Domingo del Bautismo del Señor C 2010

El Bautismo de Jesús o “La uva está hecha de vino”

Estando el pueblo expectante
todos se preguntaban en su corazón acerca de Juan,
si no sería el Mesías -el Cristo-,
respondió Juan diciendo a todos:
«Yo los bautizo a ustedes en agua;
pero viene el que es más fuerte que yo,
al cual yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias;
Él los bautizará en Espíritu Santo y en fuego.»
Y aconteció que,
cuando el pueblo se hacía bautizar,
habiendo sido bautizado también Jesús,
y estando en oración,
se abrió el cielo
y el Espíritu Santo descendió
en figura corporal, a manera de paloma,
sobre Él.
Y una voz vino del cielo:
«Tú eres el Hijo mío, el predilecto,
en Ti me he complacido» (Lc 3, 15-16. 21-22).

Contemplación

En estas contemplaciones, con la ayuda del Señor, seguimos a Ignacio, que en las “Adiciones para mejor hacer los ejercicios y para mejor hallar lo que se desea” recomienda lo siguiente:
“En el punto en el cual hallare lo que quiero, allí me reposaré, sin tener ansia de pasar adelante, hasta que me satisfaga” (EE 76).
Por eso el trabajo contemplativo consiste en ir regulando y manteniendo una tensión: la que se da entre el buscar y hallar esa Palabra que es para mí (vs no concretar) y el contener el ansia de pasar adelante (vs dispersión).
En cada contemplación que hacemos hay alguna Palabra en la que todo se reposa. Una vez encontrada, lo demás es andamiaje “desmontable”, que puede servir o no para otra vez.
Y la invitación al que lee estas contemplaciones es a que haga él mismo este doble trabajo. Tenés que buscar “tu Palabra” y reposarte en ella hasta que te satisfaga, conteniendo el ansia de pasar adelante. Esto se puede hacer leyendo todo y luego releyendo para quedarse donde el Espíritu le hace sentir un poco más de gusto o bien deteniéndose simplemente en una frase y dejando lo demás.

Una intuición de von Balthasar en la contemplación del Bautismo del Señor ayuda a profundizar esto del trabajo contemplativo. Juan dice al Señor: “Soy yo el que tengo que ser bautizado por vos”; Jesús le responde: “Dejá que se hagan así las cosas ahora”. “El Antiguo Testamento busca hacer la justicia, el Nuevo “deja que acontezca” (esta es su acción primaria).
Como dice María: “fiat, hágase”.
Como nos enseña Jesús en el Padrenuestro:
“Padre, venga tu reino;
hágase tu voluntad,
danos, perdonanos, no nos dejes, libranos…”.

La contemplación cristiana es pues don y tarea de dejar que “se haga el don”: “hágase en mí según tu Palabra”.

Si uno mira bien, en el Bautismo Jesús no solo obedece a Juan (la ley, lo humano, lo histórico que viene de la cultura de su pueblo) sino también al Espíritu. Es una paradoja que Jesús “obedezca al Espíritu”.
¿Cómo es que “obedece” al Espíritu si el Espíritu “procede del Padre y de Él”?

Es que Jesús comienza a manifestar que un mismo Espíritu de Amor reina entre los deseos del Padre y los suyos, y este mismo Espíritu no solo viene de lo Alto “sobre” Él sino que brota desde lo más íntimo de su corazón humano, de su carne.
Se da en Jesús esa doble tensión que guarda el secreto de la ética cristiana: la tensión entre el Espíritu que está “sobre” Él y “en” Él.
En el Bautismo se une el cielo y la tierra, lo más alto de la voluntad del Padre y lo más íntimo del corazón humano.
Y en ambas realidades Jesús deja que actúe un mismo Espíritu, el Espíritu del Amor.
El Espíritu está “sobre” Él, porque así lo requiere la misión, que viene siempre de lo Alto (el hombre no puede automisionarse).
El Espíritu está “en” Él, porque Jesús hace lo que le agrada al Padre desde lo más íntimo de su corazón y no como obligado por una ley impuesta desde afuera; Jesús conoce y ama los secretos deseos del corazón del Padre.

Así, el trabajo contemplativo es un trabajo de “Bautismo y Confirmación”, de sumergirse en la Palabra y de salir confirmado y misionado por ella.

Contemplar es dejar que Jesús nos sumerja en al Agua viva de su Palabra y que nos encienda en el Fervor apostólico que es Fuego que enciende otros fuegos, como decía Hurtado.

Contemplar es leer el Evangelio en el mismo Espíritu con que fue escrito, que es el mismo Espíritu con que Jesús lo vivió.

Para unificar estas cosas es que Jesús se bautizó, siendo que “no tenía necesidad” en cuanto que no tenía pecado de qué purificarse. Lo que el Señor quiso hacer fue “manifestar” que el mismo Espíritu que descendía del cielo sobre él era el Espíritu que lo impulsaba desde dentro a sumergirse en el agua de los seres humanos comunes y pecadores.
El Padre confirma su predilección sobre “este” Jesús: Hijo suyo único e hijo del hombre.
Y el Espíritu unifica el Amor entre el Padre y el Hijo bajo la forma de la igualdad (el Padre y yo somos uno, dirá Jesús) y bajo la forma de la obediencia (el Padre es más grande que yo, dirá también Jesús).

A partir de allí, todos los que somos bautizados en Cristo,
sumergidos en este Amor de un único Espíritu Santo que viene de lo Alto y brota de lo profundo,
que procede del Padre y que aletea en la historia de Israel y de los hombres,
que nos atrae irresistiblemente a Jesús y nos envía, con fuerza también irresistible, a bautizar a todos los pueblos,
todos los que somos bautizados
en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
experimentamos esta salvación:
se unifica en nosotros lo más espiritual y lo más carnal.
Los deseos del Espíritu y los deseos de la Carne encuentran su paz en Jesús.
Sólo Él es capaz de unificar estos deseos, siempre en lucha.
Los otros intentos de unificar espíritu y carne terminan en pecado: en espiritualismos desencarnados o en carnaduras endiosadas.

Ahora bien, esta unificación no es automática.
Es una plenitud que se nos regala el día del Bautismo y en la Confirmación y que luego, como hizo también Jesús, tenemos que desarrollar y cuidar para que crezca y se haga fuerte en un proceso que nos lleva la vida entera.
Pero no se trata de “inventar algo que quizás se de” sino de desplegar en toda su amplitud una realidad que está latente y plena.
Quizás la mejor imagen sea esa que Galeano escribe en su Libro de los Abrazos:

“Un hombre de las viñas habló, en agonía, al oído de Marcela. Antes de morir le reveló su secreto: —La uva —le susurró— está hecha de vino”.

La uva está hecha de vino y nosotros de las palabras que nos habitan, reflexiona el poeta.
Estamos hechos de La Palabra. Llenos de Jesús. Y contemplando la Palabra que se nos anuncia desde afuera, se desencadena el proceso que va transformando en vino nuevo la palabra que llevamos dentro.

La Palabra se hizo carne quiere decir que tomó un ritmo distinto al de las puras palabras.
Me imagino que la Palabra Pura en la vida Trinitaria es una sola: Amor.
Amor del Padre que “engendra” al Hijo,
Amor del Hijo que recibe y entrega todo al Padre,
Amor de ambos, que es Espíritu Santo.

También imagino que las palabra humanas se multiplican en multitud de lenguajes, muchas veces contrapuestos, que nos llevan de la mudez al palabrerío.

Entre estos dos extremos la Palabra única de Dios toma nuestra carne (antes de comenzar a hablar con nuestras palabras se toma su tiempo) y va aprendiendo a hablar como aprenden los niños, gracias al lenguaje amoroso, sereno y paciente de María y de José. Lenguaje de largo aliento, en el que todas las palabras humanas van siendo pronunciadas por Jesús, una a una, de manera tal que se van centrando en su contenido verdadero y tejiendo entre sí todo un lenguaje lleno de sentido: el evangelio.
Jesús va viviendo auténticamente su vida humana y pronunciando las palabras justas en cada situación, de manera tal que las palabras se purifican en sus labios, se sanan y se plenifican al pasar por su corazón y se llenan de vida y de sentido al ser puestas en obras de misericordia por sus manos.

Así, el proceso de Bautizar que desencadena el Señor es un proceso complementario con el suyo:
Él, Palabra pura, al tomar carne, entra en el ritmo lento de ir aprendiendo y pronunciando las palabras una a una, haciéndose entender por cada uno en cada situación concreta y única.
Nosotros, que estamos llenos de palabras a medias, que no logran expresar todo lo que siente nuestra carne espiritual, al sumergirnos en Cristo vamos aprendiendo a hablar un lenguaje desconocido, a cantar un cántico nuevo, como dice el Salmo. Así se purifican nuestras palabras mal dichas y se vuelven plenas las mejores. En Cristo, Palabra encarnada, podemos expresarnos a nosotros mismos, podemos expresar los anhelos más íntimos de nuestro corazón, que tanto sufre al no encontrar las palabras adecuadas.
Nuestra carne se hace Palabra en Jesús, porque así como la uva está hecha de vino, nuestra carne, al ser bautizada, está rehecha de Jesús.

Diego Fares sj

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