Domingo 4 B Cuaresma 2009

Nicodemo

Con el corazón ensanchado de Luz

Jesús dijo a Nicodemo:
«De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto,
para que todos los que creen en él tengan Vida eterna.

Sí, tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único
para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.
Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él, no es condenado;
el que no cree, ya está condenado,
porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo,
y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz,
porque sus obras eran malas.
Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella,
por temor de que sus obras sean descubiertas.
En cambio, el que practica la verdad se acerca a la luz,
para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios»
(Juan 3, 14-21).

Contemplación
Contemplamos hoy a Nicodemo el “discípulo oculto de Jesús”, el que lo visita de noche y no se adhiere públicamente al Señor hasta después de su muerte en la Cruz. Nicodemo tiene un corazón de esos “que aman más de lo que se animan a confesar”. Y aunque de afuera parecen más quedados, incluso poco comprometidos, la intensidad de su lucha interior hace que “el corazón se les vaya ensanchando”. Son de esa gente a la que les cuesta jugarse pero cuando llega la hora se dan con todo, sin calcular, sin mirar cómo queda su imagen: caen con cien libras de perfume, como cayó Nicodemo al velorio de Jesús. Cuando hasta los más amigos se escondieron, él se hizo cargo del muerto y sepultó al ajusticiado por blasfemo como si fuera un Rey. Nicodemo comulgó con el Cuerpo de Cristo ya en descomposición ─ pública y física ─. Salió a la luz, compartió la suerte del Rabbí a quien admiraba y seguía en secreto.
Quizás alguno habrá pensado “¿de dónde salió este?”; “con qué derecho viene ahora…?”. Lo que no sabe el que juzga así (el Padre que ve en lo secreto del corazón sí que lo sabe) es que el “ahora” de Nicodemo es un “ahora” que no dejó de madurar desde que sostuvo con Jesús aquel “coloquio nocturno en Jerusalen” (recordamos aquí este “testamento iluminador” del Cardenal Martini, que ha sido publicado hace poco).
Aquella noche (noche dichosa…, diría San Juan de la Cruz) en que Nicodemo fue a ver a Jesús y se quedaron charlando hasta tarde, el Señor le sembró una luz en el corazón. El Sembrador le sembró una semillita de su Luz y esta lucecita le fue ensanchando el corazón.
Ciento por uno se lo ensanchó.
De hecho Jesús le comunicó su Espíritu aquella noche, la semilla de su Espíritu y lo hizo nacer de lo Alto, lo hizo nacer de nuevo sin que Nicodemo lo supiera, como nosotros, cuando somos bautizados de chicos. Y este nuevo corazón fue madurando en la fe, en una lucha silenciosa aunque sin tregua, a medida que esa lucecita crecía. Bien podría hacer suyos Nicodemo, estos versos de San Juan de la Cruz:

“En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

Aquésta (luz) me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
Quien yo bien me sabía
en parte donde nadie parecía.

En el diálogo con Nicodemo el Señor explica lo que antes hizo simbólicamente al expulsar a los mercaderes del Templo. Nicodemo es “Maestro en Israel”, y representa ese Templo anciano ─ ese corazón de piedra que es Israel, que es el hombre ─ al que el Señor purifica de todo comercio y lo reconstruye como corazón de carne, con su muerte y resurrección.
De toda la riqueza de evangelio de Juan nos quedamos con la imagen que usa Jesús de la Luz. El es Luz, una luz que ensancha el corazón. Porque hay luces que lo angostan (angustian). Como dice el Salmo:
“Tu Palabra Señor es la verdad
y la luz de mis ojos”.
La Palabra de Jesús es luz para los ojos del corazón.
Hay en cambio otras palabras que son tinieblas: esas ideas que con sus futuribles ensombrecen el corazón, esas ideas alimentando el resentimiento ciegan los ojos de rabia y oscurecen con sus obsesiones el entendimiento.

Jesús no. El nunca oscurece.
Es más, él no apaga ni la velita que apenas chisporrotea.
El Señor junta toda lucecita, por pequeña que sea, como junta las ovejitas perdidas del rebaño, como junta los pancitos que sobran de la eucaristía… Donde ve que se prende una lucecita de entendimiento y de fe en un corazón, el Señor entra inmediatamente en diálogo con ella y la alimenta con su Palabra, como una madre alimenta a sus hijos pequeñitos, o como un nieto que se queda explicándole pacientemente a su abuela algo de esas cosas modernas que a los adultos mayores les cuesta entender cómo funcionan.
Así conversa Jesús con Nicodemo, que no entiende cómo funciona esto de “nacer de nuevo y de lo Alto”. Sin embargo, ha tenido la humildad de venir a Jesús; se ha acercado a la luz. Y Jesús se lo valora, dice que el que se acerca a la luz es porque sus obras son buenas. “El que practica la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios».
En las contemplaciones de esta Cuaresma hemos puesto en el centro de nuestra contemplación al corazón. En cada contemplación hemos practicado un “ejercicio espiritual” que ha tratado de afectar directamente a nuestro corazón, dejando de lado otros aspectos no tan esenciales de la vida espiritual.
Vamos a repasar hoy estos “ejercicios cordiales” acercándolos al fogón de este coloquio nocturno en Jerusalen entre Jesús y Nicodemo, para que la Luz del Señor ilumine las verdades contempladas y se ponga de manifiesto que son buena doctrina, obras buenas, hechas ─ ejercitados ─en Dios.

El primer ejercicio para el corazón consiste en bajar:
“descender con la mente al corazón”.
Este descenso se hace “hablando”,
pronunciando en voz baja Palabras esenciales que nos enseñó a decir Jesús:
Padre, te doy gracias,
Padre, Yo se que siempre me escuchas
Padre, todas las cosas son posibles para Ti…

Pronunciar estas palabras silencia la mente y aquieta el corazón.
En la mente las palabras son conceptos abstractos y pueden producir multitud de imágenes y hacernos “volar” la imaginación. Cuando uno “pronuncia” las palabras, como que la mente baja: la voz viene del aire del pecho, y sube a la garganta… La pronunciación en voz baja de las Palabras de Jesús hace bajar la mente a sentir el corazón. Y como son Palabras de Vida, que incluyen a todas las otras, las otras se adhieren a ellas y se acallan y el corazón se alimenta con el Pan de la Verdad que sale de la boca de Dios y es manjar sólido y no papitas y palitos salados…

El segundo ejercicio para el corazón consiste en subir:
Subir al Monte de la Transfiguración.
Aquí practicamos un ejercicio auditivo y otro visual.
Probamos escuchar (pronunciando las palabras en voz baja: “Este es mi Hijo, el predilecto. Escúchenlo a Él”) la voz del Padre.
Escuchando como quien lee los labios y repite una oración, la Voz del Padre nos dibuja rasgos del Rostro de Jesús. Lo sentimos a Jesús iluminado, lo vemos radiante y sonriente, lo experimentamos glorioso, gustamos su luz, nos sentimos apacentados por su cayado de Buen Pastor….

La subida a la mente, en cuya altura podemos imaginar sin disiparnos porque el rebaño de ideas está sujeto por la Voz del Padre y todas las ideas tienen los ojos fijos en Jesús, autor y consumador de la fe, es una subida en compañía de Jesús, una subida humilde y conducida. No hay temor a irse por las ramas y si uno delira un poco, como le pasó a Pedro, enseguida el Señor nos baja.

El tercer ejercicio para el corazón es doble: consiste en expulsar y re-centrar
El ejercicio consiste en “sentir los empujones del Señor”. Dejarlo que expulse a “los vendedores del Templo», para sentir luego como se “sienta como en un trono sobre nuestro corazón”. Solo el Amor debe reinar en el centro del Corazón. Así, sentado en nosotros, el Señor reina, y nuestro corazón se aquieta y se centra en su humildad. Este ejercicio de “sentirlo” cómo asentado, puede hacerse también gustando su única ley. A veces nuestro corazón está inquieto porque recibe multitud de mandatos de la mente, mandatos que provienen de las exigencias y placeres del mundo exterior y mandatos internos que brotan de la culpa y del deber… El Señor simplifica todo y reina pronunciando un único mandamiento: el del Amor. Gustar este mandamiento es pronunciarlo diciendo:
“Escucha Israel, el Señor tu Dios es el único Dios.
Y tú amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu mente,
con todo tu espíritu
con todas tus fuerzas.
Y amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

El cuarto ejercicio para el corazón consiste en ensanchar
El corazón se ensancha cuando recibe la Luz del mandato de sólo amar. Este mandato imperado interiormente por el Espíritu, expande el corazón, lo hace respirar, le da un movimiento amplio y constante que llega con su ánimo a todos los rincones de nuestro ser y se convierte en oración y en obras de misericordia y de bondad para con los demás. Obras que dan fruto y fruto duradero: como dice la canción: “sólo el amor alumbra lo que perdura”.
Otras mandatos angostan el corazón, son mentiras o verdades a medias que con su tiniebla van achicando el movimiento del corazón, hasta obsesionarlo en torno a uno o dos puntos que le quitan vida.
La verdad, en cambio, así “practicada” y ejercitada por medio de estos ejercicios espirituales, nos hace vivir “con el corazón ensanchado de luz”.

Diego Fares sj

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