Sagrada Familia C 2009-2010

Las cosas del Padre son “cosas de familia”

El Niño crecía y se robustecía, llenándose de sabiduría,
y la gracia de Dios estaba sobre él.

Sus padres iban todos los años a Jerusalén en los días de la fiesta de la Pascua. Y cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el Niño Jesús se quedó en Jerusalén, y sus padres no se enteraron de ello.
Suponiendo ellos que él andaría en la caravana, caminaron una jornada, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca. Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas.
Cuando le vieron, quedaron atónitos, y su madre le dijo:
«Hijo, ¿por qué nos hiciste esto a nosotros? Aquí estamos tu padre y yo que, angustiados, te andábamos buscando».
El les dijo:
«¿Y por qué me buscaban? ¿No sabían que Yo tenía que estar en las cosas de mi Padre?»
Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Bajó en su compañía y fue a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre guardaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón.

Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2, 40-52).

Contemplación
«¿Y por qué me buscaban? ¿No sabían que Yo tenía que estar en las cosas de mi Padre?» Así responde Jesús preadolescente a la pregunta de su Madre. José con la mirada y María con palabras le reprochaban: «Hijo, ¿por qué nos hiciste esto? No ves la angustia con que tu padre y yo te andábamos buscando».
Jesús parece dejar de lado lo de la angustia para centrarles el corazón en lo de la búsqueda. Les retruca, “por qué me buscaban”, haciéndoles ver no solo para atrás sino también para adelante: “Dense cuenta que yo tengo que estar, sí o sí, siempre, en las cosas de mi Padre.

El diálogo es típico. Los hijos responden con un “obvio que estaba en tal lado” a los reproches angustiados de sus padres cuando no los encuentran. En Jesús, este “obvio” adolescente son “las cosas del Padre”.

Un adolescente “tiene que estar con sus amigos”. Ese “tengo qué” es tan fuerte que les hace saltar a veces todos los códigos. Es el impulso a crecer, a independizarse, a encontrar su propia identidad. Por supuesto que nuestros jóvenes no siempre terminan “en el templo” o “en las cosas de Dios”. Los que lucran con todo lo humano saben de este impulso irresistible y fabrican para los jóvenes todo tipo de “templos” y todo tipo de sustitutos para saciar artificialmente este deseo hondo del corazón humano cuando apenas despierta. Nos austa este impulso porque el riesgo es grande, pero sin ese impulso nadie saldría del resguardo de la vida familiar. El impulso a “salir” para “estar allí donde se plenifica nuestro ser” es el impulso más fuerte de la vida. Y Jesús vive este comienzo de la adolescencia con una radicalidad plena.

Hago aquí un paréntesis para que nos admiremos: es increíble el evangelio! Cómo nos hace entrar en una escena cotidiana y las palabras comunes que utilizamos todos los días adquieren una apertura a lo profundo y una transparencia tal que se vuelven inagotables. Si alguien nos cuenta una situación familiar similar a esta, enseguida uno ve dos límites: lo que es típico de los problemas con adolescentes y lo que es especial de esa familia. La escena del evangelio, en cambio, asume lo típico y lo original de cada uno y, vivido por Jesús, todo adquiere un sentido pleno.
Las angustias de todos los papás, por ejemplo, pueden encontrar en María y José un lugar seguro donde descargarse. Con ellos podemos decirle a Jesús “Por qué nos hacés esto”, cuando no entendemos lo que nos hacen nuestros hijos. Y encontrándolo a Él, junto con Él, podemos sentir que está con nosotros “en las cosas del Padre”, buscando a los que se pierden, sanando a los enfermos, perdonando a los pecadores, evangelizando a los pobres…
Con María y José encontramos a Jesús y con Jesús “sujeto a nosotros” nos metemos a buscar a los demás. En la vocación de Jesús todos podemos encontrar nuestra propia vocación.

Lucas nos narra cómo un Jesús preadolescente actúa y formula su vocación: estar con el Padre. La actúa obedeciendo a ese “llamado” que se le despierta en esta visita al Templo, con una obediencia que no mira a nada ni a nadie. Jesús siente que tiene que estar en las cosas del Padre y al pasar por algún aula donde los maestros están discutiendo acerca de algún punto de la ley, se mete y se queda allí. Y luego se pone a conversar con ellos, con tal intensidad que nadie se pregunta cómo es que este jovencito no se vuelve a su casa… Las preguntas y respuestas los envuelven a todos de manera tal que cuando sus padres lo ven –a los tres días-, Jesús está sentado en medio de los doctores y maestros de la ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas.
Algo especial pasó en esos dos días para que el jovencito que entró al aula discretamente haya terminado en el centro de la sala con todos a su alrededor.
Martini se pregunta por qué será que Jesús eligió del Templo las aulas de estudio y no el lugar de los sacrificios y de la oración. Y responde que en las aulas “el tema central era el de la interpretación de la voluntad de Dios”. Eso debe haber atraído como un imán su corazón de Hijo. “Se hablaba de la voluntad de su Padre, de aquella voluntad de la que Él, como Hijo, tenía una inteligencia profunda, ese conocimiento habitual que se llama Sabiduría”.

Hay un momento en el que uno descubre lo que más desea en esta vida. El descubrimiento consiste en que se vuelve reflejo algo que se vivía como normal y uno siente una invitación a apropiarse líbremente de ese deseo. Uno siente “tengo que ser esto dado que es lo que más amo”. Algo así debe haber sentido Jesús al escuchar hablar de “la voluntad de su Padre”. “Tengo que estar aquí, metido en esta discusión, porque están hablando de algo que Yo conozco con transparente claridad y se ve que estos maestros no terminan de ver”. Es más, quizás fue alguna interpretación desacertada lo que motivó que Jesús se metiera. Como cuando leía las mentes de los escribas y fariseos y se daba cuenta que estaban interpretando mal lo que él hacía bien. Jesús, tan discreto, en esto no se aguantaba y hacía público lo que los otros malinterpretaban de su manera de ver las cosas con los ojos del Padre. Algo así debe haberle pasado por primera vez a Jesús al escuchar las discusiones de los doctores de la ley. Quizás el shock provino de haber estado siempre con José y María, quienes le responderían muy normalmente a sus preguntas siempre según Dios. En cambio en el Templo le debe haber pasado como le pasa a nuestros chicos cuando escuchan criterios raros en la escuela o en los medios yeso les produce un shock que los lleva a reflexionar por sí mismos.

De toda la riqueza de este pasaje, en la fiesta de la Sagrada Familia, me quedo con este punto, el de estar en las cosas del Padre. Hago algunas afirmaciones y las dejo para meditar.
Para poder responder por sí mismo, libre y concientemente, a ese “tengo que” estar en las cosas de mi Padre, Jesús necesitó primero los doce años de ir con sus padres al Templo, al comienzo en brazos, como nos narra el misterio de la Presentación, y luego de la mano de José y María.
Para poder sentir la disonancia de las interpretaciones de los doctores de la ley, de manera tal que pudiera por sí mismo, con sus propias palabras, ponerse a dialogar con ellos, Jesús necesitó de la catequesis de sus papás y maestros, que lo formaron en la verdad y el bien y en la belleza de dar culto a Dios. Si no las discusiones lo hubieran “aburrido” o le hubieran “lavado la cabeza” tal como sucede a muchos jóvenes cuya fe no bien formada, al chocar con los criterios del mundo hace que el volverse reflexivos y autoconcientes los lleva a la confusión mental y hacer suyos los criterios más disparatados.
Para haberse quedado lo más pancho dando clase a los doctores, Jesús preadolescente tuvo que haber estado seguro de que contaba con unos papás que lo buscaban. Por algo volvió en su compañía y siguió viviendo sujeto a ellos. Más allá de la “incomprensión” –que es también generacional -,Jesús cuenta con la cercanía y la presencia de sus padres. Hoy que los valores se han licuado, los niños y jóvenes necesitan que alguien esté a su lado para dialogar cada vez que se produce un cortocircuito de criterios o un valor es asesinado públicamente sin que a nadie se le mueva un pelo.

En las interpretaciones de este pasaje el haberse quedado Jesús en el Templo suele verse como opuesto al quedarse en la familia. Pero Jesús no dice “por qué no me buscaron en el Templo” sino que se asombra de que lo buscaran. Como si sintiera que Él nunca se les fue ni se les perdió.
“Estar en las cosas del Padre” es lo habitual en él. De hecho se encarnó sin dejar de “estar en el seno del Padre”. Por eso me parece que la enseñanza es más honda. Les hace ver a José y a María que “estar en las cosas del Padre” es algo dinámico:
que se amplía a veces hasta extenderse al Templo (y a todo el mundo) y se concentra por momentos a un único lugar, allí donde alguien necesita la misericordia del Padre.
Estar en las cosas del Padre tiene también sus tiempos. Y ellos (y nosotros) debemos notar cuándo Jesús se “tiene que quedar más tiempo” en un lugar, o porque está en juego la “interpretación de las cosas del Padre” o porque un gesto de la misericordia del Padre requiere más tiempo para ser recibido y para dar fruto.
Por eso Jesús “rechaza” el reproche de la angustia que les sobrevino al tener que buscarlo. Debían saber (debemos saber de ahora en adelante) dónde es que él está. Siempre, en todo momento.
El tiempo que nos lleva acercarnos será el mismo que nos llevó alejarnos o el que requiere que de fruto lo que en su nombre sembramos. Pero no es que no se sepa dónde está Jesús.
El tiempo que nos lleva ser iluminados por este criterio absoluto, claro y cierto, tiene que ver con el tiempo que nos pasamos sin rezar, incorporando inconcientemente esos otros criterios, complicados y retorcidos –esas falacias, diría Ignacio- que los hombres inventamos para justificar nuestro egoísmo.
Hoy Jesús sigue estando en las cosas del Padre, que siempre son cosas de familia.
Jesús está allí donde una familia está dialogando con sus pequeñitos de manera que nada ni nadie impida “que se acerquen a Dios”.
Jesús está allí donde uno de la familia cierra la puerta de su cuarto y reza en lo secreto, adorando al Padre en espíritu y en verdad.
Jesús está allí donde uno de la familia da limosna en lo secreto y suple con cariño lo que otro no hizo.
Jesús está allí donde alguien de la familia padece amando y hace un sacrificio en lo secreto por los demás.
Jesús está allí donde uno de la familia salió a buscar a otro que andaba perdido.
Jesús está allí donde uno de la familia está cuidando a uno enfermito…
Jesús está allí donde hay obras que son como una extensión de este espíritu de familia que le agrada al Padre, porque las cosas del Padre son cosas de familia.

Diego Fares sj

Navidad C 2009-2010

Ejercicios sencillos para “apesebrar el corazón” en Nochebuena

Misa de Nochebuena

En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto,
ordenando que se realizara un censo en todo el mundo.
Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria.
Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen.
José, que pertenecía a la familia de David,
salió de Nazaret, ciudad de Galilea,
y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David,
para inscribirse con María, su esposa, que estaba embarazada.
Y aconteció que estando ellos allí, se le cumplieron a ella los días del parto; y dio a luz a su Hijo primogénito, y lo envolvió en pañales
y lo acostó en un pesebre,
porque no había lugar para ellos en la hospedería (Lucas 2, 1-14).

Contemplación

La contemplación del Pesebre es como la contemplación de la Cruz. Hace bien repetirla; porque, si al mirar de paso, tal vez los pesebres parecen siempre lo mismo, al inclinarnos para mirar de cerca el Niño del pesebre nos ilumina los ojos con la fe de la infancia y nos sacia el hambre de ternura que inquieta nuestro corazón.
Es que el pesebre – la patena para la Eucaristía- está siempre en el centro de nuestra oración de Navidad. Y hace bien “rumiarlo”, que para enseñarnos a rumiar están allí el buey y el burrito dando calor al Niño; y hace bien volver sobre las mismas cosas, esas que “María, su Madre, guardaba rumiándolas en su corazón”. Contemplar al Niñito Jesús en el Pesebre de Belén – la Casa del Pan- hace que nos llenemos de ganas de apesebrar el corazón para recibirlo.

Recordamos algunos ejercicios sencillos para “dejarnos apesebrar el corazón”

Para apesebrar el corazón tenemos que aceptarlo tal como es
El pesebre es como es: rústico, práctico, no decorativo, útil para usar, sin pretensión de notoriedad ni de protagonismo… humilde. El pesebre sabe que es Jesús el que lo hace importante.
Y que fueron María y José los que lo eligieron para poner allí al Niño Jesús.
Si María lo recostó en el pesebre fue por que vio en él algo familiar, algo simple y seguro, como su corazón. Si no no hubiera puesto allí a su Hijo.
¿Qué vio en vos María, pesebrito de Belén, para confiarte a Jesús recién nacido?
El Pesebre es como nuestro corazón, el lugar humilde y pecador que Dios ama para venir a salvar.
Y si Jesús lo acepta, si María y José le confían al Niño, nosotros también podemos aceptar nuestro corazón y el de los demás –la realidad toda, tal como es- como lugar para que venga a nacer Jesús. Hogar de tránsito, es verdad, pero Hogar al fin, gracias al cariño y los sacrificios de María y de José y de todos los pastores que ayudaron a hacer más cálido el pesebre de Belén.
Al poner al Niño en el pesebre, María y José nos transmiten un mensaje claro y consolador: el Señor quiere comenzar a salvarnos en centro mismo de nuestra realidad-pesebre, con todas sus precariedades y crudezas.
Basta pues ser lo que somos, mantenernos pesebre – o mejor, dejarnos apesebrar el corazón- para que María nos ponga al Niño y nos lo confíe.

¿Y cómo se hace este ejercicio de “apesebrar el corazón?

El corazón se apesebra dejando que San José nos lo afirme
Nuestro corazón es vacilante. Se agita por todo, todo lo teme y todo lo desea. Para que María ponga al Niño en nuestro corazón, tiene que estar firme, sin temblequeos, en paz.

Imagino a José que ajusta las tablas con dos o tres golpes de sus manos carpinteras y afirma el pesebre en el suelo, para que no esté tembleque.
El pesebre son cuatro tablas o troncos, bien calzados pero ajustables. Cada tanto requiere unos golpes que encajen bien los encastres y también requiere que se busque su posición en el suelo, para salvar desniveles.
Así pasa con nuestro corazón. Si en algo se asemeja a un pesebre es en que en él resuena todo lo humano y todo lo divino. Nuestro corazón es el lugar misterioso donde encajan nuestra carne –con sus pasiones- y nuestro espíritu –con sus consolaciones y desolaciones. Y los encastres se desvencijan y necesitan ajuste, para que el corazón no ande tembleque y con una pata más corta que la otra.
De frágil equilibrio el pesebre, sin embargo, en manos de un buen carpintero, es fácil de ajustar y de afirmar.
Por eso, al contemplar cómo María reclina al Niño en él, advertimos el detalle de un José que se le adelanta y en un instante lo ajusta y lo afirma bien en el piso con cuatro palmadas y buscándole la posición.

Que San José nos apesebre el corazón, para que “no temamos recibir al Niño”. Que San José nos apesebre el corazón, para que el Niño pueda reposar en nosotros en paz.
Como dice el Salmo: “Mi corazón está firme y se mantiene en paz”.
El signo de que tu corazón está apesebrado es la paz:
Que sobre tu alegría y tu fatiga reine la paz.
Que tu trabajo tenga esa tranquilidad del buen orden en la que consiste la paz.
Que tu fiesta familiar transcurra en paz: que ayudes en paz a hacer las cosas y aprendas a corregir en paz…
Que proyectes en paz tus planes y que recuerdes en paz el año que ha pasado,
¡Y, por sobre todo esto, que al besar al Niño El te transmita su paz!
La paz es la gracia del bebé recién nacido, del que duerme envuelto en pañales sobre el pesebre afirmado: Él es el que nos trae la paz.

El corazón se apesebra dejando que María nos lo ahueque y lo ponga mullido
Nuestro corazón tiene sus pinches, sus rispideces, sus durezas y cerrazones. Pero si nos encuentran la vuelta con cariño, nuestro corazón se deja moldear.
Como el pesebre, que se deja ahuecar.
Tiene forma ahuecada pero, además, las ramitas de paja se dejan moldear y por eso son aptas para contener al Niño en paz.

Imaginamos a María, que moldea suavemente el huequito quitando alguna rama pinchuda para que no lastime el pañal, y juntando el pastito para que la dureza de las tablas no moleste al Niño.
Mantenerse en paz es también dejarse ahuecar el corazón, dejar que nos ablanden las aristas –angustias, pensamientos obsesivos, miedos, necesidad de controlar todo…-, que pueden molestar al Niño.

Es el peso del Niño el que da la medida de cuán mullido debe estar el hueco del corazón. No las circunstancias de la vida.
La paz es poder hacer las cosas sin perder el sentido del peso del Niño que reposa en nuestro corazón.
Por eso, cuando miramos a María que reclina al Niño en el pesebre, advertimos el detalle de cómo no lo pone directamente sino que al ponerlo aplasta un poco la paja y hace un huequito acogedor.

Que María nos apesebre, pues, el corazón, para que el Niño se acomode a gusto y encuentre su centro, su lugar justo para estar.
La miramos cómo se aleja un poquito, y se queda junto a José, contemplando a su Niño en torno al cual todo comienza a girar distinto: ordenado en su paz.
María fue la primera en realizar este gesto trascendente. Y al reclinar al Niño en el pesebre centró el mundo y la historia en su quicio. Al tener en sí a Jesús, ese pesebrito marginal, se convirtió en el centro del Imperio y de la historia. No es que fuera por sí mismo más que antes, pero el amor de Dios el Padre que lo centró todo en Jesús, lo centró con pesebre incluido. Así, todo cristiano que lleva a Jesús en sí camina en paz, porque es el centro del mundo y de la historia. Centro no para ser admirado sino para poder actuar con amor. Y por eso cada cristiano puede desarrollar en paz mil pequeñas acciones, limitadas y pobrísimas exteriormente, pero llenas de caridad, y hacerlo con los mil estilos distintos propios de cada uno –así como cada quien arma su pesebrito particular-: la paz brota del centro que todo lo ordena y todo lo bendice y ese centro es Jesús –con pesebre (nosotros) incluido-.
Algún día nos daremos cuenta de que el universo entero es eso: pesebre en el que está recostado Jesús. Eso somos nosotros: lugar para que se recueste Dios. Morada de Dios. Su casa. Donde quiere habitar. Por eso nos atrae tanto el pesebrito. Porque es lo que somos. Y quisiéramos serlo más, para que habite Jesús en nosotros.

Que el Niño nos apesebre el corazón con su paz, para que obrando en paz Él pueda centrar todo lo que hacemos en sí.

Centrado en el pesebre, el Niño se convierte en alimento.
El pesebre es donde comen paja el asno y el buey.
Es verdad que tiene forma de cuna, pero en realidad es mesa: la mesa de los animales que sirven al hombre, del de carga y del de yugo.
Allí va a ser recostado el que se convertirá en nuestro alimento.
La primera patena para el pan de la eucaristía es un pesebrito (phatne en griego, de allí “patena”).
Al recostar al Niño en el pesebre María ya nos puso el pan a la mesa, en Belén, la casa del pan. Jesús ya es Eucaristía desde el primer momento.
Es Nochebuena.
Los ángeles nos dicen:
“Paz a los hombres que le caen bien al Señor”.
Y con este anuncio, la Esperanza
–ese hueco que nada ni nadie puede llenar en el corazón del hombre-
se vuelve gesto sencillo:
el gesto de dejarnos apesebrar el corazón
por las manos de José y de María.
Para que el Niño se acomode bien
y con su peso leve y tierno de Eucaristía
nos quite los temores y nos llene de paz el corazón.
Diego Fares sj

Domingo 4 C Adviento 2009-10

María, ese espacio seguro de la visita de Dios

Levantándose María en aquellos días
se encaminó con premura
a la montaña, a un pueblo de Judá
y entró en la casa de Zacarías
y saludó a Isabel.
Y aconteció que, apenas esta oyó el saludo de María,
exultó el niño en su seno,
e Isabel quedó llena del Espíritu Santo,
y levantó la voz con gran clamor y dijo:
– ¡Bendita tú entre las mujeres
y bendito el fruto de tu vientre!
¿De dónde a mí (esta alegría): que la madre de mi Señor venga a mí?
Porque he aquí que, apenas sonó la voz de tu saludo en mis oídos,
exultó de alegría el niño en mi seno.
Dichosa la que creyó que se le cumplirían plenamente
las cosas que le fueron dichas de parte del Señor (Lc 1, 39-45).

Contemplación

La Visitación: “¿De dónde a mí esta alegría: que la Madre de mi Señor venga a mí?”
María con Jesús en su seno visita a todos.
María visita a Isabel, su prima anciana, y hace que todo el Antiguo Testamento se convierta en Precursor en la persona de Juan Bautista y cobre sentido si se orienta a Jesús, el Esperado.

María visita a Juan, se va a su casa, enviada por su Hijo en la Cruz, y apacienta a los discípulos hasta la Visita del Espíritu Santo en Pentecostés.

María visita a su pueblo fiel y lo invita a visitarla a ella en sus Santuarios, apacentando a todos. Como dice hoy Miqueas:
“Los apacentará con la fuerza del Señor,
con la majestad del nombre del Señor su Dios
y ellos habitarán tranquilos su tierra y él mismo será su paz”

Visitando y siendo visitada María nos apacienta en Jesús.

Jesús ha prometido claramente la gracia de estas visitas:
“Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre,
y el que en mí cree no tendrá sed jamás”
“Todo aquel que el Padre me da, vendrá a mí,
y al que a mí viene, no lo echo fuera.
Escrito está en los Profetas: «Y todos serán enseñados por Dios».
Así que, todo aquel que oye al Padre y aprende de él, viene a mí” (Jn 6, 35-45).

En María todo va y viene hacia Jesús.
Ella ha nacido del Espíritu que “sopla donde quiere” (Juan 3, 8)
y la lleva a visitar a Isabel, la lleva a centrar a los discípulos, la lleva a apacentar a su pueblo .

En este Adviento hemos estado contemplando los espacios donde Dios viene a nosotros:
el cielo y el desierto.
Y el espacio del Espíritu en el que el Señor nos mete:
el espacio común y jerárquico de la Iglesia.
Hoy contemplamos a María como espacio de Dios.
En ese pequeño espacio que ocupa una persona
se abre un espacio espiritual infinito para Dios:
en el seno puro de María viene a habitar el Verbo hecho carne,
el Hijo del Padre Altísimo.
María se convierte así en Templo vivo,
en Iglesia que camina y sale a visitar a sus ovejitas.
Ella, la Pastora, es espacio de pastura en el desierto para los corderitos del Señor.
Ella, la Mujer de carne como la nuestra, es Puerta abierta al espacio del Cielo, a lo gratuito de la gracia del Señor.

María es espacio abierto para Dios y crea espacios de adoración y de alabanza con su presencia y con sus visitas.
Sus pequeñas imágenes que están constantemente visitando nuestras casas van creando ese espacio común y santamente ordenado en torno al bien, a la verdad y a la belleza, que llamamos el reino de Dios.

En María nuestro pueblo fiel siente que “llega a un espacio seguro”.
No hay torno a ella nada que sea barrera o exclusión.
En ella es verdad que Jesús “no rechaza a ninguno de los que, porque n en su interior la enseñanza del Padre, vienen a Él”.

María es espacio jerárquicamente ordenado.
El aparente “desorden” que reina en los santuarios, en los que parece que todas las ovejitas andan por donde quieren en el corral, es sólo aparentemente desordenado.
Si uno pudiera ver los corazones (y a veces se ven clarísimamente en los ojos iluminados de la gente que mira a la Madre), vería que están cada uno en su sitio, en la cercanía justa entre Ella y los demás.
Los más sinceros y amantes, imantados por ella hasta esa cercanía que los hace girar en torno al Amor como un planeta en torno a su Sol.
Los más lejanos, visitados por el cariño y la palabra de Ella que los apacienta, que sin dejar de girar en la órbita de su Amor a Dios, se inclina y se acerca a sus pequeñitos: “De dónde a mí que la Madre de mi Señor me venga a visitar”.

A los que como Isabel anciana, su peso excesivo no los deja salir a Jesús atraídos por la enseñanza del Padre, María les acerca a Jesús visitándolos ella misma.

Ir a visitar o recibir la visita, la alegría y el gozo es el mismo.

Salir a apacentar o ser apacentados son dos caras de la misma moneda, ya que siempre somos discípulos misioneros.

María la primera: la visitada por el Espíritu y la que visita llenando del Espíritu a los demás.

La invitamos a nuestra casa, para que nos ensanche el corazón esta Navidad y podamos hacernos un lugarcito para recibir la visita del Niño Jesús.
Y le pedimos la gracia de salir, con ella, a visitar a los que no pueden responder como tanto desearían a esa atracción del Padre hacia su Hijo Amado.
Salir a visitar a los pobres de Dios,
salir con el deseo de apacentar de María,
creando esos espacios comunes y ordenados en torno a la bondad y a la belleza, que son pesebres –casas, hogares e iglesias- donde nace y si ha muerto resucita el Reino de Dios.
Diego Fares sj

Domingo 3 C Adviento 2009-2010

El espacio del Espíritu, en el que Jesús nos sumerge

La gente le preguntaba a Juan:
– «¿Qué debemos hacer entonces?»
El les respondía:
– «El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene;
y el que tenga alimentos, que haga lo mismo.»

Algunos recaudadores de impuestos
vinieron también a hacerse bautizar y le preguntaron:
– «Maestro, ¿qué debemos hacer?»
El les respondió:
– «No cobren más de la tasa estipulada por la ley»

A su vez, unos militares le preguntaron:
– «Y nosotros, ¿qué debemos hacer?»
Juan les respondió:
– «No extorsionen a nadie, no hagan falsas denuncias y conténtense con su sueldo.»

Como el pueblo estaba a la expectativa
y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías,
él tomó la palabra y les dijo:
– «Yo los bautizo con agua,
pero viene uno que es más poderoso que yo,
y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias;
él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego.
Tiene en su mano la horquilla para limpiar su era
y recoger el trigo en su granero.
Pero consumirá la paja en el fuego inextinguible.»
Y por medio de muchas otras exhortaciones,
anunciaba al pueblo la Buena Noticia (Lucas 3, 10-18).

Contemplación
Hemos identificado y resignificado dos “lugares de Adviento”, dos espacios o ámbitos donde Jesús viene a nosotros: el cielo y el desierto.

Que Jesús viene del cielo quiere decir que viene “desde más allá de lo esperado”. Y en nuestro mundo en el que todo es negociable, lo único inesperado es lo gratuito. Por eso decíamos que para ver venir a Jesús debemos fijar la mirada en los espacios de de no-negocio, en los lugares de gratuidad que hay en nuestra vida: la familia, la amistad, la eucaristía, el voluntariado…

Que la Palabra viene a nosotros en lo desierto quiere decir que viene “en lo que es capaz de ser consolado”, en lo que con nuestras solas fuerzas es estéril pero se vuelve capaz de florecer y dar frutos con la gracia, como los desiertos florecen con las lluvias.
Y decíamos que pueden florecer en Dios los corazones y las obras que permanecen fieles al compromiso de su amor,
los corazones y las obras que no aceptan consolaciones artificiales,
los corazones y las obras en los que hemos sembrado semillas verdaderas que cuando las visita la consolación florecen y dan fruto. Mantenerse paciente y fielmente en lo desierto implica no querer otro consuelo que no sea el de Jesús.
Allí donde hemos sido enviados por él, allí donde están los que amamos, allí esperamos la consolación que nos haga florecer.
No queremos consolaciones artificiales.

Hoy el evangelio nos habla de un espacio totalmente especial, un espacio donde sólo Jesús puede sumergirnos: “El los bautizará en el Espíritu y en el fuego”, dice Juan Bautista.
Este espacio no existe como parte de la naturaleza.
Es un espacio sobrenatural, espiritual; un espacio que Dios crea, que sólo él abre y delimita con su presencia.
Es el espacio del Espíritu.

Se puede hablar del Espíritu en términos de espacio.
El territorio del Espíritu es lo que llamamos “Reino de Dios” o “Reino de los cielos”.
Es un espacio que “viene”.
Por eso rezamos al Padre: “venga a nosotros tu reino”.
Cuando el Señor envía su Espíritu, la presencia del Espíritu crea un ámbito especial. No es algo puntual sino una realidad que se expande. Esto es tan así que la presencia del Espíritu en un corazón siempre lo lleva a “hacer lugar”, a crear lugar, a transfigurar lugares, como hizo José con el pesebre de Belén, como hacemos nosotros con nuestras casas y hogares.

Este espacio del Espíritu tiene sus características especiales.
Se me ocurren algunas muy lindas y espero que cada uno aporte lo suyo.

El espacio que se genera cuando viene el Espíritu y cuando aceptamos bautizarnos en Él es siempre un Espacio Común.
En el territorio donde reina el Espíritu del Señor no hay sitios exclusivos –ni countries ni villas ni ningún tipo de lugar reservado sólo para algunos o que se puedan reclamar como “propio”: todo es común, eclesial, comunitario.
Debemos tener cuidado sin embargo en malinterpretar este espacio común con criterios mundanos. Como nuestro mundo se ocupa constantemente de crear espacios exclusivos para negociarlos, lo común está desvalorizado, se convierte en tierra de nadie. Lo vemos con tristeza e impotencia en nuestras ciudades: las plazas, los parques, los lugares públicos, son objeto del descuido y el maltrato.

En el Espacio común del Espíritu no es así. Lo más común es lo más sagrado: en vez de ser tierra de nadie es tierra de todos, pero de todos jerárquicamente organizados. Es decir, espacio común que todos cuidamos respetuosa y organizadamente. Con caridad discreta, diría Ignacio. Caridad que brinda su servicio en el tiempo oportuno y con la distancia óptima.
Así, el espacio que se genera cuando viene el Espíritu y nos dejamos bautizar en él es siempre un Espacio Jerárquico. “A cada cual se le da la manifestación del Espíritu para el bien común” (1 Cor 12, 7).

Jerarquía significa “principio santo” u “orden sagrado”. Es un orden que se establece teniendo en cuenta lo principal, lo más santo. Cuando la jerarquía es artificial o se utiliza para los negocios y la fama de algunos en desmedro de otros, es detestable. Pero cuando la jerarquía es verdadera, cuando se distribuyen los cargos y roles de acuerdo al mayor servicio, a la mayor belleza y al mayor conocimiento, entonces es amable y defendible a toda costa.
Si hablamos en términos de belleza es muy claro. En una fiesta de bodas los tiempos y espacios deben estar ordenados para realzar a los novios: la mesa principal, destacada, el momento del vals, momento en que se deja todo lo demás de lado…
Si hablamos en términos de salud, también es claro: en un hospital todo se organiza para el bien del enfermo, tanto los lugares como los roles de los que deciden qué hay que darle, cómo y cuándo.
Y así también en una universidad… el que más sabe hace valer sus conocimientos ordenadamente, para bien de los que aprenden…
Resulta obvio que si la vida social y política no está organizada según las jerarquías de la verdad, el bien y la belleza, no es porque carezca de orden. El problema no es el “desorden”. Lo que sucede es que en vez de jerarquía –orden sagrado- hay “negociarquía”, por usar un neologismo. Y el orden de los negocios es impiadoso: no deja lugar para la gratuidad, que es propiamente “lo sagrado”, la “gracia”, lo “no-comprable ni controlable”.
Por eso el espacio del reino choca –a veces de manera manifiesta y otras (muchas más) de manera sorda y tapada- con los espacios de los negocios. Cuando alguien está defendiendo el espacio de sus negocios causa interferencias de distinto tipo y grado con los que están cuidando los espacios del Espíritu. Dos señales son el boicot al espacio común y al orden que busca la verdad, el bien y la lindura.

Para no abundar, destaco otra característica del espacio del Espíritu.
Si los espacios humanos tienen límites inciertos y fluctuantes, el espacio del Reino en el que nos bautiza Jesús es un ámbito de certeza.
El espacio del Espíritu tiene una sola ley, la caridad, y la caridad no tiene límites ni condicionamientos.
Por eso su fruto y corona, la alegría del espíritu, se expande de manera tal que nada ni nadie nos la puede quitar.
Todas las alegrías humanas tienen como contrapartida algún miedo o tristeza, real o posible, pasado o futuro.
El gozo del Espíritu, la alegría de tanta alegría de Jesús resucitado, no tienen límite que los amenace, no son gozo mezclado con angustias.
Pablo es el que mejor se anima a formularlo como es él, sin medias tintas: “No se angustien por nada”, le dice los Filipenses.
“Alégrense siempre en el Señor. Insisto, alégrense”.
Este es el mensaje de Juan el Bautista, el Precursor, el Amigo del Novio que se alegra con su alegría: Jesús los bautizará en este ámbito del Espíritu: espacio común, santa y hermosamente ordenado, donde la caridad reina y la alegría es cierta.

Adviento es tiempo de dejarnos bautizar por Jesús en el Espíritu para que “venga a nosotros el Reino del Padre”.

Diego Fares sj

Domingo 2 C Adviento 2009-2010

Jesús viene en lo desierto, “en lo que es capaz de ser consolado”

El año decimoquinto del reinado del Imperio de Tiberio César,
cuando Poncio Pilato gobernaba la Judea,
siendo Herodes tetrarca de Galilea,
su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide,
y Lisanias tetrarca de Abilene,
bajo el pontificado de Anás y Caifás,
vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.
Este comenzó entonces a recorrer toda la región del río Jordán,
anunciando (kerygma) un bautismo de conversión para la remisión de los pecados,
como está escrito en el libro de los discursos del profeta Isaías:
“Voz de que clama en el desierto diciendo:
Aparejen el camino del Señor, rectifiquen sus senderos.
Todo barranco se rellenará, y todo monte y colina se humillará.
Y lo tortuoso se volverá recto, y lo áspero, camino llano.
Y toda carne verá la Salvación de Dios” (Lucas 3, 1-6).

Contemplación
En la contemplación anterior interiorizamos la imagen del cielo. Con la nube, los antiguos querían significar que Jesús viene desde lo no esperado y decíamos que en nuestra época “inesperado” es todo lo que no se puede contabilizar, todo lo que no es negocio, …
El cielo es por tanto “no negocio”, el cielo es gratuidad. El cielo del que viene Jesús es un espacio físico que se abre en el mismo espacio en que estamos cuando lo transfigura la mirada gratuita de la fe que opera por la gratuidad del amor.
¿No es verdad que cuando hay alegría y gratuidad la casa se expande, uno se siente como a sus anchas y el aire vibra distinto con las sonrisas…?
Ese es el cielo del que viene Jesús cada día, el cielo de la gratuidad, el cielo del don de sí y de la alegría.

Hoy el evangelio nos propone la imagen del desierto.
─ “La Palabra de Dios vino sobre Juan en el desierto”.
Si el cielo es “el no negocio” ¿qué será el desierto para nosotros?

Primero una dificultad. No se si les sucede lo mismo pero a mí, cuando oigo que Dios viene en el desierto las imágenes que me vienen son de soledad, de no confort, de sed, aridez y desolación… Me viene a la mente que hay que hacer sacrificio, dejarlo todo y quedarse vacío para que Dios venga.
Todo esto está, por supuesto, en la imagen del desierto.
“La inmensidad del desierto, que no es otra cosa que ella misma, sin adornos, es un símbolo de la perfecta pureza” (P. Charles sj). El desierto nos posee, no podemos hacerlo a nuestra imagen. Y nosotros no queremos perdernos sino encontrarnos por doquier y hacer nuestro mundo a nuestra imagen. En nuestro mundo tecnológico nos encontramos a nosotros mismos. En el desierto nos encontramos al Señor.
Pero hay más.
Buscando imágenes del desierto donde vivía Juan el Bautista, se me cambió la perspectiva. O más bien se me completó: la imagen de desolación se puso en tensión con la de consolación.
Me explico.
Como bien dice un autor: “Los habitantes de Palestina están acostumbrados a una doble imagen de sus desiertos, que son cambiantes sin que por ello pierdan su identidad. En la corta estación que sigue a las lluvias torrenciales del invierno, el desierto se viste de pasajero, pero encantador, ropaje. Es completamente el reverso de la imagen del verano. Los arbustos reverdecen y una alfombra de tímida hierba verde salpicada de infinitas florecillas de colores variados e intensos hace sonreír al desierto. Y los autores sagrados, abiertos siempre a ver en todo la obra salvadora de Dios, aprovechan esta nueva imagen del desierto como símbolo de esperanza: «No teman animales del campo, que reverdecerán los pastizales del desierto y darán fruto los árboles» (Jl 2, 22). «Chorrean los pastizales del desierto (midbar) y las colinas se embellecen de alegría» (Sal 65,13).

El desierto no son meras dunas de arena, no es lo opuesto a un jardín.
El desierto del que habla el evangelio es una realidad que cambia de acuerdo a la época de lluvias. Cuando la Biblia dice que “reverdecerán los pastizales del desierto” y que “las colinas se vestirán de flores”, no está utilizando imágenes irreales sino que habla de una experiencia hermosa y esperanzadora de la vida cotidiana, que sirve para despertar la esperanza en Dios.

Si la Palabra viene en ese desierto que es capaz de florecer ¿qué es ese desierto para nuestra cultura actual? ¿Qué lugares encierran semillas de flores siendo que en la superficie parecen pura esterilidad?

La primera imagen que se me ocurre es la de nuestro pueblo fiel peregrinando a Luján. ¿No sucede lo mismo que con los desiertos de Palestina? Cuando camina hacia María nuestro pueblo florece. Uno siente que esa noche somos otro pueblo: un pueblo fiel, capaz de sacrificio, alegre, solidario, esperanzado. El que no interpreta que es verdada que somos así cuando nos visita la consolación del Padre a través de su hija predilecta, no entiende. Piensa que es un fenómeno superficial! Cuando en verdad es al revés: es un fenómeno profundo, que brota cuando es visitado por la gracia. Lo superficial es el resto, esa vida hecha de la arena siempre igual de lo autoreferencial en la que no pueden brotar los valores profundos.

Me viene también la imagen de la inauguración de la Casa de la Bondad. Cinco años caminando en el desierto y de pronto una Casa florecida y esplendente, llena de gracia, que luego de esa Eucaristía vuelve a recuperar su paso anónimo y esforzado del trabajo cotidiano.

También es desierto el trabajo paciente del Hogar, que de golpe florece unas horas, cuando celebramos los cumpleaños de nuestros comensales. Basta ver el rostro de los que soplan su velita, con el brillo de una lágrima en ojos que hace tiempo no lloraban de alegría, para renovar la fe profunda en que toda persona puede renacer cuando es querida.

El desierto es imagen de nuestra alma. Cuando el Señor nos consuela, florecemos. ¡Qué distintos somos cuando estamos consolados y cuando estamos desolados! Salvo algunas personas muy santas, en las que siempre florece la sonrisa y sus frutos son siempre amables, en general en nuestra alma el paisaje que predomina es el de los grises de la rutina y el de la aridez de lo poco interesante. Nuestra alma suele presentarse como una especie de desierto en el que rondan las fieras de los temores y las alimañas que molestan, con algunos oasis en los que hay agua y alegría…
Sin embargo, toda alma cuando es visitada por la consolación, florece como esos desiertos de Palestina.
Hay una secreta relación entre la lluvia que viene de lo alto y las semillas que están en lo profundo. En la superficie, en cambio, prevalece lo desértico.

Jesús viene, pues, en ese espacio humano que son las almas, las comunidades y los pueblos consolados. Su venida misma crea la consolación.
Cuando una persona está consolada, siempre brotan de sus labios y de sus acciones, semillas del evangelio.
Hace tanto bien escuchar al que sale consolado de Ejercicios, por ejemplo.
Uno se admira que de una persona común salga evangelio puro. Es que la Palabra ha hecho florecer su “desierto” y el Espíritu hace brotar frutos inesperados. Cuando más sencillas las almas, mejores frutos y flores brotan.
Por eso es bueno “ayudar a que las personas sean consoladas”, porque un consolado alegra la familia, revitaliza la comunidad, cambia el rostro y el ánimo a la Iglesia.
Eso es lo que quiere decir Juan citando a Isaías cuando habla de “preparar el camino del Señor”. Preparar el camino es preparar la consolación. Y la consolación se prepara con las actitudes que uno tiene cuando camina por el desierto.
Ignacio dice que la consolación se prepara “esperándola” y “ansiándola”, se prepara cuando un trabaja por estar en paciencia en la desolación.
La consolación se cuida “empequeñeciéndose y abajandose” lo más posible, humillándonos como María en el Magníficat.
Sentido de la propia pequeñez, paciencia, sentido de la inmensidad de Dios, caminar y perseverar… son actitudes propias del que va por el desierto.

El Señor viene en ese desierto que son un alma, una comunidad y un pueblo trabajando por estar en paciencia en medio de las espinas, arideces y sinsabores de la vida cotidiana.
La paciencia es aridez en la superficie, pero este desierto que significa abandono del éxito superficial, es porque el paciente está poniendo en contacto las zonas profundas de su corazón, allí donde están las semillas valiosas, con la gracia que espera de lo alto.
El que no entiende este trabajo maravilloso de la paciencia solo ve lo superficial del desierto y se pierde la fecundidad que esconde.

El Señor viene, pues, en el desierto de la paciencia, en lo que en nosotros “es capaz de ser consolado”. Y cuando llega: todo florece.

Adviento es tiempo de paciencia, espera de lluvias que anhelan nuestras semillas profundas para dar sus flores apenas Él venga.

Diego Fares sj