El deseo de santidad
Lo seguían grandes multitudes que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania. Al ver a la gente, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él.
Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
«Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron” (Mt 4, 25 -5, 12).
Contemplación
¿Qué es lo que canonizamos en los santos? ¿Los grandes milagros? ¿Los hechos heroicos? ¿La vida sacrificada en bien de los demás…?
Lo que canonizamos es el amor.
Sólo el amor es canonizable.
Después viene lo demás, como por añadidura.
Este pensamiento consuela. Porque el amor –el amor recibido y el que damos- lo reconocemos todos.
Si sabemos distinguir quién es de verdad santo o santa, es porque percibimos lo que es amor verdadero y puro. Desde nuestro amor pequeño y temeroso de darse por entero sabemos reconocer el amor que se entrega sin mirarse a sí mismo, gozoso de ser puro amor.
Y si sabemos reconocer un amor así, es porque lo anhelamos con todo el corazón.
Nos alegra y nos libera de toda angustia cuando podemos amar así, cuando nos sentimos amados así, sin condiciones, por encima de todo, gratuitamente y sin cálculos.
Sufrimos cuando no encontramos el camino para amar así, cuando nos vemos obligados a calcular, cuando nos sentimos apresados por una regla o un muro que nos impide amar libremente.
Sufrimos cuando otras cosas menores que el amor lo atan, lo acorralan, lo reducen, lo postergan, lo dejan a un costado.
Y si sufrimos es porque tenemos esa medida interior que nos dice “no es verdad que no se pueda amar”… Y seguimos buscando.
Los santos son los que nos muestran que hay caminos para amar en toda ocasión. Y la fiesta de todos los santos y santas nos muestra una muchedumbre de testigos que testifican con su vida que les fue dado el don de amar así y que hicieron fructificar, cada uno, su denario de amor de muchas maneras y en diverso grado.
La comunión de los santos es comunión en ese amor que da fruto duradero. Y a nosotros se nos permite sumarnos a ese amor en acto, como a la peregrinación a Luján, sin otra condición que la de caminar. Caminando y caminando, a medida que se iguala el paso (y la renguera) el corazón se va purificando de todo lo que es amor con condiciones, amor con peros, de modo que paso a paso va quedando sólo amor, sólo santidad.
Balthasar cita un pasaje de Bernanos que tenía pasión por la comunión de los santos. Lo traduzco porque va al fondo de lo que es el deseo de santidad:
“Existe el peligro ─ dice Bernanos ─ de imaginarse el amor de Dios como un amor de benévola condescendencia. No es así. Dios cela a sus creaturas con un bramido cuya más pálida representación debería partirnos en pedazos hasta convertirnos en polvo. Es por esto que El ha infundido este celo y este bramido (por los pecadores, por todos los hombres…) en la profundidad del tierno y amoroso Corazón de Jesucristo. Jesús ha venido no como vencedor sino como uno que implora protección (como un pobre). El está en mí como un prófugo que se ampara bajo mi protección y yo debo salirle de garante ante su Padre.
Nosotros queremos verdaderamente aquello que Jesús quiere, nosotros queremos de verdad, sin saberlo, nuestro dolor, nuestro sufrimiento, nuestra soledad, aunque tenemos la sensación de que sólo queremos nuestro gozo.
Nos imaginamos que tememos y huimos de la muerte y en realidad deseamos esta nuestra muerte, así como Jesús deseaba la suya (…).
Amamos todo aquello que Jesús ama, pero no sabemos que lo queremos; es que no nos conocemos: el pecado nos hace vivir en la superficie de nosotros mismos y sólo en el momento de la muerte entramos de nuevo en nosotros mismos, y es allí donde Él nos espera (…).
Si nos ponemos en contra suyo, esto ocurre solo al precio de un desgarramiento de todo nuestro ser interior, de una terrible disipación de nosotros mismos. Es que nuestra voluntad está unida a la suya desde la creación del mundo. El ha creado el mundo junto con nosotros.
Qué dulce que es esta idea, que nosotros, aún cuando lo ofendemos, no cesamos sin embargo de desear aquello que Él desea, en el más escondido santuario de nuestra alma”.
Este deseo que tan bien narra Bernanos no es un deseo puramente natural, es ese “gemido” del Espíritu Santo que Jesús ha infundido en nuestros corazones con su pasión y muerte y resurrección:
“En efecto, toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios. Ella quedó sujeta a la vanidad, no voluntariamente, sino por causa de quien la sometió, pero conservando una esperanza. Porque también la creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto. Y no sólo ella: también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se realice la redención de nuestro cuerpo (…) El mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque no sabemos orar como es debido; pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que sondea los corazones conoce el deseo del Espíritu y sabe que su intercesión en favor de los santos está de acuerdo con la voluntad divina” (Rm 8, 19 ss.).
El deseo del Espíritu es el deseo de santidad, el deseo de un amor entero. Un amor que abrace el gozo y la cruz y la esperanza de la resurrección. Un amor que incluya todo, que no deje nada fuera. Ni sólo el gozo, ni sólo la cruz, ni sólo la esperanza de la resurrección: las tres realidades juntas, cada una a su tiempo y en la medida en que se nos dan y las sentimos.
La comunión de los santos es comunión en este deseo profundo e inalterable, del cual no se puede apagar el ardor ni acallar los gemidos.
El mundo de hoy trata de distraernos de esta sed y de este anhelo por lo auténtico. Trata de unirnos en la comunión de los consumidores o en la comunión de los que protestan o en la comunión de los que han llegado a la fama. Todas islas que no satisfacen ni hacen que disminuya el único deseo: el de la comunión de los santos, que busca y busca con sed el amor puro y auténtico, tanto en lo grande como en lo pequeño. Sed de autenticidad es la roca contra la que se estrellan todas las propuestas alternativas que tratan de que negociemos lo único que nos interesa: ser amados de verdad y poder amar de verdad.
……………….
Ayer inauguramos la Casa de la Bondad en Buenos Aires.
Y la casa se llenó de gente para la misa.
Se llenó de una manera especial,
porque la gente fue llegando como preveíamos
y fue colmando cada sitio
─ el altar hubo que armarlo en el patio del fondo
(bajo una carpa por si llovía) ─
hasta que la casa quedó literalmente henchida de gozo.
Serenamente plena y linda.
El P. Rossi habló de la lindura de la Casa de la Bondad.
Celebramos la misa de todos los santos.
Y la presencia de todos fue un testimonio
de que es verdad que existe la comunión de los santos,
de que es incontenible y cohesionadora la fuerza mansa que tiene el deseo cuando es amor puro, cuando es puro deseo de recibir a Cristo moribundo, como dice Bernanos, deseo de brindar una casa linda para ese encuentro,
en el que en el momento de morir entramos en nosotros mismos
allí donde Él nos espera.
Ese deseo auténtico y sin otros agregados,
convocó, animó y volvió creativa y constante
a una pequeña multitud de voluntarios y voluntarias
que trabajaron durante seis años en esperanza
como si vieran ya desde el comienzo la Casa tal como estaba ayer:
hecha una lindura.
Poder comulgar en la Eucaristía
luego de haber comulgado en la esperanza y en los trabajos,
fue algo así como debe haber sido la Transfiguración.
Y nos dio fuerzas para bajar del Monte al encuentro de los que serán los invitados al Banquete, los pobres Cristos a los que deseamos hospedar y servir con puro amor.
Diego Fares sj