La paz de la viña
“Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el Viñador.
Todo sarmiento que en mí no porta fruto, lo corta,
y a todo el que da fruto, lo poda, para que lleve frutos más copiosos.
Ustedes están ya limpios gracias a la Palabra que les he anunciado.
Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes.
Lo mismo que el sarmiento no puede llevar fruto de sí mismo,
si no permanece en la vid; así tampoco ustedes si no permanecen en mí.
Yo soy la vid; ustedes los sarmientos.
El que permanece en mí y yo en él, ése lleva mucho fruto;
porque separados de mí no pueden hacer nada.
Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca;
luego los recogen, los echan al fuego y arden.
Si permanecen en mí, y mis Palabras permanecen en ustedes,
pidan lo que quieran y lo conseguirán (Jn 15, 1-8).
Contemplación
La humanidad es una vid. No somos seres aislados. La humanidad es una viña plantada para dar uvas dulces que por la pandemia del virus del pecado comenzó a dar uvas agrias por todos lados. Pero somos una vid y siempre está la posibilidad del injerto que salva, el injerto en la cepa noble y santa que es Jesús: Yo soy la Vid, ustedes los sarmientos. El que el Padre injerta en mí y luego permanece en mí de corazón y Yo en él, lleva mucho fruto.
La vid tiene esta posibilidad maravillosa del injerto. Les comparto algo que leí y puede ayudar:
“En Europa, hasta fines del siglo XIX, en sus pequeños terruños -que de paso muestran el misterio del vino, ya que, gracias a los diversos injertos, con la misma cepa y el mismo clima bastan un centenar de metros para producir vinos de distinta calidad- los viticultores plantaban año a año los retoños de sus vides. Fue entonces cuando, tal vez por razones experimentales, se introdujeron algunas plantas de vid americana. Con la vitis americana llegó lo que la ciencia llama Philoxera Vastàtrix, Filoxera devastadora. Eran pulgones de uno a tres centímetros de largo, que se alimentaban de la raíz de las cepas europeas. Ningún plaguicida pudo dar cuenta de ellos. Se prendió fuego a viñedos enteros y se inundaron aquellos que estaban cerca del mar. La plaga era incontenible. La solución que mantuvo en angustiosa espera a los viticultores fue injertar las vides europeas sobre las raíces americanas que la filoxera desdeñaba. Todos los viñedos europeos están plantados sobre viñas patrón americano”.
Esta plasticidad misteriosa de la vid, en que la parte sana puede curar al todo, es una hermosa imagen de lo que es la raza humana. Por eso es tan linda la imagen del Padre Viñador y de Jesús, la Vid Santísima y Vivificante.
A Jesús todo lo que se le injerta, si está enfermo, lo sana, y si es bueno, lo potencia y lo mejora en lo suyo propio.
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No se si es fácil transmitir esta maravilla de lo que es la vid al que no ha nacido ni se ha criado entre parras y uvas. Puede ayudar si le gusta le vino bueno y se maravilla de todas las variedades. Por mi parte, confieso que aunque crecí a la sombra de las parras del patio pequeño de mi casa y del patio inmenso de la casa de la Sette (así se dice abuela en libanés), cuyas parras daban todos los tipos de las uvas de mesa más ricas ─ la moscatel rosada y grande, las blancas de ollejo duro y ovaladas y las redonditas, la negra casi azul, la chiquita sin semilla… ─ recién comencé a fijarme en la vid en Buenos Aires, rezando por el Patio de la parra de Regina.
Sin embargo, el interés más científico prende mejor cuando se lo injerta en un interés existencial, ese que uno trae de la infancia. Cuando uno ve y experimenta el contraste de lo que es la tierra en Mendoza con viña y sin viña, puro desierto pedregoso y gris a un lado y al metro siguiente, viña frondosa y fértil, no puede menos de presentir que la vid tiene algo maravilloso. Lo expresa bien un artículo que dice que la Vid se da,
“En general, en tierras pobres. Y en algunos casos, como las argentinas de Mendoza -cuyo promedio de lluvia es equivalente al del Sahara- desérticas. La vid hace el milagro de convertir ese suelo hostil en maravillosas superficies verdes. Aprovecha cada gotita de humedad, pero para que esto ocurra, y dé los resultados esperados, se necesita la incesante labor del viñatero. Hasta tal punto es esencial el trabajo del hombre que Frieländer señala que los límites de expansión del Imperio Romano pueden ir marcándose en un mapa de acuerdo al avance del cultivo de la vid en Europa”.
Propiedades maravillosas de la vid, necesidad de incesante labor del viñatero. Es la combinación de la que habla Jesús en su Alegoría de la Vid. Es como si antes de la Pasión el Señor profundizara las parábolas de la Semilla. En las primeras parábolas hay un tiempo intermedio, entre la siembra y la cosecha, en el que no se puede hacer mucho. Si la tierra es buena o no y si alguien sembró cizaña, se ve con el tiempo. El grano de mostaza pequeñito muestra sus virtudes luego de muchos años. En las parábolas de la viña, en cambio, es donde se muestra más lo humano y lo divino unidos en un trabajo común. Jesús nos presenta a su Padre como un Viñador, un Padre de familia que ama su viña y que sale a buscar obreros para la cosecha, un Padre que quiere que sus hijos trabajen codo a codo a su lado y que mete mano en las parras, podando y limpiando, guiando el crecimiento de sus plantas día a día.
La imagen que da de sí el mismo Jesús es una imagen que nos integra estrechísimamente. La Vid es una, en todo el mundo y en todas sus variedades, y Él es la vid entera santa y sana y de frutos selectos.
Estar injertados en Él es participar de todo y poderlo todo (“todo lo que pidan se les dará”).
Estar desintegrados fuera de él es igual a no ser nada, (“sin mí no pueden hacer nada”).
El entra como parte individual en este mundo pero con la virtud escondida que llegará “a ser todo en todos”.
Tiene esa fuerza de una Vid poderosa de “recapitular todas las cosas en sí como cabeza”.
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Despúes de Jesús no somos ya seres aislado.
En Jesús pasamos a ser Viña-Iglesia, en ese entrecruzamiento lindo que tienen las viñas en las que no se sabe de qué tronco viene la rama que da el racimo más grande ya que todo es entrelazamiento común, fruto de la cepa y de cada injerto, del suelo, del agua y del sol, del trabajo del viñador y luego de los que elaboran el vino.
Sentirse así, Viña común trabajada por las manos del Padre, da paz en medio de un mundo que nos quiere consumidores aislados y números sin rostro de estadística funcionales al poder, es un gozo que se siente en la raíz, allí donde uno experimenta su identidad como pertenencia. “Somos suyos, a Él pertenecemos”.
Sentir que los golpes y los cortes de la vida no son hachazos violentos dados al azar por pandemias de gripe porcina o dengue o por quienes odian a todos cegados por el paco, sino podas en las manos buenas del Padre, que precisamente nos limpia allí donde damos fruto para que demos más, sentir los golpes como podas, digo, hace vivir de otra manera las cruces y los sinsabores de tantas injusticias de este mundo. “Nada de lo bueno se pierde”. “El Señor escribe derecho con parras torcidas”. “No tengan miedo. El que permanece en mí, da mucho fruto”.
Una cara del miedo y de la angustia provienen de nuestra resistencia a “dar fruto” allí donde la savia del Espíritu quiere. Es un resistir a la gracia porque poda y no confiar en que estamos en las manos del Padre. El jugarse por el Evangelio siempre toma la forma de una elección en la que experimentamos que “dar fruto es sufrir una poda”. Dar fruto es abandonar una posición cómoda y arriesgarnos a quedar en una posición evangélica de indefensión o de riesgo creativo en el que el fruto depende no de nosotros sino de Jesús. A medida en que nos vamos animando a estas mini-elecciones y experimentamos el gusto de esta “poda fructuosa”, vamos “permaneciendo más en Cristo” voluntariamente y no forzados. Experimentamos que “donde damos fruto hay paz y fluye la vida”, que “dar frutos libera, porque el amor quita el temor”. El don de sí es este dar frutos, esa es la gloria del Padre y de esos frutos brota la paz.
Sentirse “sarmiento”, sentir que uno puede reinjertarse en un instante en la Vid que es Cristo, desde la más pequeña parte libre y sana que uno siempre conserva, y desde allí ser totalmente sanado y poder comenzar a dar los mejores frutos, los que Dios siempre soñó para uno y uno soñó en Él (casi sin atreverse, pero soñó), es una esperanza tan fuerte que no puede no llevar al sacramento de la reconciliación con un deseo y un gozo como los del Hijo pródigo. Basta injertarse en El, para serlo Todo, para entrar en comunión con todo lo de Dios y lo de los hermanos. Los santos nos alientan, nos tienden la mano, a integrarnos con ellos en esta comunión de la viña que viene de lejos y se extiende por todo el mundo terreno y celestial.
Injertarse en él. Esa es la palabra fuerte de hoy. “Enkentrizai” como dice Pablo en Romanos: “Si la raíz es santa también las ramas” (11, 16-24). Dejar que el Padre nos injerte y nos enraíce en la Raíz santa que es Jesús. El Padre nos enraíza amorosa y líbremente, haciéndonos sentir atraídos por la Palabra de su Hijo (Este es mi Hijo amado, escúchenlo!) para que luego su Hijo nos haga sentir lo lindo que es permanecer adheridos a él por la Fe y la Amistad que dialoga y comparte la vida. Fuera de esa raíz nada da fruto: “« Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será arrancada de raíz” (Mt 15, 13).
Permanecer en Cristo. Tratando no hace mucho de “ayudar” a un sarmientito tierno que había brotado bajo y andaba por el piso, a que se agarrara del alambre para ir para arriba, presté atención a cómo las ramas de la parra dan una hoja de un lado y del otro un zarcillo que se enrosca con fuerza de lo que encuentra y le abre paso a la fuerza vital de la planta para que gane en extensión. Los racimos brotan cada tanto en medio de este trío vital de raíz, hojas y zarcillo.
Al ver al otro día al zarcillo fuertemente enroscado en el alambre–un rulito simpático y funcional- me pareció una linda imagen de nuestro esfuerzo por permanecer en Jesús: como humildes zarcillos que se adhieren enrollándose bien allí donde encuentran buen apoyo.
Todo lo demás lo hace la fuerza vital de la Vid. Pero ese adherirse con todo al amor de Jesús y al amor al prójimo ─ dando tres vueltitas de bondad ─, para no soltarme, viene de mí y “el Señor lo necesita”.
Diego Fares sj