del consumo que un cristiano alegre, lleno del amor de Dios y con ganas no de consumir sino de trabajar por los demás. No hay peor “cliente político” que el que no quiere que le den dádivas sino que exige que le den trabajo para el bien común de la patria.

Nos quedamos contemplando gozosos esa imagen del Padre que nos regala Fano: Un Padre lleno de Espíritu Santo. El Espíritu de ese Padre –que vuela a nuestro encuentro, con los pies en el aire y la sonrisa ancha- es un Espíritu de libertad. ¡La libertad de los hijos de Dios!

Unir al Padre y al Espíritu es una gracia que sólo Jesús da.

Ver al Padre como Padre espiritual (libremente adoptado, diríamos) es la gracia que nos permite liberarnos de la letra de la ley y apropiarnos de su espíritu, que nos hace cumplir gozosamente y por amor todos los mandamientos de este Padre.

Ver al Espíritu como Espíritu paternal (afectivamente sentido) es la gracia que nos permite vivir a Dios encarnado, de manera cercana, familiar, comprometida con la comunidad.

Démosle gracias a Jesús, nuestro Hermano y Señor, que nos ha revelado estas cosas a nosotros, sus amigos pequeños y pecadores, porque la noticia de que tenemos un Padre que sale a buscarnos y que nos tiene preparada una fiesta cada vez que volvemos, es la noticia más hermosa que nos pueden haber dado.
Cultivar esta imagen verdadera del Padre –rechazando todas las imágenes idolátricas, tanto las que lo ponen en un lugar estático, de autoritario legalismo, como las que lo niegan como padre ausente, que no se interesa por nosotros, cultivar en el corazón esta imagen linda del Padre, digo, es “adorar y dar Gloria a Dios”. Y Dios ama a los que quieren ser sus “adoradores en espíritu y en verdad”, como le dijo Jesús a la Samaritana.

¿Cómo se cultiva esta imagen de un Padre que sale de sí; de un Padre rico en recursos para ganar el corazón de sus hijos?
Yo diría que tenemos que apuntar por el lado de “reconocerlo en sus instrumentos” y de “aceptarle sus mediaciones”. Si sus instrumentos son “miradas de catalejos con forma de corazón” no podemos pretender miradas frías y que marquen las distancias. Si sus mediaciones son abrazos, besos y fiestas, no podemos negarnos a vestir el traje de fiesta ni excusarnos de acudir a las bodas.
Y así, cada uno puede ir reflexionando con cuales instrumentos y con qué mediaciones viene el Padre a su encuentro, de manera tal que nadie se pierda su abrazo por andar atajándose de un reproche.

Diego Fares sj

Domingo 23 C 2010

La columna del haber

Caminaban con Jesús grandes muchedumbres acompañándolo, y él, dándose vuelta, les dijo: «Si alguna persona viene a mí y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y se viene en mi seguimiento, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, y mira si tiene para terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda terminar y todos los que lo vean se burlen de él y digan: «Este hombre comenzó a edificar y no pudo terminar.» ¿Y qué rey, si marcha para entrar en guerra contra otro rey, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, todo aquel de entre ustedes que no renuncia a todos sus haberes, no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 25-33).

Contemplación
Caminaba con Jesús mucha gente, esperanzada con el Maestro, con sus milagros y enseñanzas. Y Jesús, deteniéndose, aprovecha el momento de consolación para hacernos reflexionar.
La palabra clave de este pasaje, creo que está al final: “los haberes”.
“El que no renuncia a todos sus haberes no puede ser mi discípulo”.
Hay que leer el pasaje hasta el final, porque si uno se queda con la frase de Jesús “el que no odia a su padre y a su madre…”, la cosa no cierra. Y me parece que cierra menos todavía si se trata de suavizar la traducción poniendo “amar menos” a la familia o “amar más a Jesús”… Al evangelio no hay que edulcorarlo ya que en su radicalidad y exigencia tiene su dulzura y su suavidad.

No se trata de ninguna manera de “odiar” a las personas. ¡Cómo podemos pensar que Jesús va a hablar de odiar si nos manda que amemos hasta a nuestros enemigos!
Y tampoco se trata de amar más o menos, como decíamos.
Me parece que si leemos la última frase se aclara lo que el Señor está diciendo. La renuncia es a lo que ponemos en la columna del haber.

A las personas hay que amarlas, no tenerlas como posesiones en nuestra columna del haber. En la columna del haber sólo tiene que estar Jesucristo. Él es nuestro único tesoro, y lo podemos “tener” porque se nos da gratuitamente. Él es nuestra Vida: el que nos la regaló, el que nos la cuida, el que nos la sana, el que nos la alimenta y el que nos la resucitará con una vida eterna. Tener otras cosas en la columna del haber es ilusión y vanidad. Nada trajimos a este mundo y nada nos llevaremos.

El Señor no nos está pidiendo que lo amemos más a él y menos a nuestros seres queridos. Nada de eso. Nos manda amarlo a Él por sobre todas las cosas y al prójimo, nos manda sacarlo de la columna de nuestras posesiones para poder amarlo como a nosotros mismos.

Lo que está diciendo el Señor es que, cuando una creatura –sean los más amados o nuestra propia vida terrena- se nos mete en la columna del haber como si fuera una posesión, nos esclaviza. Cuando algo hace que nuestro corazón se aficione a ello como a un ídolo, debemos “odiarlo”, aborrecerlo, no en sí mismo, como persona o cosa, sino aborrecer el rol que juega, el lugar que ocupa, la energía que nos roba. No se trata de odiar a nada ni a nadie, ya que todas las cosas son buenas. Se trata de aborrecer que alguna realidad pase a ocupar el lugar de Dios en nuestro corazón.

Cuando uno desea demás “a otro” o sufre demás “por otro”, en realidad está proyectando deseos y angustias propios. Ha puesto al otro entre sus haberes y entonces uno siente que “no puede vivir sin el otro” o que “morirá si algo le pasa al otro”. Al renunciar a mirar al otro como un haber mío como que se caen las ilusiones que me hacen desear demás o sufrir demás. Cuando ponemos al Señor en el centro de nuestros haberes, las otras realidades se ordenan y las vemos en su justo valor.

San Ignacio nos hace llamar “las otras cosas” a todas las realidades creadas –personas, cosas, situaciones, tiempo, bienes, capacidades…- y nos dicen que “son para nosotros y para que nos ayuden a “alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor”.
Decir que son “ayudas” o “medios” no significa desvalorizarlas en sí mismas. Todo lo contrario: es renunciar a usarlas como “haberes” y posesiones nuestras. Entonces podemos amarlas bien, valorándolas como personas y cosas que son “de Dios”. Debo servirme de las creaturas tanto cuanto me ayuden para que Jesús –la Vida verdadera- habite en el centro de mi corazón. Y debo servir a los demás tanto cuanto necesiten para que Jesús reine en sus corazones.

Desde esta perspectiva de “contabilidad evangélica” se aclara también lo de la Cruz. No se trata de “amar la cruz” como padecimiento. Se trata de no ponerla en la columna del debe, sintiendo que es tanto lo que pesa (un pecado, un sufrimiento, una persecución…) que nuestra economía se vuelve insostenible. El Señor nos manda “cargar la cruz y seguirlo”, nos da permiso para ser discípulos suyos con esta deuda, con este problema inevitable, con esto que sufro y no puedo solucionar.

Los dos ejemplos de “cálculos humanos” que propone el Señor, uno económico y otro político, sirven para clarificar más todavía estas lecciones de economía divina. Jesús grafica dos situaciones en las que uno calcula y negocia bien. Si no querés que se te burlen, no te metés en negocios de construcción que no vas a poder terminar ¿no es verdad? Y si no te gusta perder la guerra negociás con tu enemigo ¿no es así? Toda persona sensata juzga sensatamente de estas cosas. Todos entendemos este lenguaje, o por las buenas o por las malas.
Pero Jesús da vuelta las cosas: en el reino de los cielos, esta sensatez es necedad y la locura de Dios es más sabia que la viveza criolla.
En el reino de Jesús como sólo Él está en la columna del haber se puede emprender cualquier obra buena confiados en su providencia.
Y como él salda todas las deudas y nos defiende contra todos los enemigos, no hay que negociar con nadie.
No teman. Ese es el fruto de tener sólo a Jesús como tesoro y a todo lo demás como tarea.
Tarea linda para crear, confiados en que Él nos dará los medios necesarios y terminará la obra comenzada; y tarea dura para cargar con Él, que la vuelve suave y llevadera.
Las cosas y las personas son “ayuda” y “trabajo”, no “posesiones” ni “bienes” nuestros. Renunciar a considerarlas como posesiones nos libra de las preocupaciones que angustian y nos limpia la mirada para “en todo amar y servir”.
La oración de San Ignacio nos ayuda a expresarle al Señor el deseo de ser sus discípulos como Él quiere:

Tomad Señor y recibid
Toda mi libertad
Mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad
Todo mi haber y mi poseer
Vos me lo diste
A Vos Señor lo torno
Todo es vuestro
Disponed a toda vuestra voluntad
Dadme vuestro amor y gracia
Que esta me basta.
Diego Fares sj