Domingo 18 C 2010

Cuidar la fraternidad

Uno de la multitud le dijo:
«Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia.»
Jesús le respondió:
«Hombre, ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre ustedes?»
Después les dijo:
«Miren, ¡cuidado con la avidez en cualquiera de sus formas!, porque aun cuando uno ande sobrado de cosas, su vida no depende de los bienes que posee.»
Les dijo entonces una parábola:
«Los campos de un hombre rico rindieron una cosecha abundante. Y él debatía consigo mismo: «¿Cómo voy a hacer si no tengo dónde guardar mi cosecha?». Dijo entonces: «Voy a hacer esto: derribaré mis graneros, edificaré otros más grandes y recogeré allí todo mi trigo y mis bienes y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida.» Pero Dios le dijo: «Insensato, esta misma noche te demandan tu alma. Lo que preparase ¿para quién será?
Así sucede con el que atesora riquezas para sí, y no atesora lo que lo hace rico a los ojos de Dios» (Lc 12, 13-21).

Contemplación

Entre los muchos puntos de vista para contemplar el evangelio de hoy me quedé con el de “cuidar la fraternidad”. Porque la parábola del Rico necio y la enseñanza de “ser rico a los ojos de Dios”,surgen a raíz de una pelea entre hermanos. Se trata de una de esas discusiones familiares en torno a las cosas y la herencia; discusiones que salen a la luz con toda su crudeza cuando de repartir bienes se trata y que muestran lo que se fue cocinando en el corazón de los hermanos a lo largo de los años. Cuando uno ve de afuera una discusión fuerte y muy puntual piensa: cómo pueden pelearse así, entre hermanos, por las cosas. Es que detrás suele esconderse una larga historia de “avideces contrariadas” sobre las que advierte hoy el Señor.

La avidez es un “deseo desmedido de poseer cosas”. Jesús nos dice que estemos atentos a este desorden “en cualquiera de sus formas”. Porque el problema no está tanto en el objeto de codicia, que varía, sino en cómo se apodera del corazón. La avidez es “espiritual”, no carnal. No importa tanto el bien codiciado sino que se trata del placer que da desear algo con mucha fuerza. Este deseo da un sentido del propio poder, que es lo que vuelve tan peligrosa la avidez. El deseo desmedido de cosas, fogoneado por la sociedad de consumo, hace que uno sea injusto con sus hermanos, con el prójimo. Porque uno pisa y empuja al otro para conseguir primero las cosas o las retiene más de lo necesario, juntando cosas que no usa y que a su hermano le vendrían bien.
Por otro lado, la avidez también hace que uno peque contra sí mismo toda vez que uno rebaja su capacidad de desear y en vez de anhelar los bienes verdaderos –a nuestro Sumo Bien que es Jesucristo- se distrae preocupándose de manera excesiva por cosas superfluas, bienes que, de última, no sacian el corazón.
Nos detenemos en el primer aspecto de la avidez, el que hace a la justicia, porque está en la raíz de las peleas entre hermanos. La avidez fue lo que pudrió la relación en la familia del padre misericordioso. El hijo menor se llevó la parte que codiciaba y el mayor se quedó con la sangre en el ojo viendo cómo el otro se animaba a agarrar lo suyo y él no tenía valor ni para pedir un cabrito. Como vemos, el peso no está en las cosas mismas sino en la fuerza con que cada uno calcula y mide ávidamente la parte de la herencia que cree que le corresponde.
En el fondo está el reproche al Padre, ¡cómo tolera y permite que se dividan mal los bienes! El mayor lo expresa claramente: “tu hijo se gastó todo…, a mí nunca me diste ni un cabrito…”.
El Padre apunta a sanar en su raíz el corazón enfermo de codicia amarga. Al pródigo lo deja que se agarre lo que codicia y cuando vuelve le muestra que lo ama como hijo, que ama que haya vuelto a la vida. Al mayor le dice: “Hijo, vos estás siempre conmigo. Todo lo mío es tuyo”.
El Sumo Bien que sacia la sed del corazón es “estar con el Padre”, sentir que “todo lo suyo es nuestro”.
“El amor, como dice Ignacio, consiste en la comunicación: en dar el amante al amado lo que tiene o de lo que tiene o puede, y así, por el contrario, el amado al amante; de manera que si uno tiene ciencia, dar al que no la tiene, si honores, si riquezas, y así el otro al otro” (EE 231).

Llama mucho la atención esto de “dar riquezas y honores” siendo que Ignacio habla mucho de pedir “pobreza y humillaciones”. Justamente, aquí se equilibra la visión de Ignacio haciendo sentir que la pobreza de cosas no es para disminuir la calidad de vida sino para tener espacio donde atesorar el Amor de Dios.
¡Feliz el que atesora lo que lo hace rico a los ojos de Dios!
Esta sería otra formulación del “Felices los pobres porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
¿Y qué es lo que nos hace más ricos a los ojos de nuestro Padre? ¿No es acaso el amor entre hermanos lo que más felices hace a los papás? A veces los hijos no nos damos cuenta de cuánto se alegran nuestros padres si ven que nos llevamos bien entre hermanos. Es verdad que cada hijo puede dar satisfacciones personales a sus padres, cuando se realiza o le va bien en la vida y es feliz, pero no hay nada comparable con el sano orgullo que sienten un padre y una madre al ver que sus hijos son buenos hermanos, que se quieren y se cuidan entre ellos. Es como el fruto pleno de lo que sembraron. De ahí el ir y venir del Padre misericordioso para que su cariño por cada hijo no vaya en contra del otro.
La avaricia y la avidez es lo contrario a la fraternidad. La fraternidad implica compartir, ser generoso, desprendido, atento a lo que el otro necesita. La justicia social, el sentido social del que habla siempre Hurtado, nace en la familia, en hacer gustar a los hijos desde pequeños lo lindo que es compartir los bienes entre hermanos.
La advertencia de Jesús a estos dos hermanos no solo revela lo dañina que es la avidez en la familia –aunque se de en pequeñas cosas-, sino que revela bien hondo quién es Jesús y qué vino a hacer. Jesús, al negarse a actuar como “Juez y divisor de bienes”, nos está diciendo que él es nuestro hermano. Hermano con mayúsculas, si se quiere, ya que él es el Hijo unigénito del Padre. Pero hermano al fin, ya que nosotros también somos hijos del mismo Padre. Por eso Jesús deja en claro que viene a servir, viene a perdonar, no a juzgar ni a condenar. El no “codició su ser Hijo sino que se anonadó y se hizo esclavo”. La fraternidad de Jesús, su hacernos sentir amigos, hermanos, compañeros, apunta a restablecer en nuestro corazón el Trono del Padre como único y sumo Bien.
Diego Fares sj