Domingo de Ramos C 2010

La Pasión del Señor y nuestras pasiones

“Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los Apóstoles y les dijo: He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión”.
…..
En seguida Jesús salió y fue como de costumbre al monte de los Olivos, seguido de sus discípulos. Cuando llegaron, les dijo: «Oren, para no caer en la tentación». Después se alejó de ellos, más o menos a la distancia de un tiro de piedra, y puesto de rodillas, oraba: «Padre, si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». Entonces se le apareció un án-gel del cielo que lo reconfortaba. En medio de la angustia, él oraba más intensamente, y su sudor era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo. Después de orar se levantó, fue hacia donde estaban sus discípulos y los encontró adormecidos por la tristeza. Jesús les dijo: «¿Por qué están dur-miendo? Levántense y oren para no caer en la tentación».

Contemplación
La contemplación de este Domingo de Ramos, en que la liturgia nos evangeliza con la Pasión según San Lucas, nace de una impresión y de un deseo. La impresión, compartida con muchos, es la de que la Semana Santa siempre me encuentra poco preparado. Y cuando llega ese momento especial en medio de las ceremonias en que el Señor se las ingenia para conmover mi corazón, surge también la pena de no haberme preparado mejor para aprovechar su gracia.

El deseo es el de “preparar mejor la Pascua”. Escribiendo esto me doy cuenta de que así comienza la Pasión. Jesús mismo manda que preparemos la Pascua:
“Llegó el día de los Azimos, en el que se debía inmolar la víctima pascual. Jesús envió a Pedro y a Juan, diciéndoles: «Vayan a prepararnos lo necesario para la comida pascual»”.

Los discípulos le preguntaron: “¿Dónde quieres que la preparemos?”. Nosotros podemos preguntar “¿Cómo querés que la preparemos?”. Cómo en cuanto a los afectos: ¿Con qué disposición afectiva, centrados en qué sentimientos, con cuánto fervor y pasión querés que preparemos la Pascua?

Leyendo la Pasión uno puede ir tanteando en las escenas y en los diálogos, tratando de imaginar afectivamente cuáles serían los sentimientos de Jesús en la Pasión. Los sentimientos fuertes, quiero decir, los más hondos…

Al fijar el corazón en esto de los sentimientos impresiona mucho lo humano y lo divino que se ve a Jesús. Por un lado se lo ve Dueño de sí, con un Señorío que está lleno de la potencia del Espíritu y que se manifiesta hasta en los últimos detalles. No lo vemos al Señor poseído por un solo sentimiento (depresión por la traición, miedo a la muerte, bronca por los que lo empujan y se le burlan…). Al contrario, uno lo siente como atento a todo, con los sentimientos a flor de piel, pero centrados. El Señor siente todo: lo grande y dramático y lo pequeño y banal. Como dice Guardini “Jesús saca de su interior las fuerzas más vigorosas y se arma para la lucha suprema”.
Por otro lado –y esto es lo que contrasta con el Señorío- Jesús es arrastrado por los acontecimientos. En esto es como cualquier ser humano. En unas pocas horas lo arrestaron, lo condenaron y lo ejecutaron. Y lo que admira es el trabajo interior que el Señor hace. No se si me explico: me impresiona que “no trate de cambiar los acontecimientos”. Se somete a ellos y los modela desde adentro. Eso es lo que deslumbra en la Pasión: parece que a Jesús le pasan todas y que es el único que no actua y eso mismo hace que surja con nitidez la fuerza de su amor. El Señor padece con amor. Y ama apasionadamente.

Aquí es donde entran nuestras pasiones. A ellas tiene que llegar el efecto benéfico de la Pasión del Señor. No solo a nuestras ideas y buenas intenciones. La Pasión tiene que llegar nuestras pasiones, a ese lugar en donde un “salta” (pasión irascible) o donde uno es “arrastrado irresistiblemente” (pasión concupiscible). Allí tiene que llegar la gracia de la Pasión de Cristo, para apasionarnos con el Bien y para fortalecernos ante el mal.

Uno de los dramas de nuestro mundo, dicen los psicólogos, es la pérdida del deseo. Invadidos por bienes menores –bienes de consumo- se nos apaga el deseo del Bien con mayúsculas (el Bien común, de todo el hombre y de todos los hombres, el Bien trascendente). El amor a las chucherías tecnológicas enfría el Amor apasionado a las personas.
Por otro lado, los males que se nos muestran con toda crudeza no vienen “revestidos de publicidad” y causan verdadera angustia. Si uno ve los noticieros podemos entender bastante lo que significa el ver los pecados del mundo, los males y sufrimientos por los cuales va Jesús a la Pasión. Nosotros los vemos en gran medida todos los días. Angustia grande y real y deseos artificiales y pequeños: una mala mezcla. En estas coordenadas se mueven nuestras pasiones: el deseo del bien (concupiscencia) y el rechazo del mal (irascibilidad).

¿Y Jesús? ¿Cuáles son sus deseos apasionados? ¿Qué mal le angustia? ¿En qué amor está arraigado su Corazón?

Elegimos del evangelio de Lucas dos pasajes en los que se habla explícitamente de sus deseos y angustias.

Pasión por la Eucaristía

“Llegada la hora, Jesús se sentó a la mesa con los Apóstoles y les dijo: He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión”.

Es la única vez que el Señor abre su corazón mostrando su “deseo ardiente”. Una vez había dicho que venía a traer fuego a la tierra y cómo deseaba que ya estuviera ardiendo. Pues bien, aquí nos muestra en qué consiste ese deseo ardiente: es deseo de “comer la Pascua con sus amigos”. Es el deseo de “hacer la Eucaristía antes de su Pasión”. En la Pasión su entrega será un puro dejarse arrastrar, ser entregado en manos de sus enemigos y dejarse crucificar. En la Eucaristía su entrega es un puro don, un partirse como pan y compartirse como vino consagrados, un darse como alimento y establecer una comunión íntima y total con los suyos. La Pasión de Jesús es la Eucaristía, acción de gracias al Padre y unificación en sí de sus amigos.
Cuando el Señor dice deseo ardiente dice hambre de verdad, como el del hijo pródigo que “deseaba ardientemente comer las bellotas de los cerdos”. El Señor tiene hambre y sed de Eucaristía, de entrar en comunión con nosotros, en una comunión que nos purifica de todo lo propio egoista nuestro y nos hace latir con sus sentimientos y compartir sus deseos de salvación para todos los hombres.
Nuestro mundo sin deseos tiene hambre y sed de la Eucaristía. En todas nuestras ansias late escondida y puja por salir a la luz este deseo de la Eucaristía, de entrar en comunión total con el que nos creó, con el que puede perdonarnos nuestros insoportables pecados y encendernos la esperanza de un amor grande y vivificante.
Toda nuestra concupiscencia exacerbada por la publicidad y el mundo del consumo no hace más que aumentar el hambre de Dios, el hambre del Bien verdadero, que se concreta en la Eucaristía, al comer el Pan de Vida y al beber la Sangre del Señor que se derrama para el perdón de los pecados.
Si en algún lugar podemos poner nuestra pasión (esa que todos tenemos y que muchas veces no se pone en movimiento por no encontrar un objeto adecuado) es en la Eucaristía. Creer que el Señor viene a nosotros apasionadamente y corresponderle yendo a comulgar apasionadamente (en la misa y en los lugares de comunión con los hermanos).

Pasión por la oración
Si ante el Bien que expresa la Eucaristía el Señor siente un deseo ardiente, ante el mal de la muerte que le sobreviene el Señor experimenta una angustia enorme que lo lleva hasta sudar gotas de sangre. El mal causa enojo y angustia. Si sentimos que podemos vencerlo, se despierta la pasión de la ira y arremetemos con violencia. Pero cuando es desproporcionadamente enorme, nos invade la angustia, un querer enfrentarlo y sentir que no podemos. Aquí el Señor nos enseña la lección del Huerto, quizás la más hondamente humana: “En medio de la angustia, él oraba más intensamente”. En su interior se ve la lucha por querer cambiar los acontecimientos y la transformación que experimenta en su voluntad al poner, por encima de todo el mal, al Padre, Bien Único y Supremo. El Señor vence el mal, internamente, adhiriéndose al Bien.

Este orar más intensamente es su recomendación (con el gesto de llevarlos consigo y de orar tres veces) a los discípulos, a los que la angustia los ha anestesiado y se han dormido de tristeza. Oren para no caer en la tentación de la desesperación y del bajar los brazos. En la angustia, la pasión tiene que orientarnos al Padre, en cuyas manos debemos ponernos sobreponiéndonos a la aplastante sensación de impotencia.

Pasión por la Eucaristía, Pasión por la Oración. Son como dos caras de la Pasión por el Padre. El Amor al Padre lo lleva a Jesús a desear ardientemente hacer la Eucaristía y a padecer en la Cruz. Son las dos expresiones de su Amor. Centrados sus afectos en el Padre, todo en Jesús será servicio (lavatorio de los pies), comunión fraterna, perdón hasta a los enemigos (Padre perdónalos porque no saben lo que hacen), abandono en Dios (Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu).

Y para que no queden dudas de que su Pasión es alimento y remedio para nuestras pasiones, nos deja a su Madre para que la llevemos “a nuestra casa”, a lo más propio nuestro: “a la intimidad de nuestros afectos”, como dice Juan. Nuestra Señora es la que, con su manera de vivir la Pasión de su Hijo, apasionada por lo que le apasiona a El y no por ningún otro deseo o dolor, nos enseña a centrar en Cristo nuestro amor de manera tal que ordene nuestras pasiones y afectos y todos nuestros sentimientos, haciendo que sean los mismos que los sentimientos de Jesús.
Diego Fares sj

Domingo de Cuaresma 5 C 2010

El ABC de Dios

Jesús se fue al monte de los Olivos. Por la mañana temprano volvió al templo y toda la gente se reunió en torno a él. Jesús se sentó y les enseñaba. En esto, los maestros de la ley y los fariseos se presentaron con una mujer que había sido sorprendida en adulterio. La pusieron en medio de todos y preguntaron a Jesús:
– Maestro, esta mujer ha sido sorprendida cometiendo adulterio. En la ley de Moisés se manda que tales mujeres sean apedreadas. ¿Tú qué dices?
Esto lo decían tentándolo, para tener de qué acusarlo. Pero Jesús inclinándose hacia el suelo escribía con el dedo en la tierra. Y como ellos persistían con la pregunta, se levantó y les dijo:
– El que esté sin pecado de ustedes, que sea el primero en tirarle a ella una piedra.
E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Al oír esto uno por uno empezaron a retirarse, comenzando por los más viejos, y permaneció sólo, con la mujer allí en medio, parada. Levantando la cabeza Jesús le dijo:
– Mujer ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?
Ella dijo:
– Ninguno, Señor.
Dijo entonces Jesús:
– Yo tampoco te condeno.
Anda y de ahora en adelante ya no peques más (Jn 8, 1-11).

Contemplación

“Mujer ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?”
Con su sola presencia en medio de la situación, con el peso de su silencio, de su inclinarse y ponerse a escribir con el dedo en el suelo (¿qué habrá escrito el Señor?, se preguntan siempre los exegetas), Jesús logra que se despeje la escena hasta quedar como único referente de la mujer.

No lo consigue de una, le cuesta tiempo. Se nota la tensión en el ambiente: cómo van soltando las piedras y comienzan a irse, los más viejos primero (ya que son los más zorros y se dan cuenta enseguida cuando han perdido y es mejor que se vayan rápido)…, a regañadientes los demás, como queriendo volver a discutir, disgustados de que los hayan dejado sin palabras luego de haberse ilusionado con que tenían el caso perfecto para entrampar a Jesús.

De eso se trata también en el mundo de hoy, plagado de discusiones y condenas. Uno a veces se pregunta ¿cuál es el tema? ¿Qué es lo esencial, en medio de tanto palabrería?
Pienso que de lo que se trata es de descubrir a Jesús arrodillado en el suelo, cercano a las víctimas, poniéndose junto a ellas en medio de los que gritan y condenan.
Hay que estar atentos. Porque si uno no se fija bien, puede ser arrastrado por la multitud, que primero sorprende a otros y los expone a la opinión pública y luego se retira ofuscada a buscar nuevas presas.

“¿Y qué dice la Iglesia?” pregunta siempre alguno. Pero los que no tienen interés verdadero en escuchar pasan rápido a otros temas. Por eso no hay que distraerse (como dice Benjamín en El secreto de sus ojos cuando confiesa que durante veinte años “se distrajo” y vuelve al caso del crimen que quedó aparentemente irresuelto). Si uno no se va y permanece en la escena, sin piedras en las manos, puede escuchar las preguntas de Jesús a la mujer que solloza en silencio: “Mujer ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?”

¡Las preguntas de Jesús! Son de las cosas más hermosas del Evangelio. Con sus preguntas el Señor limpia el panorama, devuelve la vista, hace tomar conciencia de las cosas. Sus preguntas son sanadoras de parálisis añejas -¿Querés sanarte?-, desatan entripados que nos hacen caminar tristes -¿Y de qué discuten que tienen esa cara de tristeza por el camino?-, hacen nacer esperanzas nuevas para seguirlo por el camino -¿Qué querés que haga por vos?-, aclaran deseos de discipulado -¿Qué buscan?-, liberan de injurias -¿Nadie te ha condenado?-.

Por eso el “Tú qué dices” de los escribas y Fariseos es la pregunta humana clave (aunque ellos la digan con mala intención).

Se trata de preguntarle lo más posible a Jesús “¿Y Vos qué decís?”.

¿Qué haría Jesús en mi lugar?, como se preguntaba Hurtado.

La oración es darle a Jesús un tiempo para que responda a nuestras preguntas.

Hay que saber que Él está en el centro de la escena. El mundo lo pone en el centro. Si uno afina el oído siempre está latente la pregunta “Y Jesús ¿qué dice de esto?”. A veces la pregunta está ninguneada, como diciendo “ya se lo que dice la Iglesia y no convence a nadie”. Pero la pregunta está. Surge siempre.

Pero para escuchar la respuesta del Maestro hay que quedarse en la escena.
El Señor no sigue el ritmo vertiginoso de los condenadores. El Señor vive al ritmo de la misericordia y necesita tiempo para que, con delicadeza, el corazón del que está lastimado se recomponga.

La primera dilatación del tiempo la establece Jesús con su cercanía con la mujer. El Señor se pasa un rato callado, sin responder inmediatamente a la acusación y ese silencio lo acerca a ella, que va notando una presencia distinta.
La mujer está avergonzada, tiene la mirada baja. Se ha hecho silencio y ella se queda atenta esperando la respuesta de Jesús que se hace desear. Podemos sentir con ella cómo se acalla primero el murmullo de sus acusadores y luego, al ver que Jesús no responde nada, comenzamos a escuchar como alzan de nuevo la voz, cómo instan a Jesús a que responda: “persistían con la pregunta”.

El Señor vuelve a dilatar el tiempo remitiéndolos a su propia conciencia. Se pone de pie y les dice: “El que esté sin pecado que le tire la primera piedra”. E inclinándose de nuevo sigue escribiendo. Se juega entero Jesús. ¿Podría haber sucedido que alguno tirara anónimamente la primera piedra y contagiara a la masa, como hacen algunos activistas cuando quieren suscitar la violencia? Creo que sí y el hecho de que no haya sucedido muestra que en realidad no era condenar a la mujer lo que les interesaba. Jesús sabe que lo que quieren es condenarlo a Él. Que no les interesa la mujer. Juan hace notar la intensidad de los silencios del Señor, cómo pesa las cosas y elige las palabras que dice. Es que el duelo con los acusadores es un duelo a muerte. De hecho, salen vencidos esta vez (Jesús logra salvar a la mujer a la que eligen como víctima para atacarlo a Él) pero aprenden. En el juicio antes de la Pasión todo será a los empujones y no dejarán que el Señor los confunda con su veracidad. Le tirarán las piedras cruzadas, lograrán que la piedra la tire Pilato, usándolo de idiota útil.
Todo esto está en juego y por eso el Señor se toma su tiempo. En cada acusación, en cada condena, está Él en juego. Por eso el Señor deja en la Iglesia la regla del perdón. La condena es una dirección que si se toma, lleva luego a tener que seguir condenando toda la vida para no ser condenado. Este mecanismo es el que pone al descubierto el Señor al decirles lo de la primera piedra. Los más viejos, que son más zorros, se dan cuenta en seguida que han perdido esta batalla y se retiran primero. No se quedan a pedir perdón ni se convierten. Se van a planear nuevas estrategias de condena.

Nosotros no nos vamos. Permanecemos en la escena y escuchamos lo que piensa el Señor de una situación así.
Una vez más el Señor dilata el tiempo de su respuesta. Antes de decir lo que él piensa le hace la doble pregunta a la mujer.
“¿Dónde están?” es la primera pregunta.
Con ella logra que la mujer alce los ojos y mire a su alrededor.
La escena está limpia, despejada.
No quedan acusadores, no quedan espectadores. No se escuchan las voces airadas, ni los dardos de las acusaciones.
La voz de Jesús crea espacio para que ella mire, para que ella piense, para que ella sienta… “Si Cristo está por nosotros ¿quién estará contra nosotros? Si El nos perdona ¿quién nos condenará?”.

Luego la otra pregunta “¿Ninguno te ha condenado a muerte?”
“Ninguno, Señor” –responde, ahora sí, ella.
Es la única frase que pronuncia la mujer. Dos palabras nada más, pero que en el contexto lo dicen todo.
“Ninguno” es una constatación de la situación: no queda nadie, nadie puede condenarla, nada ni nadie.
“Señor”, es una confesión de fe.
Podría no haber respondido nada y haber salido corriendo, como un ladrón acorralado que apenas ve la ocasión se escapa sin más.
Si sólo hubiera dicho “ninguno”, se habría puesto al lado de Jesús, como de igual a igual y agradecerle que la hubiera salvado de los otros.
Al decir “ninguno, Señor”, reconoce que falta que Jesús pronuncie sentencia. Se pone en sus manos, reconoce que es el Señor el que no permite que nadie juzgue pero para juzgar Él (si se lo pedimos, si nos quedamos). No queda nadie pero queda Jesús y ella lo reconoce como Señor y se queda esperando su juicio.
Por eso, la frase de Jesús “Yo tampoco te condeno” tiene un sobreentendido especial. El Señor le ha dado tiempo con sus preguntas y ella ha captado que Jesús quiere hacer algo más, no solo salvarla de sus pesadillas interiores y de sus perseguidores externos. En su respuesta estuvo un “Yo te acepto a Vos como Señor y Juez” y en la frase de Jesús está el perdón pleno: “Yo, a quien Vos aceptás como Juez, tampoco te condeno”.
La delicadeza del diálogo es infinita.
Ese diálogo tiene que establecerse en toda confesión.
Hay que permitirle al Señor que se tome su tiempo para perdonarnos, librándonos primero de todos nuestros acusadores (externos e interiores) hasta que nos quedemos solos frente a él y le pidamos que sea Él quien nos diga algo sobre nuestros pecados. El Yo tampoco te condeno es la frase más liberadora que existe y que sólo Jesús puede pronunciar.

La última dilatación del tiempo la propone el Señor con la siguiente frase: “De ahora en adelante no peques más”. Con esta frase hermosa le abre un tiempo nuevo, sin el peso de culpas pasadas y sin discusiones presentes. El Señor la invita a mirar para adelante. Un adelante que pasa por Él, por sus ojos, por su mano que la ayuda a incorporarse. Un adelante en el que está Jesús, que va a ser condenado en vez de ella, por ella.
Poder vivir para adelante, sin culpas pasadas ni acusaciones presentes es una manera de vivir el tiempo que sólo Jesús nos puede dar.
En la escena de la pecadora perdonada, las inclinaciones del Señor, sus preguntas y respuestas, nos hacen sentir los pasos de este tiempo, sus pausas, su ritmo, su intensidad y espesura.
Sólo un detalle más: que el Señor se arrodille y escriba sobre la tierra (la ley se escribió sobre tablas de piedras) indica que lo que aquí sucede es el ABC de Dios, lo básico de lo básico: la “no acusación a los otros” y el “pedir y recibir el perdón de Él”, que lo concede con misericordia y esperanza infinitas, es la base de la Nueva Alianza.


Diego Fares sj

Domingo de Cuaresma 4 C 2010

 Los gestos del Padre y el mundo de los hijos

Se acercaban a El todos los publicanos y pecadores para oírlo. Y murmuraban los fariseos y los letrados diciendo:–Este a los pecadores los recibe y come con ellos. Entonces Jesús les propuso a ellos esta parábola diciendo: –Un hombre tenía dos hijos. Y el menor de ellos (el adolescente) dijo a su padre: «Padre, dame la parte de la herencia que me correspon-de». Y el Padre les repartió el patrimonio. Después de no muchos días, el hijo menor jun-tando todo, se marchó a tierras lejanas y allí dilapidó su herencia viviendo licenciosamen-te. Cuando lo había gastado todo, sobrevino una gran hambruna en aquella región, y él comenzó a padecer necesidad. Entonces fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aque-lla región, quien le mandó a sus campos a apacentar cerdos. Y él ansiaba llenar su estó-mago con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi Padre le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros». Y levantándose fue a su Padre.
Cuando aún estaba muy lejos, su padre lo vio, y se conmovió en sus entrañas, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos. El hijo empezó a decirle: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus criados: «Rápido, saquen el mejor vestido y vístanlo; pónganle también un anillo en su mano y sandalias en los pies. Y traigan el ternero cebado, mátenlo y alegrémonos (celebremos un banquete de fiesta), porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado». Y comenzaron a alegrarse (fes-tejar).
Su hijo mayor estaba en el campo. Y cuando volvió, al acercarse a la casa, oyó la música y los coros, y llamando a uno de los criados y le preguntó qué eran estas cosas. El criado le dijo: «Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado sano». Se indignó, entonces, y no quería entrar… pero su padre saliendo comenzó a rogarle. Pero él respondiendo le contestó: «Resulta que hace tantos años que te sirvo sin haber traspasado jamás tus mandatos, y jamás me diste un cabrito para alegrarnos (celebrar una fiesta) con mis amigos. Pero apenas llegó ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y mataste para él el ternero cebado». Pero el Padre le respondió: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todas mis cosas son tuyas. Era oportuno alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (Lc 15, 1-3.11- 32).

  Contemplación

La oración de hoy es una contemplación ponderada de los gestos del Padre para ayudar a descubrir su Sabiduría y su Cariño detrás de los mundos, aparentemente alejados de él, en el que viven sus hijos.

 Jesús nos revela a un Padre que deja ir y a un Padre que sale a abrazar y a rogar.

El Padre les repartió el patrimonio.

El Padre salió corriendo  a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos.

El Padre, saliendo comenzó a rogarle.

 Un Padre que deja ir (sin reproches)

“El Padre les repartió el patrimonio”. En griego dice “les repartió la vida (bios). Es que en el mundo antiguo los bienes estaban más cerca de la vida en el sentido de “lo que se tiene para vivir” (como la viuda). El patrimonio o herencia es algo bien concreto: lo que hay en casa. No existía esa separación o abstracción actual en la que hay “bienes en el supermercado”, dinero en el banco, papeles que nos hacen poseedores de cosas futuras. Para darle al hijo menor su parte el Padre debe haber tenido que gastarse todo el efectivo y quedarse con las cosas. Si no tendría que haberle dado parte del campo y de los animales… De ahí la bronca del mayor, me imagino: “Se gastó todo el dinero con prostitutas y encima matas el ternero cebado”.

 Este primer gesto del Padre, que consiste en agarrar las monedas y lingotes, meterlos en una bolsa y poner la bolsa en las manos de su hijo, es un gesto que hay que visualizar detrás de la imagen del mundo actual que vemos cotidianamente.

 La imagen del mundo actual, tal como lo vemos en los medios, es la del mundo del hijo pródigo con el efectivo en las manos (o luego de haberlo gastado).  Y esa sensación que tenemos de que Dios no está en la vida del mundo actual, es real. Porque para que el hijo tenga la bolsa en las manos, se tiene que haber alejado de la Casa donde habita el Padre. El Padre habita en los lugares donde hay gente que dice: “todo lo mío es tuyo”, y está muy lejos de los lugares donde hay gente que manotea el efectivo para su exclusivo provecho.

El mundo que vemos, en el que luchamos y sufrimos, gira en torno a los bienes que nos hemos llevado de la casa del Padre. La vida actual se vive (se gasta) en efectivo y el efectivo es anónimo, fugaz, cambia de mano, no tiene historia… Detrás, está activa una alianza rota unilateralmente, hay una decisión que ha exigido al Padre “la parte que me corresponde”, y el Padre nos la ha dado. Por eso vivimos en un mundo que se ha independizado del Padre. La consecuencia es que en el mundo del hijo pródigo la riqueza y la miseria son anónimas. “Nadie le daba las bellotas”. Las podía agarrar, pero extrañaba alguien que sirviera un plato de comida con cariño materno.

En cambio, en la casa del Padre el ternero es “el ternero cebado”.

En la casa del Padre “todo lo mío es tuyo” como le dice el Padre al hijo mayor.

 El gesto del Padre de “dejarnos ir con nuestra parte, de no intervenir mientras nos gastamos la vida vanamente, de no reprocharnos nada y contener la tristeza en su corazón, esperando la vuelta y preparando el abrazo, es el que posibilita los distintos mundos del hijo pródigo, tanto los de alejamiento como el de regreso. Son mundos en los que es bueno discernir la falsa esperanza que sustituye a la Verdadera Esperanza.

 Los cuatro mundos del hijo pródigo

El mundo casa del hijo pródigo es un mundo en el que circulan esas ilusiones que nos hacen sentir incómodos en la familia. El runrun que se escucha es “ganas de irse”: irse de la casa, irse de la iglesia, irse de la patria (o ganas de que se vayan todos). Es la ilusión del hijo pródigo de independizarse de todos los ritmos, normas, valores y tradiciones de la vida de nuestros mayores.

 El mundo festichola del hijo pródigo es un mundo en el que circula (y a gran escala) la ilusión de la posesión, del gozo y del poder sin límites. Para algunos pocos es una ilusión bien real, vivida día a día y que los lleva a gastarse todo lo que la humanidad tiene para vivir. Hay gente que se está comprando todo y poniendo a su nombre el patrimonio común. Los discursos varían de país en país –unos más prolijos, otros más groseros, algunos de manera hermética- pero la realidad es la misma: la caja la manejan pocos. Y ya casi no existe “patrimonio real”. El mundo virtual del dinero y las leyes se apodera de todo, de manera tal que “la parte” de los pródigos es prácticamente todo lo que hay de “bienes”. En muchísimos esta ilusión es casi pura ilusión. Vidas enteras se gastan en lo que dura un paco o un cargo político. Pero es la ilusión asesina que todos los días hace que los hijos pidan su parte y se vayan lejos del Padre.

 El mundo chiquero del hijo pródigo es un mundo sin ilusiones. Más bien lo que se vive son pesadillas y pesadillas bien reales. Es el mundo de los que viven y trabajan en la miseria, en el chiquero. Paradójicamente es en este estado de “no ilusiones” donde nace la Esperanza. Si bien es fuerte el deseo de las bellotas de los cerdos, es más significativa la añoranza de la Casa del Padre que se despierta en el corazón de los que viven en la miseria.

 El mundo de la miseria se convierte en mundo de la Misericordia

El mundo de la miseria se convierte en el de la misericordia.

Es que en la miseria se clarifica lo que somos: seres necesitados de misericordia.

Y no de una misericordia coyuntural, como si estuviéramos “en situación de calle” o de terremoto.

Lo que se revela es la necesidad de una Misericordia infinita.

Cada uno personalmente y todos juntos somos seres necesitados de infinita Misericordia.

Como familia necesitamos una Misericordia infinita.

Como nación necesitamos una Misericordia infinita.

Como humanidad necesitamos una Misericordia infinita.

Mientras contamos con bienes para gastar quizás no se note, pero basta una gripe A, basta una lluvia fuerte, basta un problema económico, basta un pecado…, y nos vemos sumidos en la más dura miseria y necesitados de mucha pero mucha misericordia.

 Ahora, para llegar a sentir en las entrañas ese hambre de Misericordia que sólo el Padre Misericordioso puede saciar, pareciera que cada uno tiene que haberse desilusionado de todas sus ilusiones falsas, la de irse de alejarse del Padre y gastarse su parte a capricho.

Y es bueno darse cuenta de que aún esto no hubiera sido posible sin ese gesto del Padre de haber puesto en nuestras manos, generosamente, lo que consideramos que era “nuestra parte”. ¡Hasta pecar contra Él lo hemos hecho con lo que nos regaló de vida!

 Un Padre que está esperando y sale para abrazar y besar ( No un padre ausente)

“El Padre salió corriendo  a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos”. El segundo gesto del Padre es el de su abrazo. Le implicó todo un tiempo de “estar esperando”. En ese gesto el Padre se da entero. No da su patrimonio sino su corazón. Y es un gesto total y sin peros, un abrazo conmovido, contenido por mucho tiempo, lleno de infinito amor. La alegría de ese abrazo incondicional suscita en los hijos el alivio inmenso de estar otra vez en casa. El abrazo hace que nos sintamos aceptados y redimidos, que recobremos nuestra identidad y dignidad de hijos queridos. Es algo que no tiene precio.

Estos dos gestos del Padre Misericordioso son misteriosamente complementarios.

El hijo pródigo es capaz de sentir el peso amoroso y exigente del Abrazo porque sintió el peso de los talentos y denarios que el Padre le puso en sus manos.

 Un Padre que sale de sí para dialogar (no “que lo sacan”)

“El Padre, saliendo comenzó a rogarle”. En cambio el hijo mayor no entiende el abrazo porque no entendió el primer gesto. Le pareció que su Padre era ingenuo o injusto.

Y así como coexisten los mundos del hijo pródigo en la superficie de nuestro mundo actual, también está activa la levadura que se agrió en el corazón del hijo mayor. El suyo es un mundo más cerrado que el de su hermano pródigo. El mundo del hijo pródigo, como veíamos pasó por distintos estados. El del hijo mayor pareciera estar dominado por un solo sentimiento. El despecho le fue ganando el corazón y fue ensombreciendo su mirada. Se volvió mezquino hasta para reprochar. El otro se llevó todo su patrimonio y el vivió resentido en torno a un cabrito. El deber y el no saltarse ni un mandamiento le enfrió el corazón. No gozaba sintiendo suyo todo lo del Padre.

El mundo que no gira en torno a la misericordia se vuelve un mundo miserable

El mundo miserable del hijo mayor, así lo podemos llamar. Miserabilidad del que no se anima ni siquiera a pecar porque hasta para pecar hay que “gastar”, hay que “darse”, hay que “perder” y “compartir”. El hijo resentido es miserable por deserción, por omisión, por no jugarse. Se vuelve miserable por no querer sumarse al ser misericordioso del Padre.

Sanar esta actitud le cuesta más al Padre; el abrazo silencioso no basta. Se requiere mucho diálogo. Un diálogo que no se pudo dar en mucho tiempo y que surgió sólo con la crisis que provocó la fiesta por el hermano que volvió arrepentido. Pero el Padre así como cultivó el abrazo y lo contuvo tantos años, también cultivó la Palabra que tenía para su hijo mayor: “Hijo, todo lo mío es tuyo”.

¿Y Jesús?

Jesús, que humildemente se “autoborra” en la parábola (en otras se ve que es el Hijo a quien el Padre celebra las bodas o le confía la Viña), es este     “Abrazo” del Padre (que se vuelve explícito en los brazos abiertos en la Cruz) y esta “Palabra” (la Palabra del Evangelio) que incluye, abraza, e invita a la fiesta (que es cada Eucaristía). ¡Un genio el Señor! El Padre puede estar bien orgulloso de un Hijo así. Y este hijo nos incluye a nosotros! ¡Qué tipo, el Señor!

 Diego Fares sj

Domingo de Cuaresma 3 C 2010

Dolorosa, dramática, magnífica

En aquel momento llegaron unos a contarle lo de aquellos galileos, a quienes Pilato había hecho matar, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús les dijo:
–¿Ustedes creen que aquellos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás? Les digo que no; más aún, si no se convierten y cambian de mentalidad, también ustedes perecerán de manera similar.
Y aquellos dieciocho que murieron al desplomarse sobre ellos la torre de Siloé,
¿creen que eran más deudores que los demás habitantes de Jerusalén?
Les digo que no; y si no se convierten y cambian de mentalidad, todos perecerán de manera similar.
Y Jesús les propuso esta parábola:
Un hombre había plantado una higuera en su viña,
pero cuando fue a buscar fruto en la higuera, no lo encontró.
Entonces dijo al viñador:
«Hace ya tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro.
¡Córtala! ¿Por qué ha de ocupar terreno inútilmente?»
El viñador le respondió:
«Señor, déjala todavía este año; yo la cavaré y le echaré abono,
a ver si da fruto en lo sucesivo; si no lo da, entonces la cortarás» (Lc 13, 1-9).

Contemplación

Le comentan a Jesús dos noticias de aquellos tiempos que bien podrían ser de nuestra actualidad: una se refiere a asesinatos infamantes, con odio religioso, la otra noticia es de una catástrofe natural.
Estas muertes colectivas nos conmocionan.
De hecho, toda muerte es dolorosa y, en el ámbito íntimo de los más cercanos, siempre es una catástrofe (todo se viene abajo (katá) y se da vuelta (strofé) para mal repentinamente).
Cuando nos toca la muerte de una persona querida siempre parece o ilógica o injusta, o a destiempo, o demasiado dolorosa… Pero como para el resto de la gente no lo es tanto, el dolor se guarda y uno sigue viviendo. Ahora, cuando suceden estas muertes colectivas, como las de los terremotos de Haití y Chile, cuando la violencia toca a cualquiera, sin lógica ni motivo y con saña, se produce un shock mayor, que nos afecta socialmente. Con la contención de otros seres queridos uno puede aceptar, en distinta medida, la muerte individual, pero cuando en la muerte de una ciudad entera se experimenta la vulnerabilidad de la Tierra, se nos remueven los cimientos en que se fundamenta el sentido mismo de la existencia. Es curioso cómo los medios, luego de unos días, tienden a mitigar las noticias de los terremotos, mientras que la conmoción en la que se encuentran los afectados no cambia. Es que duele ver. Pasan los días y las casas derruidas o inseguras se mantienen inmutables, sin permitir una iniciativa rápida. No hay quién contenga cuando los desastres tienen estas proporciones catastróficas. Pareciera que es más fácil cuando se destruye todo que cuando todo queda semidestruido.

Pero entremos a las respuestas de Jesús. El Señor no suaviza las cosas. Escuchemos bien lo que dice: “¿Ustedes creen que aquellos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás? Les digo que no”.
Lo primero que hace el Señor es descartar la mentalidad que busca culpables, esa mentalidad tan humana que se satisface cuando encuentra un chivo expiatorio (de hecho, la catástrofe es la acción final, el desenlace, de la tragedia. Tragedia es el canto (oda) o grito del chivo (tragos) cuando es degollado, que impresiona como sonido “trágico” o de muerte). Para el que sufre está claro que encontrar un culpable no le devuelve a su ser querido. Pero gran parte de la energía se desgasta buscando venganza y compensación. Las desgracias colectivas ponen al descubierto que la naturaleza es ciega a nuestras culpas y a nuestros méritos.
Nuestro universo es tan amenazador como amigable, tan confortable como hostil.
Y no manejamos sus tiempos ni sus cambios de humor. Terremotos, inundaciones, incendios, huracanes y cambios climáticos (por no hablar de cambios cósmicos, que con una ínfima variación del sol o de algún cometa podrían acabar con la tierra en unos instantes), no tienen nada que ver con culpas o bondades humanas.

Y el Señor agrega “más aún: si no se convierten y cambian de mentalidad, también ustedes perecerán de manera similar”.
¿Qué quiere decir? ¿Qué si nos convertimos no nos pasará nada malo? Creo que no. Creo que el acento está puesto en “cómo nos tienen que encontrar estas catástrofes que, de una manera u otra, nos afectarán”. El desenlace de nuestra vida siempre tendrá algo de catástrofe, de darse vuelta todo repentinamente haciendo sufrir. El asunto está en cómo. ¿Será una tragedia o un drama? ¿Moriremos con el gemido trágico del chivo degollado o viviremos dando la vida, con la confesión de fe de los mártires cristianos?

Viendo las imágenes del terremoto contrasta de manera conmovedora la rigidez de los restos del desastre –muda, inamovible, dura- y los rostros y la voz de la gente. “¿De dónde saca fuerza, abuela?” – le preguntaba un periodista a una mujer mayor que decía “vamos a volver a comenzar”. Y ella, tomando aire, y mirando a lo lejos o para adentro le respondió: “Dios me da la fuerza. Y mis hijos. Ahí está mi hijo”. Y el hijo estaba atando una bandera chilena a un tronco muy alto que levantó con la ayuda de otros. “Es lo que nos queda”, dijo, mirando la bandera por sobre todo lo demás destruido. Es el mensaje de esperanza que se contagia desde aquella foto que un periodista le sacó de lejos a Bruno Sandoval, el artesano de Talca que, levantó de entre los escombros una bandera rota y embarrada y la alzó para ver cómo había quedado, “porque así ha quedado Chile –pensaba- : roto, embarrado…, pero vamos a salir adelante. Sólo hace falta un poco de ayuda; ahí fue que el periodista me chifló para que la sostuviera unos momentos en alto, y sacó la foto.”

El paisaje es trágico si uno mira edificios y autopistas quebrados y derrumbados. Pero si uno mira los ojos de la gente, si uno escucha las voces que se quiebran y musitan su dolor, su indignación, su dignidad, su esperanza, su amor, entonces el paisaje cambia. Para describir este paisaje de la vida tomamos el testamento de Pablo VI –que como dice Martín Descalzo “adjetivaba como los ángeles”-.

Testimoniaba Pablo VI antes de morir: “la vida es dolorosa, dramática, magnífica”.

Descalzo agrega: “Dolorosa porque siempre se vive cuesta arriba. Dramática porque en cada instante nos jugamos nuestro destino. Magnífica porque todo es un don, y un don de amor. Sin que importe que las raíces sean oscuras, porque sabemos que, mientras ellas pelean bajo tierra, ya hay un pájaro cantando en sus ramas”. Esa es la imagen de la bandera en medio de las ruinas.
No hacen falta topadoras para despejar la desolación de un rostro.
Tampoco alcanzan.
Si solo se perdieron bienes materiales, aunque lleve cuatro años reconstruir, esa desolación se olvida.
Y si lo que se perdió fue a alguien querido, la pena acompañará toda la vida.
Pero cuando se destruye todo queda el paisaje humano. Ese que cuesta mirar cuando todo funciona y brilla y la vida parece que estuviera tecnológicamente encarrilada. Me llamó la atención lo que dijo un funcionario chileno, advirtiendo a los países ricos y avanzados: “lo primero que colapsó fue la tecnología”. Y en muchas personas –en los que viven confiados en sus aparatos- eso produce rabia y descontrol (hasta el punto de robar electrodomésticos!!!). Es una dura lección para aprender que lo que valen son los vínculos humanos, los que se establecen entre los más cercanos, entre vecinos, entre familiares y amigos. Esos son los que hay que cultivar y fortalecer. Te van a ayudar tus vecinos…

Pero más hondo aún que la solidaridad humana, el Señor apunta a la relación con Él. Y nos conforta ante las catástrofes y las persecuciones diciendo:
Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen (…). Habrá grandes terremotos… Pero antes de todo eso, los perseguirán a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí” (Lc 21, 8 ss).

¿A qué mentalidad tenemos, entonces, que convertirnos? A la mentalidad evangélica de que la vida sólo tiene sentido gracias a Jesucristo, que dio su vida por amor y nos enseña a dar testimonio de este amor con nuestra propia vida.
Se nos urge a convertirnos a Jesús que es el único que nos puede cantar al unísono esos tres adjetivos de la vida: dolorosa, dramática, magnífica. Sólo en Jesucristo muerto y resucitado la vida es dolorosa, dramática y magníficamente bella.

Pero ¿entonces qué? ¿Este mundo no tiene sentido sin Jesús?
Eso es lo que el Señor reafirma, aprovechando lo que el mal natural (catástrofes) y el mal humano (el odio y la persecución) nos hacen intuir.

¿Quiere decir que no tenemos derecho –ya que se nos da la vida- a una existencia “normal”, en la que si tenemos que morir al menos no sea antes de tiempo o de mala manera? ¿Quiere decir que se nos puede caer una torre o nos pueden asesinar al entrar a nuestra casa y nos pueden odiar porque sí? Esto ya lo sabemos. No necesitamos que nadie nos lo confirme o lo desmienta.

Entonces ¿hay que vivir a la defensiva?
Nada de eso. El Señor nos advierte de “no preparar la defensa” en las persecuciones y de no preocuparnos por el día de mañana. Tampoco es que “el fin” vaya a llegar tan pronto…

Lo que Jesús dice es algo más profundo, que apunta a vivir la realidad de manera positiva, pero radicalmente positiva: amando y sirviendo todo lo posible, dado que el tiempo es corto y el mundo tan imprevisible. No sabemos cuándo llega nuestra hora.
Por eso la parábola de la higuera estéril. Jesús es el viñador que intercede ante el Padre para que no nos corte antes de que demos fruto. El Señor es el que cava a nuestro alrededor y pone abono para que demos fruto.
El Señor invierte la dinámica de asegurar la vida desde afuera (que no ocurran catástrofes) y la convierte en un poner todo el corazón en dar frutos desde adentro. Entonces las banderas se alzan –embarradas y rotas- sobre las ruinas y en los ojos que se alzan a mirarlas la vida brilla dolorosa, dramática, magnífica.
Diego Fares sj

El hombre de la bandera