Jesús entró en un pueblo,
y una mujer que se llamaba Marta lo recibió como huésped en su casa.
Tenía una hermana llamada María,
que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra.
Marta, que andaba de aquí para allá muy ansiosa y preocupada con todos los servicios que había que hacer, dijo a Jesús:
«Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todos los servicios? Dile que venga a cooperar conmigo.»
Pero el Señor le respondió:
«Marta, Marta, te preocupas y te pones mal por muchas cosas (servicios),
y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola (un solo servicio) es necesaria. María eligió la mejor parte, que no le será quitada» (Lc 10, 38-42).
Contemplación
Elegir la mejor parte es escuchar la Palabra de Jesús
¿Por qué? Porque: “Todo lo que he escuchado de mi Padre Yo se los he dado a conocer (por eso los llamo amigos)” (Jn 15, 15).
La Palabra de Jesús es “todo lo que el Padre tiene para decirnos como amigos”. La Palabra nos hace amigos, nos hace hijos de Dios.
Humanamente es una de las actitudes en las que primero nos forman nuestros padres. La mamá le dice a cada rato a su hijo: “escuchame”, “escuchá bien lo que te digo, mirá, se hace así”.
También con Dios la primera actitud es “escuchar”.
Nos lo dice el Padre: “Este es mi Hijo el Amado, escúchenlo”.
Ya en el Antiguo Testamento la primera exhortación era: “Escucha, Israel. El Señor es tu único Dios y amarás al Señor tu Dios de todo corazón…”.
Por eso nuestra actitud es: “Habla Señor, que tu siervo escucha”.
Nuestra actitud es como la de María en la Anunciación: “Yo soy la servidora del Señor, hágase en mí según tu Palabra”.
Esto es lo que intuye María y por eso permanece a los pies del Señor escuchando su Palabra.
La escucha sintoniza los corazones, une a las personas desde su interior. Cuando uno se siente escuchado o escucha atentamente al otro, la comunión se establece desde el interior.
Jesús nos revela que esta intimidad de la escucha es la dinámica de su relación con el Padre: El sabe que el Padre “siempre lo escucha”, como dice antes de resucitar a Lázaro, y por eso le “da gracias” (eucharistezo). Y deja siempre bien en claro que todo lo que hace y dice es “lo que ha escuchado del Padre”.
El que escucha este diálogo entre el Padre y el Hijo, es de Dios, se hace suyo, entra en el Reino, pasa a pertenecerle a Jesús como las ovejas que escuchan la voz de su pastor.
Las palabras tienen el poder de “conducirnos”, de llevarnos de aquí para allá obedeciendo a sus mandatos: comprá, hacé, andá, salí, dejá…
Hay palabras que nos meten en su mensaje y nos atrapan, no nos dejan salir: no puedo dejar de pensar en tal preocupación, tal palabra me obsesiona, lo que dijo fulano no deja de resonar en mi mente…
La Palabra de Jesús, en cambio, nos hace libres.
Entra en diálogo con nuestras preguntas y anhelos, nos anima a que le arrimemos nuestras palabras, a veces apenas balbuceadas, y va hilvanando diálogos salvadores, diálogos de amistad y comprensión.
El Señor tiene Palabras de vida eterna, palabras que nos hacen entrar en el tiempo dilatado de su amor.
Tiempo sin apuros, tiempo en el que todos nuestros amores encuentran su lugar. Tiempo en el que cada cosa tiene nombre y todo lo que nos pasó encuentra su explicación y adquiere un sentido nuevo: “Era necesario…” como les dice a los de Emaús.
Las palabras de Jesús son amigables, se hacen amigas de nuestras palabras: él entra en diálogo con cualquiera (con Nicodemo, con la Samaritana, con el Ciego de Nacimiento…) no importa si se sabe expresar bien o le cuesta.
El Señor habla con el que le quiere hablar y sabe escuchar los corazones detrás de las palabras.
Escucharlo a él –sus pocas palabras esenciales- nos hace hablar (“Pero sos vos el único que no sabe lo que pasó en estos días…”).
Su Palabra reúne nuestras palabras, que son como ovejas dispersas y sin pastor, y hace que nuestros discursos se vuelvan coherentes, como un rebañito de ovejas bien cuidado y que actúa al unísono.
Eso es rezar: entrar en el ámbito de la Palabra del Señor que nos introduce en lo hondo del amor, en el tiempo de Dios. El tiempo de la Palabra del Señor nos ajusta a estar y hacer lo que al Señor le agrada y es la actitud contraria a la de vivir en ese tiempo disperso en el que andamos inquietos por muchas cosas.
El Señor defiende a María por haber elegido la mejor parte.
Marta actúa obedeciendo a las palabras que le vienen de las “cosas que hay que hacer”.
María actúa obedeciendo a la Palabra del Señor.
Esta escena se completará con la de la Resurrección de Lázaro. Marta sale primero al encuentro de Jesús que viene apenas oye a la gente que le dice que el Señor ha llegado. María en cambio permanece en la casa hasta que su hermana le anuncia: “El Maestro está aquí y te llama” (Jn 11, 28).
María se ha convertido en la mujer de la escucha: una vez que el Señor le habla, entra en acción.
Esta primacía de la Palabra es lo propio del discípulo misionero, del que escucha la Palabra y luego la pone en práctica: ese es hermano del Señor.
Diego Fares sj