Domingo de la Trinidad C 2010

Palabras para que el Espíritu nos encamine en el Amor de Dios

Durante la última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: -“Todavía tengo muchas cosas que decirles, Pero ustedes no las pueden sobrellevar ahora. Cuando venga, el Espíritu de la Verdad, El los encaminará a la Verdad total: porque no hablará desde sí mismo, sino que lo que oiga, eso hablará, y les anunciará lo por venir. El me glorificará a Mí porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes” (Jn 16, 12-15).

Contemplación

Buscando imágenes de la Trinidad me encantó este dibujo y lo elegí entre todas las imágenes más sublimes y serias. Lo elegí más que todo por los colores y por la alegría que transmite el hecho de que se restablezca la comunicación entre el Padre y sus hijos gracias al Espíritu Santo.
La imagen no es del todo exacta pero está bien, porque el Espíritu no se deja atrapar por ninguna imagen. No es exacta, digo, porque pone al Padre en una punta y a Jesús en la otra, siendo que para enviarnos el Espíritu el Señor dice que es necesario que Él esté de vuelta junto al Padre. Pero lo bueno es la centralidad del Espíritu para que nos podamos comunicar con Dios. Me gusta además la sencillez de la imagen: esos remiendos en el vestido del Padre, que al volverlo pobre hacen más paterno su amor por el mundo; y también Jesús allá lejos, pequeñito, perdido en el mundo sosteniendo un teléfono que le queda grande como una cruz, haciendo posible con su esfuerzo que el mundo pueda llamar al Padre…
De última, la imagen es linda por su claridad (los contrastes de blanco sobre el espacio azul) y la ‘Claritas’ –el esplendor de la belleza- es lo propio de la Gloria de Dios.

Glorificar
Jesús dice que el Espíritu lo glorificará. ¿Qué significa, dicho simplemente?
Glorificar es hacer ver en todo su esplendor y claridad la belleza del amor de Jesús.
Glorificar es hacer que podamos comprender y gozar de la obra de arte consumada que es la vida entera de Jesús sobre esta tierra. Y que podamos verla no como un espectáculo sino sintiéndonos incluidos en ella.
Como dice von Balthasar: La misión del Espíritu es totalmente distinta de la del Hijo. Sin el Espíritu, lo que hizo Jesús, su honrar al Padre mientras nosotros, privados de gloria, sólo buscábamos nuestro propio honor, su haber-hecho-por-nosotros lo que como pecadores nunca hubiéramos podido hacer…, nos tendría que haber dejado en un estado de tristeza y muy cercano a la desesperación. Jesús, nuestro hermano, dio la vida por nosotros. Nos invitó a su seguimiento, es verdad, pero nosotros nos quedamos atrás en cuanto al punto decisivo. Huimos, no podemos negarlo, pero ¿cómo podríamos haber caminado con Él? Sin el Espíritu Jesús hubiera quedado siempre como el Otro, como alguien especial, buenísimo, pero inalcanzable. ¿Qué sería del amor fraterno que nos mostró en su vida si hubiera quedado como inimitable? (Esto es justamente lo que muchos cristianos piensan al leer el evangelio: sienten que es “imposible” de cumplir. Lo cual es muy cierto y tiene que llevarnos, sencillamente, a invocar al Espíritu para que venga en nuestra ayuda).
Jesús mismo sale al frente de esta dificultad cuando dice que “hay muchas cosas que no puede decirnos porque no las podríamos sobrellevar”. ¿Cómo cargar con el peso de un Amor tan grande como el suyo siendo nosotros tan infieles y débiles como los apóstoles, que lo abandonaron en el momento decisivo? Cuanto más generoso se muestra Jesús más nos hundimos, como Pedro, en el abismo de nuestra debilidad. De ahí que el Señor diga: “les conviene que Yo me vaya, porque si no me voy no vendrá a ustedes el Paráclito, pero si me voy se los enviaré”.

Encaminar
Esta es la misión del Espíritu: introducirnos en el Amor de Jesús de manera tal que nos sintamos incluidos, salvados, fortificados, esclarecidos. Si uno no se zambulle en el Amor entre Jesús y el Padre, contemplarlo desde afuera, como espectadores, hace que se cierre el corazón. O no se puede creer que exista algo así, o es tan pero tan puro que uno se siente rechazado, indigno, incapaz de participar.

Tengámoslo bien claro: no conviene acercarse a Jesús si no es invocando humldemente a cada instante a su Espíritu para que venga en nuestra ayuda.

La expresión que utiliza Jesús para referirse a la tarea del Espíritu Santo es guiar, conducir, introducir, “encaminar” (“hodegesei” viene de hodos, camino y del hebreo naha = guiar, pastorear, instruir). Elijo “encaminar” porque es más fraterna. Conducir y guiar suenan más exteriores. Encaminar, en cambio, como que es más amigable, uno mismo camina y el camino se nos abre por sí mismo; no es que otro nos guía sin que sepamos por donde. El Espíritu nos hace caminar por Jesús que con su vida es el Camino. El Espíritu nos encamina mostrándonos las huellas de Jesús: por aquí pasó el Señor y obró de esta manera, fijate cuál fue su estilo, cómo de golpe apuraba, cuál era su ritmo, observá sus gestos, mirá cómo sus sentimientos son “camino” para tus sentimientos: podés ir seguro sintiendo así como Él, obrando al estilo de Jesús, con caridad.

¿Y cómo me doy cuenta de que el Espíritu me encamina? ¿Se puede reconocer su pedagogía?
La pedagogía del Espíritu tiene que ver con lo estético, con la belleza.
El Espíritu nos conduce “glorificando” a Jesús.
¿Parece difícil de entender?
Mejor, así cada uno le tiene que pedir ayuda al Espíritu:
¡Ven Espíritu Santo!
Haceme ver lo bueno y hermoso que es Jesús en mi corazón
y que me sienta perdonado y salvado en el interior de su Amor,
abrazado por el Padre, bajo al mirada de María…
Así puede uno ir rezando mientras lee…

Decimos que el Espíritu nos ayuda con una pedagogía que tiene que ver con la Gloria de Dios, con la Belleza. Fijémonos las palabras con que el Nuevo Testamento describe las cualidades y la acción del Espíritu: unidad, alegría, paz, consolación, libertad, armonía, integridad, totalidad, claridad, gloria… Son todas palabras que tienen que ver con la Belleza.

Integridad
Tomemos integridad, totalidad. Jesús dice que el Espíritu nos introducirá en la Verdad total. Verdad total no puede ser un silogismo intelectual. Verdad total es la concordancia de todo nuestro ser con el de Dios. Y una concordancia así sólo se da cuando uno contempla una obra de arte.
Un ejemplo cercano de una concordancia así de plena la experimentamos muchos en estos días patrios del Bicentenario. A mi se me dio ante el Colón iluminado como una bandera argentina hecha de luz, al cantar el Himno nacional junto con toda la gente: fue una experiencia de sentir la Patria entera e igual en todos. El sentimiento era tan íntegro que a uno le bastaba con participar un poquito para sentirse compartiendo enteramente el mismo sentimiento patrio, con paz y alegría serenas. Esa unidad e integridad es un don espiritual. No se lo puede “fabricar” o producir externamente, nace de adentro y unifica. Los diarios lo expresan diciendo que “la presencia de la gente superó las expectativas”. Es una expresión pobre. Es que a algunos les sorprende que “el todo sea mayor que las partes”, como dijo Bergoglio. Les sorprende que “la realidad sea superior a las ideologías y que la unidad sea superior al conflicto”. A muchos les sorprende que haya “un espíritu patriótico”. Sin embargo es así. Aunque sólo salga a la luz en ocasiones especiales, esta “integridad espiritual” es la que mueve todo.
Esto que se da a nivel humano y que es bien real a pesar de su fragilidad (luego sentimos que no alcanza a plasmarse ese sentimiento común en instituciones, en justicia, en equidad…), es lo que el Espíritu Santo hace real en la vida de los que creen y aman a Jesús. La unión espiritual que se da entre los hombres y luego se fragmenta en mil tironeos, en el Espíritu es una Persona indivisible que genera unidad. La belleza del Amor entre Jesús y el Padre, que contemplamos como un ideal hermoso e inalcanzable, se nos comunica entera gracias al Espíritu. Somos introducidos en ese amor y, si nos dejamos encaminar y guiar, paso a paso, el Espíritu nos permite vivir en esa integridad todo el tiempo.

El Espíritu nos permite vivir la integridad del Amor de Dios sin control de gestión ni de agenda. El Espíritu es Libre y se nos da cuando quiere y como quiere.
Nos permite vivir esa integridad del amor si nos confiamos dócilmente a su “encaminarnos”.
La palabra para ser líbremente encaminados por el Espíritu es hágase: ‘Hágase en mi según tu Palabra’.

El Espíritu nos permite vivir la integridad del Amor de Dios sin dominarla como una posesión. El Espíritu es Don gratuito y requiere que uno esté abierto a lo gratuito, con ojos atentos a lo que no es puro comercio, mero intercambio de intereses contabilizables.
La palabra para abrir los ojos a los dones gratuitos del Espíritu es bendito: ‘bendito sea Dios que mira con bondad mi pequeñez y me hace ver sus maravillas’.

El Espíritu nos permite sentirnos incluidos en el Amor de Dios sin mérito de nuestra parte.
Y la palabra para sentirnos así es piedad: ‘¡Ten piedad de mí Señor! Perdona mis pecados’.

El Espíritu nos permite vivir en la intimidad del Amor de Dios con su Presencia y la palabra para llamarlo es ven: ‘Ven Espíritu Santo, visita el alma de tus fieles’. ‘Dulce Huésped del Alma, Ven. Ven Padre de los pobres’…

El Espíritu nos permite interpretar el Evangelio, leer y entender todas las Palabras de Jesús y cargar con ellas, llevándolas a la práctica con prontitud y alegría.
Y la Palabra para comprender el evangelio es creo: ‘Creo en Jesucristo Hijo del Padre, mi Señor y Salvador’.

Diego Fares sj

Domingo de Pentecostés C 2010

Pentecostés: cómo tratar con Alguien totalmente libre

Siendo, pues, tarde aquel día, el primero después del sábado,
y estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos,
por miedo a los judíos,
vino Jesús y se presentó en medio de ellos, y les dice:
¡La paz esté con ustedes!
Y diciendo esto, les mostró sus manos y su costado.
Se alegraron los discípulos al ver al Señor.
Entonces Jesús les dijo de nuevo:
¡La paz esté con ustedes!
Como me ha enviado a mí el Padre, también Yo los envío a ustedes.
Y al decirles esto, sopló sobre ellos y añade:
Reciban el Espíritu Santo.
A quienes les perdonen los pecados les quedan perdonados
y a quienes se los retengan les quedan retenidos (Jn 20, 19-23).

Contemplación
El Espíritu es libre. Por eso, para tratar con Él, lo primero es invocarlo.
En voz baja, suavemente, con insistencia de Salmo, pedirle que quiera venir:
¡Ven Espíritu Santo!
Y para ello nada mejor que el Veni Creator.
Lo rezamos en una versión remendada, traducción propia del latín, aprovechando a Francisco Luis Bernardez en algunas rimas, poniendo la traducción más fuerte y cambiando algunas peticiones en afirmaciones de gracias presentes:

¡Ven, Creador Espíritu!, visita el alma de los tuyos,
y llena con la gracia de lo alto
el corazón de los que Tú creaste.
Tú, que con el nombre de “El que nos consuela”
eres el altísimo Don del Dios Altísimo,
y la Fuente viva y el Fuego,
y la Caridad y la Unción espiritual.
Tú, que te nos das en siete Dones,
Y eres Índice de la Mano Paterna,
Tú, prometido del Padre,
pones en nuestros labios los tesoros de la Palabra…
…Y enciendes con tu luz nuestros sentidos,
e infundes tu amor en nuestro pecho,
y fortaleces con tu fuerza inquebrantable
la flaqueza carnal de nuestro cuerpo.
Repeles al enemigo muy muy lejos,
y nos das tu paz y tus dones sin demora,
conducidos por Ti siempre podemos
evitar los peligros que nos rondan
Es gracias a Ti que conocemos
al Padre y a su Hijo Jesucristo,
y que creemos, hoy y en todo tiempo,
En Ti que eres de ambos el Espírítu
Gloria sin fin al Padre y, con el Padre,
al Hijo, resucitado de la muerte,
y al Espíritu Santo que los une
desde siempre, por siempre y para siempre.

Luego de invocarlo, o mejor mientras lo seguimos invocando y rogandole que venga a nosotros, que se haga presente, que sintamos su acción bienhechora, su paz, su alegría, su consuelo, meditamos en su Persona: hacemos teología.

El Espíritu Santo unifica en nosotros sabiduría y fortaleza, sentimientos y claridad mental. Sin su ayuda hay algo en nuestro interior que tiende a dividirnos: si pensamos, nos vamos por las ramas y la teología del Espíritu se vuelve abstracta, complicada –tres personas distintas, un solo Dios verdadero…-. Se van aclarando los conceptos pero el alma queda seca.
Y por otro lado, si lo sentimos, si experimentamos la paz del Espíritu, el gusto por la oración y por las obras de caridad, por ahí no tomamos suficiente conciencia de su Persona. Nos queda la experiencia como algo que nos pasó, que fue lindo pero que luego desaparece.

Es propio del Espíritu unir emociones y reflexiones:
el Espíritu nos quita el temor y nos enseña a ver a Jesús,
nos da sentimientos de paz y nos ayuda a discernir las cosas,
nos anima y fortalece para la misión y nos ilumina en la oración con la Palabra.

Jesús nos enseña que al Espíritu nadie lo puede controlar. Es libre como el Viento, sopla adonde quiere, no sabemos de donde viene ni adonde va. Esta libertad soberana del Espíritu es clave a la hora de establecer alianza con Él, a la hora de reflexionar sobre su Persona. El Espíritu es Alguien totalmente libre. Si queremos acercarnos a Él o más bien pedirle que se nos acerque, tenemos que volver una y otra vez sobre esta verdad: Él es libre. Vendrá cuándo Él mismo lo disponga y de la manera que Él quiera. Se nos comunicará en la medida y con la intensidad que Él establece, siempre para el Bien Común, como dice Pablo y nosotros, con toda humildad y agradecimiento, con espíritu de adoración y alabanza y con docilidad plena, nos iremos ajustando a su ritmo y a su estilo.
No se trata para nada de desconcertarnos o decir “no entiendo” o “por qué así” ni “por qué a mí sí o a mí no”, sino que se trata de estar atentos a Él, con renovada admiración de que Alguien así tenga a bien venir a nosotros.

Causa desconcierto que algo (o mejor Alguien) hermosísimo, claro y potente se nos regale y no podamos manejarlo. Nosotros nos movemos en el ámbito de lo que podemos controlar y lo distinguimos claramente de aquello que nos supera. El Espíritu escapa a esta disyuntiva (¡gracias a Dios!): es nuestro y nos hace ser suyos, nos ha sido dado y hace que nos demos a Él.
El Padre lo ha derramado en nuestros corazones, está a nuestro servicio, es nuestro Abogado, el que defiende nuestra vinculación con Dios contra toda acusación del enemigo y a la vez nosotros debemos estar atentísimos a sus sugerencias para dejarnos cuidar líbremente.
Es nuestro Amigo Fiel, el que nos consuela en toda tristeza, y como todo buen amigo, no se nos impone, sino que su consuelo depende también de la medida en que nos dejemos consolar por él.
Es nuestro Maestro particular e interior, el que nos clarifica todas las dudas pero no nos clarifica cosas que no le planteemos con verdadero interés.
Es Maestro de oración, el que nos enseña a rezar exclamando Jesús es el Señor y nos hace invocar a Dios como Padre, pero espera a que sea nuestra sed de Dios la que lo haga brotar como Agua Viva.
El Espíritu es nuestro Defensor, nuestro justificador, el que nos perdona los pecados y nos muestra el camino a seguir… pero espera a que humildemente sintamos la necesidad del perdón y del discernimiento.
Y así, cada uno puede ir descubriendo maravillado lo que significa tener un amigo así: poderoso pero que espera a que lo llamen.
En el Hogar siempre nos reimos cuando alguien nos soluciona algún problema hablando de “nuestros amigos superpoderosos”. La frase vino de una empleada del banco que no encontraba la manera de resolvernos un problema y me pedía que le diera tiempo para hacerlo ella. Me decía, espere un poco y no llame a sus amigos superpoderosos (cercanos a los dueños del banco), porque en otra ocasión uno de ellos había intervenido directamente y se ve que a ella le había valido un reto de su superiora, a la que habían puesto en órbita. Bueno, siempre en el Hogar hay algún amigo superpoderoso que ayuda a resolver cosas que se traban –en lo económico, en lo jurídico, en lo técnico….- porque ve que la obra es para bien y necesita ser liberada de impedimentos. Detrás o más arriba de estos amigos terrenales que se sienten “movidos a ayudar” está, por supuesto, San José, que es el que dispone todo para que cada uno reciba su ración a su tiempo. Y San José es el hombre del Espíritu. El dócil y fiel al Espíritu. La libertad que José le deja al Espíritu es total, sin un pero. Por eso es tan eficaz su ayuda y su protección: porque el Espíritu pasa directo y actúa a través suyo, en su tarea de “tomar consigo al Niño y a su Madre”, de cuidar a Jesús y a María en nuestro corazón así como lo hizo en su vida terrena.
Nos quedamos pues, con esta idea de la “libertad” del Espíritu, pidiendo la gracia de ponernos a la altura de Alguien que nos quiere ayudar, cuidar y conducir en libertad. Alguien que se “retrae” pedagógicamente si queremos condicionarlo o controlar lo que nos da y nos hace y a dónde nos lleva.
Le pedimos a San José que, de su mano, nos animemos a confiar en lo que el Angel del Señor nos dice: no temas al Espíritu.
Le pedimos a nuestra Señora que, de su mano, nos animemos a recibir en nuestro interior al Espíritu y digamos con ella: hágase en mí según tu Palabra.
Le pedimos a Jesús, a quien amamos sin haber visto, que el hambre que tenemos de su Carne, se vea colmado por su Espíritu.
Le pedimos al Padre que nos envíe su Espíritu y nos haga sentir sus hijos muy queridos.
Le suplicamos al Espíritu mismo que venga a nuestros corazones y encienda en ellos el Fuego de su Amor.
¡Ven Espíritu Santo!
Diego Fares sj

Domingo de la Ascensión C 2010

… Para el perdón de las adicciones

Jesús les dijo: “Estas son las palabras que les hablé estando aún con ustedes: que era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos. Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras y les dijo:
«Así está escrito: el Mesías debía sufrir
y resucitar de entre los muertos al tercer día,
y comenzando por Jerusalén,
en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión
para el perdón de los pecados.
Ustedes son testigos de todo esto.
Y yo les enviaré al Prometido de mi Padre.
Permanezcan en la ciudad,
hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto.»
Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Y aconteció que, mientras los bendecía, se desprendió de ellos y era llevado en alto al cielo. Los discípulos, que lo habían adorado postrándose ante El, volvieron a Jerusalén con un gozo grande, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios (Lc 24, 46-53).

Contemplación
La escena de la Ascensión contiene la esencia del Evangelio.
Primero, Jesús da testimonio de que en su vida se ha cumplido todo lo que estaba escrito en la Ley de Moisés, en los profetas y en los Salmos.
En el evangelio de la semana pasada lo había expresado de otra manera:
“es necesario que el mundo sepa que amo al Padre y que tal como él me lo mandó (como está escrito en las Escrituras) así hago las cosas” (Jn 14, 31). Es decir: el Señor da testimonio de que ha vivido su vida humana, singular y única como la de cada uno, sin nada agregado, buscando cumplir con amor todo lo que el Padre había ido enseñando a su pueblo elegido. Y gracias a esta fidelidad, todas las promesas que el Padre había hecho a su pueblo, muchas de las cuales parecían imposibles por demasiado hermosas (la promesa de cambiar nuestro corazón de piedra por uno de carne, la promesa de establecer un reino de paz en el que todos se amaran y ayudaran, la promesa de que Dios fuera Dios con nosotros…), todas las promesas han encontrado en el corazón de Jesús como un imán: en Él todo lo bueno se hace real y posible.

Segundo, les abre el entendimiento para comprendan todas las Escrituras y les anuncia la esencia del Evangelio. Tengamos en cuenta que el Nuevo Testamento no estaba escrito! Jesús les da la gracia de poder comprender, partiendo de Él, todo lo escrito antes. Para lo nuevo, para lo que tendrán que anunciar y escribir, necesitarán la fuerza que viene de lo alto.
Si uno mira bien, esta pedagogía de Jesús es muy consoladora para nosotros. Al ascender a las Alturas, al ocultarlo la Nube de la vista de ellos, Jesús Resucitado abre un espacio y un tiempo nuevo en los que el protagonismo lo tienen “el Espíritu Santo y nosotros”. Al irse al Padre y dejar a los suyos, iguala a los discípulos de todos los tiempos. Lo que transmiten los apóstoles es el kerygma: que en Jesús muerto y resucitado nos son perdonados los pecados. Esta semilla del evangelio es anunciada con la fuerza del Espíritu y el mismo Espíritu obra en los que escuchan. El Espíritu es el encargado de “recordar todas las cosas que dijo e hizo Jesús” y de ir marcando el camino, lo que hay que hacer. Esto significa que no tienen ventaja los primeros. El Espíritu da la misma chance a todos.

Con pequeños “toques” el Señor “recapitula su vida” y la “comunica” de manera tal que, sin dejar de estar presente, permite que nosotros, gracias al Espíritu, vivamos nuestra propia vida sin perder autonomía. Esto es lo que diferencia al cristianismo de toda religión mítica o racionalista.
El que ha hecho la experiencia de lo que significa enseñar a un discípulo de modo tal que el discípulo tome lo que uno sabe y lo haga propio y lo retransmita mejorado, puede vislumbrar la maestría del Señor. ¡Qué manera de vivir algo y de dejarlo como herencia viva!
Gracias a que Jesús toma Altura (no se va sino que abre espacio ocupando su lugar, junto al Padre) nos permite crecer. Crecer desde abajo y desde lo más íntimo, desde la virtud del Espíritu que hace nido en lo más íntimo de los apetitos (sensitivo y racional) de nuestro corazón humano. Al tomar Altura Jesús atrae a todos desde adentro.

Por eso la semilla va directo a lo más íntimo: al perdón de los pecados. Ese es el nudo que el hombre no puede desatar y absolver por sí solo y que impide crecer en el amor: los propios pecados contra el amor. Los pecados de los que sentimos que nos tendrían que haber amado más y los pecados contra los que tenemos conciencia de que tendríamos que haber amado más (nuestros padres y hermanos, maestros y amigos, de la sociedad en la que nacimos y nosotros mismos también).
Nuestra carne sufre las heridas del pecado y aunque racionalmente uno se de cuenta de las cosas y siga adelante, la carne herida conserva las huellas del pecado sufrido o cometido y dificulta o impide la vida. En las personas adictas se ve con tanta claridad este mecanismo (no hay que dejar de ver la película “Paco” que es conmovedora)! Los adictos, digo (una vez pasado el aviso), se dan cuenta con más lucidez que nadie de lo mal que les hace la sustancia a la que están ligados y desearían más que nada en el mundo liberarse de ella. Pero el hambre de las células de su carne es tan voraz que en ciertos momentos los arrastra irremisiblemente hacia lo que los esclaviza. De eso es de lo que Jesús nos libera con su Carne. En su carne crucificada, muerta y resucitada, nuestra carne, que era lo que nos impedía acceder a Dios, es liberada (conservando las llagas, como los adictos que quedan adictos para siempre pero pueden “no pecar”) de su esclavitud y cuidada por la gracia, principio de una libertad nueva.
El testimonio de la muerte y resurrección de Jesús para el perdón de nuestras ‘adicciones’ es la tarea de los apóstoles.
Lo demás lo dejan al Espíritu y a cada uno.
Este es el principio de una Iglesia que anuncia la vida y sigue adelante,
porque confía en el corazón de los hombres,
confía en que cada comunidad (cada persona, cada familia, cada cultura) sacará por sí misma las consecuencias de un Anuncio tan hermoso para su vida cotidiana.
Es el principio de una Iglesia que propone y no que impone,
de una Iglesia que convoca a los que quieren y no persigue a los que no quieren…

Queda, entonces para cada uno la tarea linda de “ver las consecuencias de la resurrección del Señor”. Resurrección enmarcada en este contexto en que me sitúo en el tiempo y el espacio del “Espíritu Santo” y del “nosotros” que me anuncian los testigos.
Si en la Reconciliación está el remedio para mis adicciones, ¿cómo tengo que hacer para conseguirlo?.
Si la Eucaristía es el Pan de vida que sacia todas mis hambres, las más carnales y las más espirituales, ¿qué estrategia debo implementar para que mi vida gire en torno a ese Pan?
Si las Escrituras, cuando las abro, se iluminan con la luz del Espíritu, que me enseña a rezar y a contemplar y me abre la mente para comprender lo que dicen de Jesús y lo que eso significa para mi vida, ¿qué puedo hacer para tenerlas más a mano, para rezar con ellas?

PD
Llamo adicciones al pecado porque puede ayudar a descubrir de qué me tengo que confesar, qué es aquello que me esclaviza y entibia o directamente reemplaza el amor incondicional a Jesús. La mentalidad moderna nos hace sonreir con cierta suficiencia al leer las listas de pecados que el catecismo nos presenta. Algunos nos parecen “pasados de moda” por su contenido, que antes era tabú y ahora es socialmente aceptado; otros nos parecen cosas muy formales y que no se pueden “exigir”; otros, directamente nos parecen imposibles de cumplir… Y así, descartando los pecados uno por uno, no nos fijamos en el problema de la “esclavitud” que el pecado (grande o pequeño) produce. Por eso lo de la adicción. Si sos adicto a algo tan banal como la Tele o al Chat y eso te quita el gusto por la contemplación del Evangelio, de esa adicción te tiene que liberar el Señor Jesús, pero no porque en sí misma sea muy mala, sino para que no te pierdas lo mejor de tu vida, haciendo zapping en la de otros. Así, cada uno tiene que sacar las consecuencias de recibir el anuncio de que Jesús ha resucitado para el perdón de sus pecados. El que no tenga ninguna adicción, se lo pierde. El vino para los adictos y no para los sanos… Pero ¿acaso no es ese el problema de los adictos: el no reconocer su adicción, que son adictos no solo a una sustancia sino a su propia interpretación de lo que les pasa? De ahí que sea clave el tocar el propio líimite y buscar ayuda. En ese punto es donde se sitúa el Señor Resucitado, donde asciende a la Altura y envía al Espíritu a los suyos para que nos vengan a encontrar en ese confín de la frontera de la adicción donde todos estamos necesitados de ayuda.
Diego Fares sj

Domingo de Pascua 6 C 2010

La paz es cosa de la Trinidad o “¿qué pasa que no se aclaran las cosas?”

Le pregunta Judas (no el Iscariote): Señor ¿qué pasa que vas a manifestarte a nosotros y no al mundo?
Respondió Jesús y le dijo:
«El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará;
y a él vendremos y en él haremos morada.
En cambio el que no me ama no es fiel a mis palabras.
La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió.
Yo les he dicho estas cosas mientras permanezco con ustedes;
Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre,
Él a Ustedes les enseñará todas las cosas
y les recordará a ustedes todas las cosas que les dije a ustedes.
Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo.
¡No se inquiete su corazón ni se acobarde!
Me han oído decir: «Me voy y volveré a ustedes».
Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre,
porque el Padre es mayor que yo.
Les he dicho esto antes que suceda,
para que cuando se cumpla, ustedes crean»
Ya no hablaré muchas cosas con ustedes porque viene el príncipe del mundo. A mí no me hace nada, pero es necesario que el mundo conozca que amo al Padre y que hago las cosas tal como el Padre me las mandó. Levantémonos, vámonos de aquí.
(Jn 14, 22-31).

Contemplación
“Señor ¿qué pasa que vas a manifestarte a nosotros y no al mundo? “
Manifestarte (enfanizein) es “volverte claro”, visible, comprensible, creíble.
La pregunta es de Judas Tadeo.
Se ve que le impresionó la palabra que usó Jesús: “El que me ama será amado de mi Padre y Yo también lo amaré y me le “manifestaré”.

Para el pueblo fiel, que conserva la memoria de los santos, Judas Tadeo es el patrono de las cosas imposibles, y es muy querido. Para la tradición puede haber sido primo hermano de Jesús (hijo de un hermano de San José, cosa que nos lo vuelve muy cercano en el afecto). El autor de la Epístola de Judas, la última de la Epístolas católicas, se identifica por su estilo con el Apóstol que le hace esta pregunta a Jesús. En su carta se dirige a “los que han sido llamados amados de Dios Padre”. Toma la respuesta tan linda de Jesús que dice que “si alguno me ama, mi Padre lo amará”.
Bueno, esto para ponerle rostro a uno de los discípulos queridos de Jesús, rostro que el tiempo ha borrado pero cuyos rasgos se pueden dibujar de nuevo en la fe común. A Judas le quedó esta semilla del evangelio, la de ser uno de los que amaban a Jesús y fueron amados por el Padre. Nada menos!

Jesús, si le preguntan, responde. Y esta última pregunta de uno de sus discípulos encierra el tema “global” de “cómo se comunican las cosas de Dios”. Martini comenta estas preguntas de los discípulos diciendo que son preguntas que surgen de “malentendidos”. Malentendidos que se suscitan en el corazón de los discípulos y que Jesús aclara con amor hasta donde puede y, tomando pie precisamente en la dificultad de hacerse comprender a fondo, revela que será el Espíritu Santo el que aclarará todas las cosas.
En toda relación interpersonal y comunitaria es muy importante “aclarar los malos entendidos”. Es el trabajo del diálogo generoso y natural entre las personas que conviven y trabajan juntas. Ahora, de última, como nos enseña Jesús, los malos entendidos no los aclara ni Él viviendo entre nosotros. Hace falta la Trinidad íntegra habitando en el corazón de las personas que conviven para que se de esa Paz del Espíritu en la que todo se vuelve claro y no quedan malentendidos.

Al primo de Jesús le preocupaba esto de que “… y qué pasa con el resto del mundo”.
Para mucha gente es motivo de tentación sentir “cómo es que algo tan esencial nos llega recién ahora”. Es el famoso “cómo yo no me enteré antes! O también: “si esto es tan verdadero, cómo es que no les llegó a todos”.
Jesús toma pie en el buen deseo que suscita la pregunta en el corazón de Judas Tadeo y le responde algo hermoso. Lo desarrollaré en orden inverso para que ayude a releer las palabras tal como las dijo Jesús, que son de las más amorosas de todo el Evangelio.

Por qué no se aclaran las cosas, es pues, la pregunta.
¿Qué es lo último que Jesús le responde?
Jesús dice que “ya no hablará muchas más cosas”. Llega la hora en la que se acaban las palabras y tiene que pasar a la acción. El testimonio de su amor al Padre lo tendrá que dar padeciendo la Cruz.
Es que las cosas no se aclaran sólo con palabras. Hace falta dar testimonio con la propia vida. Si Jesús que es el Logos, La Palabra, dice que ya no puede aclarar más, no podemos pretender nosotros un acuerdo y un consenso que brote de nuestras razones y argumentos. Lo que aclara todo malentendido es demostrar con nuestra vida que amamos al Padre y que hacemos las cosas tal como Él las dice, que buscamos “hacer su voluntad y no la nuestra”.

¿Por qué es tan difícil aclarar las cosas?
Lo penúltimo que Jesús dice es que “Viene el príncipe de este mundo…”. Las cosas son tan difíciles de aclarar porque este mundo está bajo el poder del padre de la mentira, del divisor –diablo-, del acusador. Diariamente vemos cómo nada se aclara y todo se confunde. En vez de escandalizarnos debemos recordar que Jesús ya nos lo dijo. Y creer en Él, y en su camino para “aclarar las cosas”. Ni el mismo Jesús puede hacer frente a los “argumentos mentirosos” con “argumentos verdaderos”. Dios mismo para convencer, necesita “dar testimonio”. Con su Palabra no alcanza. Menuda lección ¿no?

¿Y entonces?
Jesús concluye con que “nos tenemos que alegrar de que El se vaya al Padre, porque: “el Padre es mayor que Yo”.
Para aclarar las cosas tampoco basta el testimonio de dar la vida. La vida de Jesús podría haber quedado en un escándalo y ser causa de una desilusión y de una tristeza como la de los discípulos de Emaús, cuando intentan explicar “las cosas que han pasado entre nosotros”.
Para aclarar las cosas hace falta el testimonio del Padre. Jesús va a su Padre para que Él lo glorifique. Para que el Padre certifique que Jesús hizo todo bien, según su voluntad. Eso es “glorificar”: volver manifiesto y claro –no “así nomás” sino de manera luminosa y esplendente- toda la vida de Jesús.
Por tanto, para aclarar las cosas hay que ir a buscar a otro: en el caso de Jesús, a su Padre amado. Y nos tenemos que alegrar de esta “necesidad” tan humana de un hijo de tener que ir a buscar a su papá.
La imagen de un hijo con su padre da paz. Pensarlo a Jesús en el Corazón del Padre nos pacifica. De allí fue enviado a nosotros, así lo conocimos. Y vuelve a su lugar de origen. Como le manda anunciar a María Magdalena: “Ve y diles: ‘vuelvo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios’” (Jn 20, 17).

Aquí es donde, para aclarar las cosas, Jesús revela los frutos de su unión con el Padre. Es en ese momento cuando les promete el Espíritu y –ahí mismo- les da la Paz.
Para aclarar las cosas, para que Jesús se nos vuelva manifiesto, primero tiene que darnos su Paz. Una paz que Él mismo tiene al estar unido con el Padre. No es una paz cualquiera. En el Huerto Jesús no tenía paz. Estaba ansioso y angustiado hasta la muerte. Se puso en paz cuando se decidió a entregarse a lo que el Padre quería.
En la cruz Jesús no estaba en paz, tenía sed, preguntaba, sentía el abandono… Hasta que se puso en las manos del Padre. Por eso, esta paz que Jesús les da y les deja a sus amigos es una paz que brota de su corazón de hijo, unido al Padre, y por la que tendrá que luchar al día siguiente en la pasión. Es una paz padecida, la que nos regala Jesús. Y por eso es tan linda y tan verdadera. Porque podemos “pasar en paz todos los pasos angustiosos que él pasó por nosotros”, podemos pasar las angustias con El, en paz, poniendo cada inquietud nuestra en una de Jesús, para dejar que Él nos la pacifique.
El mundo no puede “ver claramente” a Jesús porque no tiene su paz. Porque el príncipe de la mentira lo desasosiega constantemente con nuevas guerras y armisticios provisorios.
El opuesto al príncipe de este mundo –al mal espíritu, como dice san Ignacio- es el buen espíritu, el Espíritu Paráclito. Él a Ustedes, dice Jesús. Qué frase tan breve y tan hermosa: “Él a Ustedes”. El Espíritu que mi Padre les envía en mi Nombre. En el Nombre bendito de Jesús –que es nuestro nombre, nombre de hermano nuestro, del primo de Judas Tadeo, sobrino de San José y de María-. En Nombre de ese Jesús que las pasó todas para darnos su paz, para que no se inquiete ni se acobarde por nada nuestro corazón, el Padre nos envía su Espíritu, el Espíritu de ambos espirado.
Y la Paz es, desde ahora, don de la Trinidad.
Que Jesús se nos vuelva claro, es cosa de la Trinidad.

Y lo más lindo de todo, lo primero que le responde a Judas Tadeo (que era lo que venía diciendo cuando Judas lo interrumpió), es que la Trinidad se viene a vivir a casa. Jesús se va al Padre pero para venir con el Padre al corazón de los que lo amamos. Desde allí, desde lo hondo de nuestro corazón donde habitan y moran, el Padre y Jesús nos comunican su Espíritu aclarador: Él nos enseña a nosotros todas las cosas que dijo Jesús y nos las recuerda en el momento oportuno, a medida que las necesitamos para aclarar los “malentendidos”.

En el Hogar de San José venimos haciendo unas reuniones “trinitarias” con grandes frutos desde hace unas semanas. Nos juntamos de a tres, un colaborador, la coordinadora y el director, y conversamos de nuestro trabajo en común. Nos juntamos en Nombre de Jesús y ponemos en medio a nuestros hermanos a quienes queremos servir. Y es notable cómo –así, de a tres- se aclaran los malentendidos! Se ve que del buen espíritu de estas reuniones me nació esta reflexión sobre la paz. Paz trinitaria, paz padecida por Jesús, paz confiada que nos dejó para que la cuidemos.
Le pedimos a la Virgencita de Lujan que guarda en su corazón la paz de la Trinidad para su pueblo argentino que cada uno de los peregrinos que hoy la visiten se lleve esa paz que tanto necesita nuestra sociedad desasosegada. La Paz que sólo Jesús puede dar.

Diego Fares sj