Domingo 2º B Cuaresma 2009

transfiguracion 

  

La transfiguración: “Comulgar con Él con los ojos del corazón”

 

Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan,

y los condujo a ellos solos a un monte elevado.

Allí se transfiguró en presencia de ellos.

Sus vestiduras se volvieron esplendentes, blanquísimas,

como ningún batanero en el mundo sería capaz de blanquearlas.

Y aparecieron a su vista Elías y Moisés,

y estaban conversando con Jesús.

Pedro dijo a Jesús:

– «Maestro, ¡es lindísimo para nosotros estar aquí!

Hagamos tres carpas, para ti una, para Moisés una y para Elías una.»

Pedro no sabía qué responder (al acontecimiento),

porque estaban fuera de sí por el terror.

Y se formó una nube ensombreciéndolos,

y vino una voz de la nube:

– «Este es mi Hijo dilecto, escúchenlo a Él.»

Súbitamente, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie,

sino a Jesús solo con ellos.

Mientras bajaban del monte,

Jesús les previno de no contar lo que habían visto,

hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos.

Ellos guardaron la cosa para sí,

y se preguntaban qué significaría

«resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 2-10).

 

Contemplación

            También nosotros nos preguntamos (o más bien “tememos preguntarnos”) que significará “resucitar de entre los muertos”.

La verdad es que no lo sabemos ni podremos entenderlo nunca si pretendemos saberlo como se “saben” las cosas humanas. No lo sabremos ni por el sentido común que brota de nuestras experiencias, ni por las ciencias. Todo nos dice que los muertos no resucitan (y que las vueltas a la vida puntuales son más bien propias de películas románticas o de terror).

 

La pregunta “¿qué significa resucitar de entre los muertos?” es una pregunta que, si la queremos hacer, sólo tiene sentido hacérsela a Jesús. Y Jesús sólo responde al que se acerca a preguntarle con fe de buen amigo, al que desea situarse dentro de ese ámbito de comunión eclesial que se da en torno a la contemplación del Evangelio. Una contemplación que “sabe” las cosas “saboreándolas”, comulgando con ellas. A este saber de comunión apuntamos cuando le preguntamos al Señor por la resurrección. Nos interesa comulgar con su muerte y resurrección, como cuando recibimos la Eucaristía. Esta comunión con su carne hace que se nos abran los ojos y lo reconozcamos transfigurado…, en lo cotidiano de la vida.

 

Llegar a saborear lo qué significa “resucitar de entre los muertos” es la esencia del cristianismo. Y el Señor nos muestra que es camino largo, de subida, y de subida en compañía. Por algo se llevó a sus tres amigos al Monte y les previno que no contaran nada de la belleza de su Gloria hasta que él resucitara de entre los muertos. Y cuando resucitó, se les reveló sólo a los que habían compartido su vida y su pasión, para que la buena nueva se fuera transmitiendo ─ como se transmite la vida ─ en el ámbito íntimo del amor interpersonal.

 

Hacer esta pregunta en otro ámbito lleva rápido al ridículo. Y algunos cristianos se sienten mal al ver que se cae en el ridículo cuando se trata el tema de la resurrección en algún programa de televisión o en un ámbito profano. Como si fuera ridícula la resurrección. ¡No! Lo que es ridículo es tratarla fuera del ámbito de la fe. Lo ridículo no es la Perla sino tirar la perla a los chanchos.

 

Nos ponemos, pues, con humildad de corazón, en este ámbito elegido por Jesús para iluminarnos con su transfiguración.

 

Subimos al Monte junto con los que él eligió como “testigos de su belleza”.

 

Mientras subimos, recordamos la imagen de nuestro corazón como el desierto donde Dios nos habla. “Orar es descender con la mente dentro del corazón”. Descender a sentir el silencio del corazón, a escuchar cómo el Espíritu nos recuerda allí las pocas palabras esenciales:

 

Padre.

 

Te doy gracias.

 

Jesús, ten misericordia de mi, pecador.

 

No teman. Tengan paz.

 

Yo soy la resurrección y la vida.

 

Este descenso a lo hondo del corazón ─ donde el Señor nos hace saborear que El es la resurrección y la vida ─ no es posible mantenerlo si Jesús no se nos transfigura.

Los padres hablan de descender al corazón “y estarse allí ante el Rostro del Señor, siempre presente”.

Sólo el Rostro de Jesús transfigurado ─ con el peso de su Amor y de su Gloria ─ es capaz de atraernos al interior de nuestro corazón y hacer que nos “estemos allí”.

 

Sin el brillo transfigurado de su Rostro amable, sin la sonrisa de sus ojos buenos, nuestra mente genera imágenes que  nos expulsan compulsivamente hacia el exterior. Hay que atravesar esa zona media del corazón, zona de turbulencia y de impulsos ciegos, de movimientos compulsivos, de temor o de ansiedad de novedades, para llegar a la zona quieta y serena, a ese monte que se eleva en el centro de nuestro corazón, punto firme desde donde surge el impulso de la vida como Don del Padre.

 

Allí, sólo ocurren dos cosas, o bien se nos desvela el rostro transfigurado de Jesús y entonces nos estamos allí, comulgando con esa luz en silencio o bien se nos vela como en medio de una nube y entonces nos estamos allí, comulgando con la Voz del Padre que nos dice al oído: “Este es mi Hijo amado, escúchenlo”.

 

Comulgando con la carne transfigurada del Señor y con la voz transaudicionada del Padre, tal como nos lo transmiten los testigos podemos saborear en la fe, en la esperanza y en la caridad, qué significa “resucitar de entre los muertos”.

 

“Resucitar de entre los muertos” es creer en Jesús, adherirnos a su Persona, comulgar con él con los ojos del corazón.

La fe es en sí misma es una resurrección. Creer en otro, confiarse enteramente en otro y ponernos en sus manos es una experiencia que nos hace morir de alguna manera ─ a nuestros criterios, a controlar nuestra propia seguridad ─ y resucitar cuando el otro no nos defrauda.

Me contaba ayer Rossi una experiencia de fe y un milagro que le hizo el Hno. Figueroa (santo hermano jesuita que fue portero de nuestro Colegio de la Inmaculada de Santa Fe) una tarde de niebla cerrada en las sierras de Córdoba. Habían subido con el Hno. Luis Rausch al Champaquí ya con niebla de mañana y al caer la noche se dio cuenta de que estaba perdido. No se veía ni a un metro y como caía la noche le propuso al Rausch hacer carpa mientras tenían algo de luz. El otro se plantó con que “de ninguna manera” y le dijo que le pidieran al Hno. Figueroa que los orientara. Rossi contaba que al ponerse de rodillas y comenzar el Padrenuestro sentía bajar un escepticismo más denso que la neblina. Tipo “estamos perdiendo dos minutos que lamentaremos cuando no podamos ni armar la carpa”. Sin embargo es difícil contradecir a un Rausch y más si está rezando, así que rezó nomás. Me contaba que en el mismo instante en que terminaron el Padrenuestro escucharon voces de niños! La escuela estaba a unos 600 metros y los chicos habían salido de clase y conversaban. La experiencia del milagrito fue fuerte. Por haberlo pedido en la fe del otro…; y por las voces de los niños… me decía Rossi. (Me acuerdo ahora de San Agustín, cuando rezaba pidiendo una señal y escuchó las voces de aquellos chicos que del otro lado del muro de su jardín cantaban en medio de un juego “toma y lee; toma y lee” y él tomó la Escritura y leyó “No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revístanse de Nuestro Señor Jesucristo, y no empleen su cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo (Rm 13, 14)” (Confesiones 8, 12).

Hacer un acto de fe, comulgando con otro, es “resucitar de entre los muertos”, resucitar del escepticismo, que nubla la mente más que la niebla de la sierra los ojos.

 

“Resucitar de entre los muertos” es tener esperanza, beberse en el momento presente, de un trago, el Cáliz del Señor, confiando en que luego de beberlo se nos abrirán los ojos y veremos distinto. La esperanza es en sí misma una resurrección. Aquellos que “sólo en Jesús ponen su esperanza”, experimentan en su vida lo que significa “resucitar de muchas muertes”. La esperanza nos hace resucitar de esa muerte que es cada desilusión que nos pegamos cuando no esperamos sólo en “Cristo Jesús, nuestra Esperanza”─ (1 Tm 1), sino que nos ilusionamos con los espejismos de nuestro propio yo o con las proyecciones de las estadísticas.

La esperanza cristiana es una resurrección porque es una reduplicación. Esperar es “creer en la esperanza misma (no en cosas que vendrán)”. Así lo expresa hermosísimamente Pablo refiriéndose a Abraham: “contra toda esperanza, creyó en esperanza…” (Rm 4, 18). Esperanza cristiana es creer allí donde ya no hay esperanza humana. Creer cuando la niebla no deja ver ni a dos pasos adelante y esperar hasta oír las voces del Buen Pastor que nos orientan a la fuente de vida.

 

Resucitar de entre los muertos es tener caridad. Poner manos a la obra con caridad. La caridad es en sí misma una resurrección, porque nos saca de la parálisis de la muerte y nos pone a caminar y a trabajar en el Nombre de Jesús resucitado. La caridad es más que el mero amor. Es amor esperanzado y creativo, que da vida allí donde parece que sólo hay esterilidad. La caridad resucita la vida donde ha muerto por el pecado o por agotamiento natural.

 

Resucitar de entre los muertos es orar. Orar con fe, esperanza y caridad.

 

Orar es descender (morir) con la mente dentro del corazón… y alzar los ojos (resucitar) al Rostro del Señor, siempre presente, cuya mirada transfigura todo en tu interior”.

Diego Fares sj

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