La autoridad de la Palabra
(Jesús con sus cuatro primeros discípulos…) Entraron en Cafarnaún,
y cuando llegó el sábado fue a la Sinagoga y comenzó a enseñar.
Todos estaban asombrados de su doctrina,
porque les enseñaba como quien tiene autoridad
y no como los escribas.
Y de pronto, había en la sinagoga un hombre poseído
de un espíritu inmundo que se puso a gritar diciendo:
«¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno?
¿Viniste a acabar con nosotros?
Te conozco, sé quién eres: el Santo de Dios.»
Pero Jesús lo increpó, diciendo:
«Cállate y sal de este hombre.»
Y sacudiéndolo violentamente el espíritu inmundo,
gritando con un gran alarido, salió del hombre.
Y quedaron todos pasmados de manera tal que se preguntaban unos a otros:
«¿Qué es esto?
¡Una doctrina nueva… y con autoridad…!
Impera a los espíritus impuros y estos lo escuchan y le obedecen»
Y su fama se extendió rápidamente por todas partes,
en toda la región de Galilea (Marcos 1, 21-28).
Contemplación
¡La autoridad de la enseñanza de Jesús, de su doctrina (didajé): la autoridad de su Palabra!
La gente, al escuchar a Jesús enseñando, quedó espantada por su autoridad (exousía = potestad para ejercer un poder, para legislar…).
Espantada es algo más que asombrada. El Papa, en su libro “Jesús de Nazareth”, dice que este espanto se produce ante Alguien que se atreve a hablar con la autoridad de Dios.
Jesús enseña como si fuera El Legislador, como si fuera más que Moisés.
Esto espanta aún hoy a un Rabino como Jacob Neusner, que simpatiza con la persona de Jesús. Esta pretensión de Jesús de que se lo siga a Él como persona y no a los “mandamientos de Yahvéh”, hace que este Rabino se detenga y no pueda seguirlo. Resulta demasiado para un judío piadoso (y también para nosotros, si nos abriéramos a fondo ante la exigencia y tratáramos de ponerla en práctica de veras, como les sucede a los convertidos y no a los que tienen una fe por costumbre).
Es que no se trata de seguir “ideas o leyes” sensatas, aunque fueran difíciles, sino de seguir a una Persona. Y una Persona que reclama abandono total y obediencia incondicional, hasta dar la vida.
Esta autoridad que emana de Jesús enseñando se ve confirmada por la autoridad con que expulsa al espíritu impuro. Notemos que aquí el Señor no obra en nombre del Padre, como suele hacer en sus milagros, sino que ordena directamente al mal espíritu (como si fuera un perro) y este le obedece.
La gente queda espantada por esta conexión entre la fuerza categórica de sus afirmaciones cuando enseña y la obediencia que obtiene de un endemoniado, de esos que dicen y hacen cualquier cosa en cualquier momento!
La conclusión es clara. La gente siente: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva… y con autoridad…! Impera a los espíritus impuros y estos lo escuchan y le obedecen”.
Nos centramos en lo que siente la gente: “una doctrina nueva… y con autoridad”. Eso es lo que los conmociona y los descoloca. Pedimos, pues, la gracia de que nos descoloque también a nosotros, en el presente del Evangelio que abrió Jesús con su “tiempo cumplido y pleno”, tiempo en que en cualquier momento el Reino de los cielos se hace presente –como el Resucitado- en nuestra circunstancia histórica.
¿Por qué los descoloca hasta el punto de causarles espanto, es decir: hasta hacerles sentir una fascinación por escuchar que, a la vez, los deja estupefactos y les da ganas de salir corriendo?
Diría que en este punto los hombres de todas las épocas somos iguales. Puede ser que ellos fueran más crédulos en cuestiones de endemoniados y de profetas. Puede ser que nosotros tengamos una mentalidad más científica y que por el hecho de tener información de tantas “doctrinas” relativicemos todo y creamos un poquito de cada teoría sin que ninguna sea capaz de captar nuestra adhesión incondicional y total (tenemos nuestros paréntesis para cada cosa). Sin embargo, los hombres de todas las épocas compartimos este “creer hasta ahí”, este ir probando si lo que se nos dice es verdadero. Sabemos distinguir las doctrinas nuevas, es más, estamos siempre a la pesca de novedades en las que unos están más dispuestos que otros a confiar, pero siempre conservamos algo de espíritu crítico y de distancia. Por eso los fanáticos no encuentran adhesión masiva.
Lo que quiero decir es que nosotros también nos hubiéramos espantado. Que no es que aquellos paisanos de Jesús fueran gente sencilla e inculta. El pueblo de Dios tiene un sentido especial para saber quién es el que le habla. Y si es capaz de dejarse engañar a veces (y por un tiempo) por los charlatanes y falsos profetas de toda índole, sabe también reconocer y dejarse encantar por el Dios verdadero, sabe conservar intactos sus cariños últimos: a la Virgen, a Jesús crucificado, a Dios nuestro Padre y a sus santos. Por eso, cuando esta gente siente ante la autoridad de la doctrina nueva de Jesús, ese escalofrío que les despierta murmullos de admiración, no es un hecho más ante un milagro cualquiera: es nuestra humanidad entera tocada en ellos por el Poder del Amor de la Palabra del Señor.
El corazón y el discernimiento de aquellos hermanos nuestros es humanidad compartida: si los tocó a ellos, también nos puede tocar hoy a nosotros.
El Evangelio me puede conmover a mí personalmente, con tal de que quiera entrar en la escena y compartir como uno más de la multitud (multitud que se extiende a lo ancho del mundo y a lo largo del tiempo, siempre una y diversa) esa maravillosa experiencia de escuchar a Jesús enseñando como quien tiene autoridad; me puede fascinar a mí, con tal de que sea capaz de percibir cómo esa autoridad tiene poder inmediato sobre el mal espíritu y es capaz de hacerlo callar y salir del interior de todo hombre poseído por tantas “cosas” mezcladas (espíritus impuros), pero deseoso de sentirse libre de todo para obedecer sólo a la autoridad de su Creador y Señor, de Jesús su Salvador.
Lo maravilloso del Evangelio es ese poder –sencillo y a la mano para el que tiene buena voluntad- de ganarse nuestro corazón. El Evangelio tiene autoridad y no sólo hace que el bien se vuelva tan real y se ponga al alcance de nuestra mano como no logra hacerlo aparecer ninguna otra doctrina, sino que al mismo tiempo nos libera de todo mal, haciendo que se desadhiera nuestro afecto de todas las cosas que tenemos como pegadas y de las que nos parece imposible soltarnos: afectos torcidos, sentimientos que dañan, pensamientos obsesivos y pesimistas…
La Palabra es lámpara para nuestros pasos;
la Palabra es espada de doble filo que penetra hasta las junturas del alma y limpia, sin dañar, todo lo falso y dañino;
la Palabra es pan que alimenta sabrosamente y sin empalagar
la Palabra es bálsamo que pone alivio y remedio a toda pena;
la Palabra es camino abierto y sendero de esperanza que abre todo encierro y quita toda angustia;
la Palabra de Jesús es nueva y radiante,
es Buena nueva,
doctrina sana y con autoridad.
¿Qué tipo de autoridad?
La autoridad del que nos ama sin medida.
La autoridad del que nos conoce porque nos creó y nos acompañó en todas las circunstancias –buenas y difíciles- que nos tocó vivir.
La autoridad del que ha creado también a todos los hombres nuestros hermanos y conoce los corazones de cada uno, y a cada uno lo espera y lo busca…
La autoridad de Jesús es la del que tiene todo el poder y no lo usa para nada que tenga ni sombra de reclamo para sí ni de imposición de su persona.
Es una autoridad que hay que descubrir porque se oculta bajo la apariencia humilde de la palabra sugerida, no imperada, del gesto de servicio, no de espectáculo, de la actitud amigable, no hostil ni desconfiada…
Es tan “desautorizante” de sí todo lo de Jesús que causa espanto cuando de golpe la gente percibe lo que es capaz de hacer.
Por eso se espantan cuando un demonio sale a los alaridos apenas Él le dice “¡callate!”, o una tormenta se calma con sólo extender Él la mano y decir “tranquila, basta”.
Los hombres a veces hablamos de “perder autoridad” y buscamos gestos que la hagan notar o la aseguren. Jesús pasa por la vida tan sin preocuparse de su autoridad que hasta parece contraproducente porque algunos se aprovechan de él (y bien que le costó la vida). Sin embargo, en aquellos que lo aman, despierta tal admiración y lealtad incondicional que da gusto y deseos de seguirlo por el sólo hecho de experimentar ese suave poder de su Palabra, de su doctrina nueva y con autoridad.
La autoridad de Jesús se corresponde con el “acatamiento amoroso” que experimenta Ignacio (y que inculca infaliblemente en el corazón de todo aquel que se anima a hacer sus Ejercicios Espirituales).
La autoridad de Jesús se incrementa en la medida en que uno de sus pequeñitos crece en el santo abandono,
en la medida en que nos ponemos en sus manos como un niño pequeño se arroja sin temores en brazos de su Padre o un amigo se confía totalmente en su Amigo.
Causa espanto una autoridad tan sin autoritarismo,
una autoridad tan sin protocolo,
una autoridad sin ninguna orden, solo ejemplo,
una autoridad solo de Palabra, sin decretos ni pagos ni castigos.
Causa espanto y una atracción irresistible una autoridad que dependa de nuestro obediencia amorosa, a tal punto que si sacamos la palabra amorosa, no le interese ser obedecida.
Causa espanto una autoridad que llega al punto de darse toda y de perder la vida antes que imponer una sola acción que no sea líbremente querida.
Causa espanto la autoridad de Jesús, porque vino a servir y no a ser servida.
Autoridad para darse, y no para que hacer que otros den.
Autoridad para buscar y hallar y no para imponer.
Autoridad para servir y no para poseer.
Autoridad para alegrarse de recibir y compartir sin cálculo ni medida.
Autoridad para acatar con reverencia amorosa
y para abandonarse, sin preocupaciones,
en las manos de Quien bien nos cuida.
Diego Fares sj
dfares@speedy.com.ar