Domingo 30 B 2009

 

greco ciego

Permiso para ver

(Iban de camino subiendo a Jerusalen…) Y llegan a Jericó…
Y saliendo Jesús de Jericó,
acompañado de sus discípulos y de una multitud considerable,
el hijo de Timeo –Bartimeo-, un ciego mendigo,
estaba sentado al costado del camino.
Y cuando oyó decir que era Jesús el Nazareno,
comenzó a dar gritos y decir:
─ ¡Hijo de David, Jesús ¡Misericordiame!
Y le increpaban muchos para que se callara,
pero él gritaba mucho más:
─ ¡Hijo de David, misericordiame!

Deteniéndose Jesús dijo “llámenlo”.

Entonces llaman al ciego diciéndole:
─ ¡Animo, levántate! El te llama.
Él, tirando su manto, se puso de pie de un salto y se vino a Jesús.
Y en respuesta Jesús le dijo:
─ ¿Qué quieres que haga para tí?
El le respondió:
─ Rabboní, (haz algo para) que vuelva a ver.
Jesús le dijo:
Vete. Tu fe te ha salvado.
Y al instante comenzó a ver
y lo seguía en el camino (Mc 10, 46-52).

Contemplación
“¿Qué quieres que haga para ti?”.
Es la misma pregunta que les hizo el domingo pasado a Santiago y Juan:
“¿qué quieren que haga por ustedes?”.
Quizás Jesús haya remarcado la pregunta haciéndoles notar que era la misma para que  compararan sus deseos con los de Bartimeo. Ellos deseaban un puesto a su lado, el ciego quería volver a ver. Y no para quedarse sentado sino para seguirlo por el camino.
Algunas miradas habrá habido entre ellos. Entre los otros diez y Santiago y Juan, que habrán bajado la vista avergonzados.
Los deseos…
Qué deseas que haga por vos. Qué querés que haga contigo.
Qué esperás de mí, nos dice Jesús.
“Qué tengo yo contigo, Mujer” le dice Jesús a su Madre cuando ella le hace ver que los novios de Caná no tienen vino. Qué vínculo tenemos entre vos y yo que hago lo que deseas adelantando mi hora.
Hay que saber imaginar las miradas en estas escenas para pescar el sentido hondo de los diálogos y de lo que acontece.
Hay que afinar el oído, como el ciego, que no veía pero que escuchaba los silencios, las pausas, el tono de voz (primero lo chistaban para que se callara y ahora lo apuran: “ánimo, levantate, él te llama”).
Bartimeo, el ciego mendigo, que estaba sentado al borde del camino, como dice Marcos. Lucas dice que era “un ciego que estaba mendigando”. Marcos en cambio pone el énfasis en que “estaba sentado”. No mendigó ese día. Estuvo atento. Lo deducimos porque apenas oyó que era Jesús, comenzó a dar gritos para llamar su atención. Antes, Bartimeo debe haber notado algo especial, seguramente, porque Jesús cuando entró en Jericó debe haber pasado a su lado. Pero pasó rápido… Y entonces decidió pescarlo a la salida.
Marcos no nos dice nada de lo que hizo Jesús en Jericó (la Ciudad pagana cuyos muros cayeron al son de las trompetas de Israel). Imaginamos que el Señor no entró y salió inmediatamente. Sin embargo todo transcurre como en un instante. No hay imágenes de ese día. Sólo la expectación oscura y decidida del hijo de Timeo a quien Marcos enfoca y pone en el centro de la escena. Por la reacción tan inmediata e insistente se ve que entre la entrada de Jesús a la ciudad y su salida, Bartimeo fue madurando su deseo y pensando bien su petición. La estrategia de acción se nota en los verbos:

Estaba sentado. Sin mendigar ni hacer otra cosa. En el lugar justo, el que eligen los mendigos, allí donde uno no puede no ver su mano extendida, que nos encaja una estampita, allí donde uno no puede no escuchar su queja y su pedido.

Cuando oyó decir. Bartimeo estaba atento a todas las voces, a los cambios de la calle. Quizás le habría pedido a alguno que le dijera cuando pasaba Jesús. Vos avisame cuando esté por pasar, porque viene mucha gente y por ahí se me escapa. Tal cual.

Comenzó a dar gritos diciendo… La frase estaba bien elegida: eso de llamar a Jesús “por su apellido” –Hijo de David-, era lo que muchos hacían. Hijo de David el bendecido, David el Rey amado por su pueblo, el Rey magnánimo y generoso. El era “hijo de Timeo”, que puede significar el deshonrado y también el honorable, según se vea. Bartimeo apela personalmente a Jesús.

Gritaba mucho más. Tenía previsto que no sería fácil. La gente comenzó a chistar. Jesús se les iba a todos así que no había por qué hacer escándalo por un mendigo más. (Me hizo acordar que en Aparecida, cuando el Papa salía de la sala, luego de la Inauguración de la V Conferencia, me fui colando entre los presentes yendo hacia el lugar por donde saldría y cuando estaba a dos metros y le pedí a un cardenal que se corriera un poquito me dijo “No” con cara de no sea impertinente. Y entre mirarlo a él y no saber si insistir, la espalda de Benedicto se perdió por la puerta de salida. Pensé que no era para tanto y que no tenía nada especial que pedirle… Viene a cuento porque Bartimeo sí tenía algo que pedirle personalmente a Jesús y por eso… gritaba mucho más fuerte)

¡Misericordiame! No existe el verbo en castellano. Apiádate, sí. “Ten misericordia de mí”. Misericordiame es la palabra que eligió Bartimeo. Es “La palabra”. Jesús no puede resistirla. Toca las entrañas de su Ser Dios. Porque Dios es el Padre de las Misericordias y él es su Hijo. Bartimeo eligió bien la Palabra mágica capaz de hacer detener al Hijo de David en medio de una multitud. Cuando alguien dice misericordiame, Jesús se detiene, Jesús escucha. Aunque no lo diga con palabras, aunque el que esté al costado del camino no pueda hablar porque está desmayado, su situación misma dice “misericordiame”. Y Jesús se compadece. Y va hacia él o lo manda llamar.

Tirando su manto, se puso de pie de un salto y se vino a Jesús. Creo que el Señor no fue Él porque quería hacer ver de lo que era capaz Bartimeo. Y no se equivocó porque Bartimeo tiró su manto, pegó un salto y encaró solo a Jesús. No dice que lo llevaron. Se orientó perfectamente mientras todos le abrían paso en silencio, con ese sentido de orientación de los no videntes que siempre nos asombra.
El gesto de tirar el manto tiene algo de teatral (en el sentido auténtico de dramático). Es un gesto simbólico de alguien que ya está curado. Bartimeo deja su vida de mendigo y camina libre hacia Jesús: va a hacer su último mangazo, o penúltimo más bien, va a pedir la fe para poder seguir a Jesús por el camino.

Rabboní que vuelva a ver. Ese ha sido siempre su deseo. Expresado al aire. Expresado a nadie (a Dios) en su interior. Y ahora encuentra al destinatario de ese deseo que parecía frustrante, imposible, mantenido para nadie, cultivado en la oscuridad en que vivía a pleno sol en su puesto de mendigo. Ese deseo que ha moldeado obsesivamente su corazón encuentra por fin al que lo puede percibir y Bartimeo escucha las palabras que esperaba: “Qué deseas que haga para ti”. Y él se lo expresa con meridiana claridad: Rabboní que vuelva a ver. Ese Rabboní dicho primero debe haber conmovido a Jesús. Bartimeo pone una pausa a su deseo. No le sale a borbotones. No es el “Uno diez” del que ni mira al colectivero. “Rabboní”, “Mi maestro”. “Hijo de David” fue para llamar su atención. Y para poner las cosas en claro en medio de la multitud. Nombre político de Jesús al que apela un ciudadano del pueblo de Israel, aunque viva en Jericó.
Rabboní, en cambio, es nombre de amigo. ¡Desde cuándo Bartimeo se considera “discípulo” de Jesús! ¡Faltaría más! Les debe haber picado a Santiago y a Juan, cuyos deseos apuntaban al Mesías triunfante más que al humilde Maestro. Marcos remarca esta conciencia de discípulo al culminar la escena con la imagen de un Bartimeo nuevo que “lo seguía por el camino”, expresión ‘técnica’ si se quiere para un discípulo de Jesús.

Comenzó a ver. Pero no nos adelantemos. La acción central de Bartimeo es esta: comenzar a ver. Jesús no hizo “nada” para que comenzara a ver. Es como si más que pedirle un milagro Bartimeo le hubiera pedido permiso. Y el Señor se lo concedió. Es uno de esos “derechos de los amigos” de los que hablamos hace poco. Basta pedirle a Jesús permiso y uno puede empezar a ver las cosas como Él las ve. Tenés permiso, eso significa “tu fe te ha salvado”.
Jesús no le puso barro en los ojos ni lo tocó ni le sopló las basuritas. Ni siquiera tuvo que hacer un gesto –el de partir el pan- como con los de Emaús. Es que Bartimeo ya venía creyendo desde hacía rato. Desde que Jesús entró en Jericó. Y desde mucho antes quizás, vaya uno a saber. Es una de esas personas de las que dice la misa: “cuya fe sólo tú conociste”. Uno de los pequeñitos del pueblo fiel de Dios que “comienzan a ver” a Jesús un buen día, casi sin darse cuenta de que han comenzado a habitar decididamente en su Reino. Esos pequeñitos a los que Dios les concede su deseo más hondo y lo viven sin que nadie lo sepa, adorando e intercediendo, siguiendo a su Maestro por el camino. Son esa muchedumbre incontable de testigos que el mundo ciego no sabe ver (por eso no aparecen en los diarios, que hablan sólo de esos dos o tres vivos que se creen que la tienen clara).
Aparecida expresa muy lindo este modo de caminar con Jesús que tenemos muchos Bartimeos del pueblo fiel de Dios:
“… Las peregrinaciones. En ellas se puede reconocer al Pueblo de Dios en camino. Allí, el creyente celebra el gozo de sentirse inmerso en medio de tantos hermanos, caminando juntos hacia Dios que los espera. Cristo mismo se hace peregrino, y camina resucitado entre los pobres. La decisión de partir hacia el santuario ya es una confesión de fe, el caminar es un verdadero canto de esperanza, y la llegada es un encuentro de amor. La mirada del peregrino se deposita sobre una imagen que simboliza la ternura y la cercanía de Dios. El amor se detiene, contempla el misterio, lo disfruta en silencio. También se conmueve, derramando toda la carga de su dolor y de sus sueños. La súplica sincera, que fluye confiadamente, es la mejor expresión de un corazón que ha renunciado a la autosuficiencia, reconociendo que solo nada puede. Un breve instante condensa una viva experiencia espiritual” (Ap 260).

Diego Fares sj

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