Domingo 12 B 2009

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Contra los miedos, el “mucho servir por puro amor”

Al atardecer de ese mismo día, Jesús dijo a sus discípulos:
«Crucemos a la otra orilla.»
Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron a la barca, así como estaba.
Había otras barcas junto a la suya.
Se armó una tormenta tan grande de viento que las olas entraban en la barca, de manera que ya se inundaba la barca.
Y Él estaba en la popa, sobre el cabezal, durmiendo.
Lo despiertan y le dicen:
«¡Maestro! ¿No te importa que perezcamos?»
Y despertando, se encaró con el viento y dijo al mar:
«¡Calla! ¡Enmudece!»
Y amainó el viento y sobrevino una gran tranquilidad. Después les dijo:
«¿Por qué son tan timoratos?
¿Aún no tienen fe?»
Y se atemorizaron con un gran temor y se decían unos a otros:
«¿Quién será este, si hasta el viento y el mar le obedecen?»
(Marcos 4, 35-41).

Contemplación

“Contra los miedos”.
Titulé la meditación así para entrar rápido en contacto con lo decisivo.
Sólo Jesús calma la tormenta de mis miedos, de los miedos que todos tenemos.
Sólo Jesús es nuestra paz. Sólo en su Palabra sobreviene esa “gran tranquilidad”.

Fuera de él, en medio de este mundo, mejor tener miedo. Y mucho.

Pero con él en nuestra barca ─aún dormido ─, el miedo no debe pasar de ser lo que es: una ocasión para acrisolar nuestra fe y para confortarnos sólo en el Amor y no en ninguna otra seguridad perecedera.

─ ¿No te importa que perezcamos?
─ No. No me importa─, podría responder Jesús. ─ No me importa que perezcan esas seguridades suyas que se han convertido en ídolos y no les permiten gozar de la única seguridad: la de mi Amor y la del Amor infinito del Padre. Por eso les digo:
No tengan miedo a nada ni a nadie en esta vida. No teman ni siquiera a los que los pueden matar. Teman solamente a aquel que les puede robar mi Amor, que es Vida eterna.
……
Contemplamos a los discípulos, cómo pasan del miedo a perecer a ese “mega-temor” (fobon megan) ante un Jesús que se les revela Todopoderoso. “¿Quién será este, si hasta el viento y el mar le obedecen?”

Su alboroto nos representa.
Somos pobres seres agitados por el miedo.
Miedo a las pandemias. Miedo a los desastres naturales. Miedo a la violencia. Miedo a la miseria. Miedo a la muerte. Miedo al miedo… Los seres humanos nos movemos en gran parte por el miedo.
La carta a los Hebreos discierne con clarividencia que, en el fondo, lo que nos esclaviza y nos lleva a pecar es el miedo. Hacemos el mal por miedo! (Esto es para que cada uno lo meditemos: donde están mis miedos, allí está mi pecado!)
Y hay gente que utiliza el miedo para controlarnos.
Por eso dice la Carta que Jesús “mediante su muerte, vino a reducir a la impotencia a aquel que tenía el dominio de la muerte, al demonio, y liberar de este modo a todos los que vivían completamente esclavizados por el temor a la muerte” (Hb 2, 15).
Fíjense qué definición del demonio: “el que tenía el dominio de la muerte y, por tanto, del miedo”.
En un artículo publicado en L’Osservatore Romano titulado «Para un examen de conciencia», la periodista Lucetta Scaraffia explica que «El miedo al sufrimiento constituye el motor base de todas las decisiones equivocadas de intervenciones sobre el fin de la vida: lo saben bien quienes hacen propaganda de la eutanasia alentando un futuro sin sufrimiento».
Y yo agregaría que el miedo es el motor base de todas las decisiones equivocadas con respecto no solo al fin de la vida sino con respecto a todo lo que es vida.
Por eso, la principal batalla de Jesús es contra el miedo: “No teman. Tengan fe. Confíen. Yo he vencido al mundo”.
La carta a los Romanos nos lo ratifica: “Ustedes no han recibido un espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que han recibido el Espíritu de hijos, por el cual clamamos: «¡Abba, Padre!» ( Rm 8, 15).
Fijémonos en la definición del Espíritu Santo: “Aquel que quita el miedo”. Tener espíritu de hijos es tener esa alegre seguridad que nos daban nuestros papás de pequeñitos. En sus brazos no había temor. El temor vino después, cuando nos soltamos…

Leo en internet a uno que expresa lo que muchos creen casi en el fondo de su pensamiento:
«Al único enemigo que has de temer es al miedo», cuantas veces no habré leído y escuchado también esta frase. ¿Acaso el miedo es nuestro enemigo?¿No ha sido gracias a él que hemos evolucionado? ¿No es él, el motor de nuestra vida? ¿No buscamos el progreso, por miedo al futuro? ¿La amistad, por miedo a la soledad? ¿La verdad, por miedo a la ignorancia? Hasta hemos creado a Dios, por miedo a estar solos; y al Diablo, por miedo a cargar a Dios con la maldad. Algunos han negado a Dios, por miedo a equivocarse. Otros, creen en El por miedo a saberse responsables. ¿Acaso muchos seguirían vivos si no temieran morir? El valiente espera, el cobarde actúa. El miedo es nuestro compañero inseparable. Si hemos de vivir con el aprendamos a amarlo y valorarlo, nada hay tan inútil como temer al miedo”.

Contra esto leemos en Juan:
“En el amor no hay temor, sino que el amor pleno y maduro echa fuera el temor, porque el temor mira al castigo. De donde el que teme, no ha sido madurado en el amor” (1 Jn 4, 18).

El pensamiento anterior tiene cosas interesantes porque es un pensamiento “penúltimo”, diría. Llega más a fondo que otros razonamientos superficiales. Pero no va hasta el fondo.
El miedo no es nuestro enemigo, pero tampoco se debe convertir en nuestro consejero como si fuera nuestro mejor amigo!
Valorarlo en el nivel instintivo y de supervivencia es algo bueno y natural. Extrapolar el valor que el miedo tiene en orden a la supervivencia y proyectarlo sobre las relaciones humanas y sobre nuestra relación con Dios es una falacia de efectos terriblemente perniciosos. Es lo que hace que el discurso de nuestro amigo ─ filósofo del miedo ─ se deslice imperceptiblemente del miedo como motor del progreso (buscando confort y seguridad) al miedo como motor de la búsqueda de amistad! La amistad no se puede conquistar por miedo. Es precisamente al revés: la amistad se nos regala gratuitamente como la experiencia de lo que es puro don, de lo que se da de tal manera entero y gratuitamente que expulsa el miedo. La amistad no es un bien que colme una carencia sino un bien que se sobreañade a una plenitud. Y se incrementa siempre no de carencia a satisfacción sino de más en mejor.

Es verdad que el hombre inventa dioses y demonios por miedo a la soledad y a la responsabilidad. Pero son dioses a medida, ídolos entre los cuales también se encuentra este del “pensamiento falaz”, que pretende solucionar el misterio con tres ironías y unos metros de profundidad por debajo de la superficialidad reinante.
Pero estos dioses no son para nada comparables a Jesús nuestro Señor.
Jesús, el que duerme en paz en la barca, aún en medio de la tormenta.
Jesús, el que calma el viento y la tempestad sin grandes esfuerzos y se preocupa, en cambio, por la poca fe de sus amigos.
Es la falta de fe la verdadera tormenta.
Tormenta a veces silenciosa, pero no con el silencio de la paz sino con ese enmudecimiento que es un grito de angustia al que tratamos de acallar y que surge en nuestros gestos crispados, en nuestras enfermedades, en nuestro ensimismamiento y agresividad…

Jesús le da al miedo su justa medida: lo experimenta muchas veces en su vida, junto con el dolor y la angustia y todos los sentimientos con que luchamos contra el mal, pero una y otra vez, el Señor vence el mal con el bien, el miedo con el amor, la angustia con la confianza en el Padre. Esa es su lucha tan humana, tan cercana a la nuestra de todos los días. Jesús con angustia, Jesús con miedo, Jesús confiándose en las manos del Padre. Permaneciendo en su Amor.

De última, el miedo es “no control” y por eso nos lleva a “rifar” el control a cualquier persona o a cualquier cosa que nos de la sensación de seguridad.

Y el Señor nos viene a revelar que no podemos “controlar” de manera absoluta nada en la vida salvo el amor. Sólo el amor se puede “controlar”. Uno sabe si es amado. Uno sabe cuánto amó y cuánto no amo.

Paradójicamente sólo el amor sin medida es la medida.

Lo expresa esa hermosísima canción de Silvio Rodriguez ─ Sólo el amor ─ en la que la materia del amor es precisamente lo fugaz y lo perecedero, aquello que no se controla y en lo que, por eso mismo, el amor puede volcarse con todo su poder gratuito:

Debes amar la arcilla que va en tus manosDormido en la barca
debes amar su arena hasta la locura
y si no, no la emprendas que será en vano
sólo el amor alumbra lo que perdura
sólo el amor convierte en milagro el barro.

Debes amar el tiempo de los intentos
debes amar la hora que nunca brilla
si no, no pretendas tocar los yertos
sólo el amor engendra la maravilla
sólo el amor consigue encender lo muerto.

Tenemos la medida básica en el mandamiento que nos manda “amar al prójimo como a nosotros mismos”. Uno no puede vislumbrar el futuro o saber muchas cosas que le pasan a los demás por la cabeza, pero sí sabemos que el amor no hace daño al prójimo, y que si uno ama humildemente, haciendo sentir al otro que lo ama con un amor que iguala, eso, más bien a la corta que a la larga, surte efecto.
También tenemos la otra medida, la del amor “por sobre todas las cosas”, ese que nos lleva a arrojarnos en las manos del misterio de Dios nuestro Padre con actitudes de hijo, con agradecimiento y reverencia amorosos.
Estos dos amores, que son uno solo, expulsan todo temor del corazón. Clarifican sentimientos y pensamientos, despejan el alma, nos hacen sentir y actuar bien.

La imagen del Señor “controlando” con serena majestad la tormenta de viento exterior y la tormenta de los miedos interiores de sus amigos, es la imagen de ese amor que enfrenta decididamente todos los temores y los pone al servicio de una maduración en la fe y en la esperanza.
San Ignacio culmina sus Ejercicios Espirituales con una hermosa reflexión sobre el temor y el amor:
“Dado que sobre todo se ha de estimar el mucho servir a Dios nuestro Señor por puro amor, debemos mucho alabar el temor de la su divina majestad; porque no solamente el temor filial es cosa pía y santísima, más aun el temor servil, donde otra cosa mejor o más útil el hombre no alcance, ayuda mucho para salir del pecado mortal; y salido fácilmente viene al temor filial, que es todo acepto y grato a Dios nuestro Señor, por estar en uno con el amor divino” (EE 370).
Ignacio gradúa con sabia pedagogía los sentimientos que hay que cultivar, de manera tal que sirvan en la práctica. Insta a no dejar de lado el temor servil (que es temor del castigo) porque sirve para salir del pecado y establecer con el Señor una relación que él llama de “temor filial”. El temor filial más que al castigo teme lastimar al que ama. Pero lo que más hay que estimar, dice Ignacio es “el mucho servir a Dios nuestro Señor por puro amor”. Expresión feliz que se complementa muy bien con aquella de “en todo amar y servir”.

Si uno se anima a decirse a sí mismo muchas veces interiormente esta frase, y responder a la pregunta “¿Qué debo hacer ahora?” con un decidido “Puedo “mucho servir a Dios nuestro Señor por puro amor”, sentirá la paz y la alegría del amor que quita todo temor.

Diego Fares sj

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