Sólo el Padre
- (Después de salir del templo, fueron al monte de los Olivos y habiendo llegado, Jesús, se sentó mirando a lo lejos, hacia el templo. Pedro especialmente, pero también Santiago, Juan y Andrés, le preguntaban: Dinos ¿cuándo será el fin, y cuál la señal de que todas estas cosas están por cumplirse?)Y Jesús comenzó a decirles….:
-En aquellos días, después de la tribulación
(en que los discípulos serán perseguidos
y aborrecidos por todos a causa del nombre de Jesús)
el sol se entenebrecerá
y la luna no dará su esplendor,
las estrellas irán cayendo del cielo
y las fuerzas que están en los cielos se conmoverán.
Entonces verán al Hijo del Hombre
viniendo sobre las nubes, con gran poder y gloria.
El enviará a los ángeles y congregará a sus elegidos desde los cuatro vientos
desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo.
Aprendan esta parábola, tomada de la higuera:
cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas,
ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano.
Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas,
dense cuenta que está cerca, a la puerta (el reino de Dios).
Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto.
El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.
En cuanto a ese día y a la hora,
nadie las conoce,
ni los ángeles del cielo
ni el Hijo, nadie
sino el Padre.
(Mc 13, 24-32)
Contemplación
El Padre. Sólo el Padre.
Es la última palabra de este evangelio.
Esa “Palabra de Jesús que no pasará”.
Jesús grabó en el corazón de la humanidad la Palabra Padre.
Y quizás lo más lindo de este evangelio con imágenes apocalípticas es que Jesús nos diga lo más pancho que Él no lo sabe todo, que hay cosas que son sólo del Padre.
El Señor les revela muchas cosas a sus amigos pero la más hondo que les revela es cómo Él tiene su corazón metido en el del Padre. Jesús vive su vida humana centrado y abandonado en el Padre, pendiente de su voz, dejando que lo inunde su Misericordia, disponible para hacer lo que el Padre le mande…
Jesús les revela a sus amigos cuatro cosas: que el universo terminará, que él volverá, que podemos leer bien las señales de los tiempos y que el Padre es más grande que todo.
última verdad es la más profunda y la más cercana.
Afirmar que la hora, el tiempo, sólo lo conduce el Padre, es como ponerlo al alcance de la mano.
Porque no sabemos lo que pasará dentro de un minuto. No solo dentro de un día, una semana o un año.
No sabemos qué será de nosotros en el próximo instante,
no sabemos qué nos espera en el próximo renglón…
Mostrando este límite Jesús se revela como Señor de la Historia porque nos enseña a sumergirnos íntegramente con todo el corazón, con toda el alma, con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas, en el Padre nuestro.
Amar a Dios con todo el corazón y en todas las cosas
es como dilatar un poco el tiempo.
en vez de volcar nuestro deseo inmediatamente en lo que proyectamos,
hacer una pausa y nombrarlo a Él
–Padre nuestro, santificado sea tu Nombre-,
hace que pasemos primero por el Corazón del Padre
antes de ir a las cosas.
Como Él es el Padre de todos y está en todas las cosas,
bendecir su Nombre y detenernos en el deseo
de que venga su Reino y se haga su Voluntad,
no nos quita tiempo
sino que lo dilata.
Al nombrar al Padre y ponerlo antes que nada y por encima de todo
las demás cosas no se posponen sino que se centran.
La confidencia de , de que ni siquiera Él controla su tiempo, pone freno a nuestro universo desenfrenado que corre de aquí para allá, de deseo en deseo y de proyecto en proyecto.
Adorar al Padre en Espíritu y en verdad se convierte entonces en la actividad fundamental de nuestra vida.
Con cada suspiro podemos invocarlo:
Padre nuestro, que estás en los cielos,
Santificado sea tu Nombre…
Entonces nuestro tiempo se serena:
no brota ya –preocupado y angustioso- desde nuestros múltiples anhelos,
sino que brota de la Fuente de la Santidad,
brota de la Providencia de nuestro Padre
que ha preparado todas las cosas para el bien de los que lo amamos.
Nombrar al Padre es la verdadera conversión.
Es frenar nuestra carrera ciega en pos de deseos vanos (ya que no sabemos si los podremos llevar a cabo) y partir desde el Padre.
La conversión es el camino de vuelta del hijo pródigo:
“Volveré junto a mi Padre”.
El que corrió y se dispersó siguiendo sus deseos vanos regresa al abrazo del Padre que lo espera con el banquete de su misericordia preparado.
Decir “Padre nuestro” es como decir “Tiempo nuestro” o “Vida Nuestra”.
Es lo mismo que decir “danos el pan nuestro de cada día” o “hágase ahora mismo tu voluntad así en la tierra como en el cielo”, o “líbranos del mal” (ahora, de este mal, y no nos dejes caer en esta tentación”).
Con sólo afirmar que hay algo –el día y la hora” (que es la manera concreta que tiene un judío de decir “el tiempo”)- que sólo el Padre conoce, Jesús detiene el tiempo y lo centra en su quicio: la Voluntad del Padre siempre más grande que todo lo que podamos pensar.
Es como cuando a una persona le dicen que no tiene más tiempo (como Kazantzaki que se sentía morir y ansiaba terminar su “Carta al Greco” y decía: “«Tengo ganas de bajar a la esquina, extender la mano y mendigar, a los que pasan- ‘Por favor, dadme un cuarto de hora’.»). Cuando no queda tiempo se frenan de golpe todas las ansias y nuestra mirada se alza al cielo y el corazón se centra en el amor: todos nuestros recuerdos y proyectos se ordenan como por arte de magia de lo más amado a lo que se ama menos, y uno sabe lo que tiene que hacer y lo que tiene que dejar.
Decirnos que sólo el Padre conoce el tiempo es equivalente a decirnos que “se nos acabó el tiempo”, en el sentido de que no lo poseemos y, entonces, debemos … ¿preguntar…?
Sí, si no somos dueños de un instante de nuestra vida debemos preguntar al Padre “Qué quieres Señor de mi. Muéstrame tu voluntad”.
Pero antes de preguntar debemos abrir el corazón al don del tiempo y agradecerlo.
Porque aún para preguntar necesitamos tiempo y por eso la actitud primera es de receptividad humilde y confiada: “Hágase en mí según tu Palabra”.
Como dice hermosamente Isaías:
“Señor, tú eres nuestro Padre,
nosotros somos la arcilla y tú el alfarero,
somos todos obra de tus manos (Is 64, 7).
Antes de preguntar, entonces, agradecemos el don del tiempo que nos modela como arcilla en las manos del alfarero. Y luego de agradecer, ponemos en las manos del Padre nuestro futuro, con esa oración tan profundamente filial de Carlos de Foucauld:
Padre, me pongo en tus manos.
Haz de mí lo que quieras.
Sea lo que fuere,
por ello te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo.
Lo acepto todo,
con tal de que se cumpla Tu voluntad en mí
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te encomiendo mi alma,
te la entrego con todo el amor de que soy capaz,
porque te amo y necesito darme,
ponerme en tus manos sin medida,
con infinita confianza,
porque tu eres mi Padre.
Ignacio resume la adoración al Padre y la entrega del propio tiempo con su:
“Tomad Señor y recibid toda mi libertad…”. Con su libertad Ignacio entrega su deseo, con su deseo su tiempo y con su tiempo todo lo demás: –“mi memoria, mi entendimiento, y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo diste, a Vos Señor lo torno. Todo es vuestro. Disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia que esta me basta”.
Diego Fares sj