Dolorosa, dramática, magnífica
En aquel momento llegaron unos a contarle lo de aquellos galileos, a quienes Pilato había hecho matar, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús les dijo:
–¿Ustedes creen que aquellos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás? Les digo que no; más aún, si no se convierten y cambian de mentalidad, también ustedes perecerán de manera similar.
Y aquellos dieciocho que murieron al desplomarse sobre ellos la torre de Siloé,
¿creen que eran más deudores que los demás habitantes de Jerusalén?
Les digo que no; y si no se convierten y cambian de mentalidad, todos perecerán de manera similar.
Y Jesús les propuso esta parábola:
Un hombre había plantado una higuera en su viña,
pero cuando fue a buscar fruto en la higuera, no lo encontró.
Entonces dijo al viñador:
«Hace ya tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro.
¡Córtala! ¿Por qué ha de ocupar terreno inútilmente?»
El viñador le respondió:
«Señor, déjala todavía este año; yo la cavaré y le echaré abono,
a ver si da fruto en lo sucesivo; si no lo da, entonces la cortarás» (Lc 13, 1-9).
Contemplación
Le comentan a Jesús dos noticias de aquellos tiempos que bien podrían ser de nuestra actualidad: una se refiere a asesinatos infamantes, con odio religioso, la otra noticia es de una catástrofe natural.
Estas muertes colectivas nos conmocionan.
De hecho, toda muerte es dolorosa y, en el ámbito íntimo de los más cercanos, siempre es una catástrofe (todo se viene abajo (katá) y se da vuelta (strofé) para mal repentinamente).
Cuando nos toca la muerte de una persona querida siempre parece o ilógica o injusta, o a destiempo, o demasiado dolorosa… Pero como para el resto de la gente no lo es tanto, el dolor se guarda y uno sigue viviendo. Ahora, cuando suceden estas muertes colectivas, como las de los terremotos de Haití y Chile, cuando la violencia toca a cualquiera, sin lógica ni motivo y con saña, se produce un shock mayor, que nos afecta socialmente. Con la contención de otros seres queridos uno puede aceptar, en distinta medida, la muerte individual, pero cuando en la muerte de una ciudad entera se experimenta la vulnerabilidad de la Tierra, se nos remueven los cimientos en que se fundamenta el sentido mismo de la existencia. Es curioso cómo los medios, luego de unos días, tienden a mitigar las noticias de los terremotos, mientras que la conmoción en la que se encuentran los afectados no cambia. Es que duele ver. Pasan los días y las casas derruidas o inseguras se mantienen inmutables, sin permitir una iniciativa rápida. No hay quién contenga cuando los desastres tienen estas proporciones catastróficas. Pareciera que es más fácil cuando se destruye todo que cuando todo queda semidestruido.
Pero entremos a las respuestas de Jesús. El Señor no suaviza las cosas. Escuchemos bien lo que dice: “¿Ustedes creen que aquellos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás? Les digo que no”.
Lo primero que hace el Señor es descartar la mentalidad que busca culpables, esa mentalidad tan humana que se satisface cuando encuentra un chivo expiatorio (de hecho, la catástrofe es la acción final, el desenlace, de la tragedia. Tragedia es el canto (oda) o grito del chivo (tragos) cuando es degollado, que impresiona como sonido “trágico” o de muerte). Para el que sufre está claro que encontrar un culpable no le devuelve a su ser querido. Pero gran parte de la energía se desgasta buscando venganza y compensación. Las desgracias colectivas ponen al descubierto que la naturaleza es ciega a nuestras culpas y a nuestros méritos.
Nuestro universo es tan amenazador como amigable, tan confortable como hostil.
Y no manejamos sus tiempos ni sus cambios de humor. Terremotos, inundaciones, incendios, huracanes y cambios climáticos (por no hablar de cambios cósmicos, que con una ínfima variación del sol o de algún cometa podrían acabar con la tierra en unos instantes), no tienen nada que ver con culpas o bondades humanas.
Y el Señor agrega “más aún: si no se convierten y cambian de mentalidad, también ustedes perecerán de manera similar”.
¿Qué quiere decir? ¿Qué si nos convertimos no nos pasará nada malo? Creo que no. Creo que el acento está puesto en “cómo nos tienen que encontrar estas catástrofes que, de una manera u otra, nos afectarán”. El desenlace de nuestra vida siempre tendrá algo de catástrofe, de darse vuelta todo repentinamente haciendo sufrir. El asunto está en cómo. ¿Será una tragedia o un drama? ¿Moriremos con el gemido trágico del chivo degollado o viviremos dando la vida, con la confesión de fe de los mártires cristianos?
Viendo las imágenes del terremoto contrasta de manera conmovedora la rigidez de los restos del desastre –muda, inamovible, dura- y los rostros y la voz de la gente. “¿De dónde saca fuerza, abuela?” – le preguntaba un periodista a una mujer mayor que decía “vamos a volver a comenzar”. Y ella, tomando aire, y mirando a lo lejos o para adentro le respondió: “Dios me da la fuerza. Y mis hijos. Ahí está mi hijo”. Y el hijo estaba atando una bandera chilena a un tronco muy alto que levantó con la ayuda de otros. “Es lo que nos queda”, dijo, mirando la bandera por sobre todo lo demás destruido. Es el mensaje de esperanza que se contagia desde aquella foto que un periodista le sacó de lejos a Bruno Sandoval, el artesano de Talca que, levantó de entre los escombros una bandera rota y embarrada y la alzó para ver cómo había quedado, “porque así ha quedado Chile –pensaba- : roto, embarrado…, pero vamos a salir adelante. Sólo hace falta un poco de ayuda; ahí fue que el periodista me chifló para que la sostuviera unos momentos en alto, y sacó la foto.”
El paisaje es trágico si uno mira edificios y autopistas quebrados y derrumbados. Pero si uno mira los ojos de la gente, si uno escucha las voces que se quiebran y musitan su dolor, su indignación, su dignidad, su esperanza, su amor, entonces el paisaje cambia. Para describir este paisaje de la vida tomamos el testamento de Pablo VI –que como dice Martín Descalzo “adjetivaba como los ángeles”-.
Testimoniaba Pablo VI antes de morir: “la vida es dolorosa, dramática, magnífica”.
Descalzo agrega: “Dolorosa porque siempre se vive cuesta arriba. Dramática porque en cada instante nos jugamos nuestro destino. Magnífica porque todo es un don, y un don de amor. Sin que importe que las raíces sean oscuras, porque sabemos que, mientras ellas pelean bajo tierra, ya hay un pájaro cantando en sus ramas”. Esa es la imagen de la bandera en medio de las ruinas.
No hacen falta topadoras para despejar la desolación de un rostro.
Tampoco alcanzan.
Si solo se perdieron bienes materiales, aunque lleve cuatro años reconstruir, esa desolación se olvida.
Y si lo que se perdió fue a alguien querido, la pena acompañará toda la vida.
Pero cuando se destruye todo queda el paisaje humano. Ese que cuesta mirar cuando todo funciona y brilla y la vida parece que estuviera tecnológicamente encarrilada. Me llamó la atención lo que dijo un funcionario chileno, advirtiendo a los países ricos y avanzados: “lo primero que colapsó fue la tecnología”. Y en muchas personas –en los que viven confiados en sus aparatos- eso produce rabia y descontrol (hasta el punto de robar electrodomésticos!!!). Es una dura lección para aprender que lo que valen son los vínculos humanos, los que se establecen entre los más cercanos, entre vecinos, entre familiares y amigos. Esos son los que hay que cultivar y fortalecer. Te van a ayudar tus vecinos…
Pero más hondo aún que la solidaridad humana, el Señor apunta a la relación con Él. Y nos conforta ante las catástrofes y las persecuciones diciendo:
Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen (…). Habrá grandes terremotos… Pero antes de todo eso, los perseguirán a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí” (Lc 21, 8 ss).
¿A qué mentalidad tenemos, entonces, que convertirnos? A la mentalidad evangélica de que la vida sólo tiene sentido gracias a Jesucristo, que dio su vida por amor y nos enseña a dar testimonio de este amor con nuestra propia vida.
Se nos urge a convertirnos a Jesús que es el único que nos puede cantar al unísono esos tres adjetivos de la vida: dolorosa, dramática, magnífica. Sólo en Jesucristo muerto y resucitado la vida es dolorosa, dramática y magníficamente bella.
Pero ¿entonces qué? ¿Este mundo no tiene sentido sin Jesús?
Eso es lo que el Señor reafirma, aprovechando lo que el mal natural (catástrofes) y el mal humano (el odio y la persecución) nos hacen intuir.
¿Quiere decir que no tenemos derecho –ya que se nos da la vida- a una existencia “normal”, en la que si tenemos que morir al menos no sea antes de tiempo o de mala manera? ¿Quiere decir que se nos puede caer una torre o nos pueden asesinar al entrar a nuestra casa y nos pueden odiar porque sí? Esto ya lo sabemos. No necesitamos que nadie nos lo confirme o lo desmienta.
Entonces ¿hay que vivir a la defensiva?
Nada de eso. El Señor nos advierte de “no preparar la defensa” en las persecuciones y de no preocuparnos por el día de mañana. Tampoco es que “el fin” vaya a llegar tan pronto…
Lo que Jesús dice es algo más profundo, que apunta a vivir la realidad de manera positiva, pero radicalmente positiva: amando y sirviendo todo lo posible, dado que el tiempo es corto y el mundo tan imprevisible. No sabemos cuándo llega nuestra hora.
Por eso la parábola de la higuera estéril. Jesús es el viñador que intercede ante el Padre para que no nos corte antes de que demos fruto. El Señor es el que cava a nuestro alrededor y pone abono para que demos fruto.
El Señor invierte la dinámica de asegurar la vida desde afuera (que no ocurran catástrofes) y la convierte en un poner todo el corazón en dar frutos desde adentro. Entonces las banderas se alzan –embarradas y rotas- sobre las ruinas y en los ojos que se alzan a mirarlas la vida brilla dolorosa, dramática, magnífica.
Diego Fares sj
El hombre de la bandera