Domingo 7 B 2009

 

La Palabra que llega al corazón

Unos días después Jesús volvió a Cafarnaún y corrió la noticia de que estaba en la casa.
Se reunió tanta gente que no que no cabían más ni siquiera delante de la puerta, y él les anunciaba la Palabra.
Vienen trayendo a él a un paralítico, portado por cuatro hombres.
Y como no podían acercarlo a Jesús, a causa de la multitud, destecharon el techo del sitio donde se hallaba Jesús y por el boquete abierto descuelgan la camilla en que el paralítico estaba tendido.
Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico:
«Hijo, tus pecados te son perdonados.»
Unos escribas que estaban sentados allí pensaban en su corazón:
«¿Qué está diciendo este hombre? ¡Está blasfemando! ¿Quién puede perdonar los pecados, sino sólo Dios?»
Y al punto, conociendo Jesús en su espíritu que así pensaban en su interior, les dice:
«¿Por qué piensan eso en sus corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico:
«Tus pecados te son perdonados», o «Levántate, toma tu camilla y camina»?
Para que ustedes sepan que el Hijo de hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados -dijo al paralítico- yo te lo mando, levántate, toma a cuestas tu camilla y vete a tu casa.»
Y él se levantó (surrexit) y con prontitud cargó la camilla y salió en presencia de todos de manera tal, que estaban todos fuera de sí de admiración y glorificaban a Dios, diciendo: «Algo así no lo habíamos visto nunca» (Mc 2, 1-12).

Contemplación
El corazón es el tema del evangelio de hoy.
El corazón y las palabras que llegan al corazón.
“¿Qué es más fácil decir?” es la palabra clave sobre la que Jesús hace girar la escena. ¿Qué es más fácil, curar un corazón de las heridas de sus propios pecados o hacer que un paralítico vuelva a caminar? Los escribas se dan cuenta de que Jesús le ha hablado al corazón al paralítico y eso despierta en sus corazones la desaprobación. Y Marcos nos dice que “al instante” Jesús percibe en su espíritu lo que están pensando estos en sus corazones…

La escena, con todo su colorido externo ─ la gente que se agolpa ante la casa de Simón, los cuatro amigos del paralítico transportándolo en la camilla, el corrimiento de la losa del techo de la casa, el silencio que se hace, los cruces de miradas, el paralítico y Jesús: –“hijo, tus pecados te son perdonados”-, la discusión con los escribas y el milagro…─, la escena, digo, remite a los corazones: es una lucha de corazones. Lucha amorosa entre el corazón de Jesús, conmovido por la fe de estas personas y el corazón del paralítico, que se deja perdonar sus pecados. Lucha amorosa también por parte de Jesús con el corazón de los escribas, que no aceptan que se perdone, que oponen resistencia al perdón en sus corazones.
También resulta claro, si recordamos la curación anterior, la del leproso, que Jesús establece deliberadamente el campo donde quiere librar su batalla. Al leproso Jesús lo curó inmediatamente de la enfermedad “externa” por excelencia ─ la lepra ─ y le ordenó que no dijera nada a nadie. Aquí en cambio, delante de todos, el Señor se toma tiempo. Cura primero el interior del corazón del paralítico, trata de corregir los juicios duros y obcecados de los escribas y habla públicamente de algo que lo hace quedar más en evidencia como Hijo de Dios que una curación física. El leproso le tocó a Jesús el corazón con el “si quisieras”. Y el Señor, que sacó allí lo más hondo de su corazón, ese “quiero” que es su mismo ser de Hijo misericordioso del Padre de las misericordias, comienza a actuar ahora “cordialmente”, comienza a predicar con palabras que llegan a los corazones.

Para eso “salió” del Corazón del Padre. Esa es su misión: llegarnos al corazón. Pacificárnoslo. Allí quiere hablar el Señor.

Y ese es nuestro anhelo: que nos hablen al corazón. Que nos lo serenen.
Es el deseo de Oseas: “la llevaré al desierto y hablaré a su corazón” (Os 2, 16).

Cuando Jesús nos habla al corazón y nos perdona los pecados viene la paz.
Pedro tendrá una de las expresiones más hermosas sobre esta paz del corazón hablándole a las mujeres: “Que el adorno que se ponen no esté en el exterior, en peinados, joyas y modas, sino en lo oculto del corazón, en la incorruptibilidad de un alma dulce, apacible y sosegada: esto es precioso ante Dios” (1 Pe 3, 3-4).

Tus pecados están perdonados… ¿Por qué aprovecha Jesús la imagen del paralítico para perdonar los pecados? ¿Por qué no la del leproso o la del ciego…? Si nos fijamos bien, la única vez que Jesús perdona los pecados antes de curar es al paralítico. Y al paralítico de la piscina de Betesdá, después de curarlo le advierte: “no peques más, para que no te suceda algo peor” (Jn 5, 14).
La parálisis tiene algo que ver, pues, con los pecados del corazón.
¿Cuáles son estos pecados del corazón? Santiago nos da una pista en su carta:
El que tiene sabiduría que muestre por su buena conducta las obras hechas con la dulzura de la sabiduría. Pero si ustedes tienen en su corazón amarga envidia y espíritu de contienda, no se jacten ni mientan contra la verdad. Tal sabiduría no desciende de lo alto, sino que es terrena, natural, demoníaca. Pues donde existen envidias y espíritu de contienda, allí hay desconcierto y toda clase de maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía. Frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz” (St 3, 13 ss).

Estos pecados –la amarga envidia y el espíritu de contienda- son los que paralizan al hombre. Son los pecados de comparación a ver quién es el mayor (quién tiene más derecho o se ve más discutido, quién tiene más carga o más cargos…). Jesús pesca estas discusiones que se dan en el corazón de los discípulos cuando van por el camino y los invita a tener corazón de niños (Lc 9, 47).
Los pecados que paralizan la vida son pecados que fermentan en el corazón, no son la mera reacción espontánea ante un problema sino el fruto de una decisión de cultivarlos ─ la envidia y la contienda se cultivan, así como se cultivan las virtudes opuestas, las que movilizan el corazón y llevan a trabajar por los demás: la dulzura, la amabilidad, la paz y la compasión ─.
Se cultivan y se maquillan: la hipocresía es el pecado que paraliza el corazón y lo endurece poniéndole una máscara que no lo deja tener su propio rostro.
El castigo es la parálisis o su imagen contraria: la dispersión. Dios “dispersa a los soberbios en su propio corazón”, como profetiza María en el Magníficat (Lc 1, 51).
Pablo nos invita a la “sencillez de corazón”, a “hacer las cosas de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (Col 3, 22), cumpliendo la voluntad de Dios de corazón (Ef 6, 6). Nos exhorta también a “cantar y salmodiar y dar gracias a Dios de corazón” (Ef 5, 19).
Lo que moviliza el corazón en su fondo más hondo es la esperanza. Por eso Pablo nos hace pedir a Dios que nos “ilumine los ojos del corazón para que veamos cuál es la esperanza a la que hemos sido llamados” (Ef 1, 18). Es la esperanza la que hace que uno se levante, cargue su camilla y camine en el seguimiento humilde y pacífico del Señor.
Pablo también nos invita a “dar según lo que dictamine nuestro corazón, no de mala gana ni forzados, porque Dios ama al que da con alegría” (2 Cor 9, 7).

Jesús, cuando habla del corazón habla de las gracias que lo movilizan:
La palabra que es semilla que cae en un corazón bueno y recto (Lc 8, 15) como el de María, que la conserva cuidadosamente gustándola en su corazón (Lc 2, 19 y 51);
esa palabra que hace “arder el corazón” contra los “pensamientos se levantan enturbiando e inquietando el corazón” (Lc 24, 32-38);
la fe ─ “No se turbe su corazón. Ustedes creen en Dios, crean también en mí” (Jn 14, 1);
la alegría ─ “volveré a verlos y se alegrará su corazón y nadie les podrá quitar su alegría” (Jn 16, 22);
la paz ─ “No se turbe su corazón ni se acobarde. Les dejo la paz, mi paz les doy; no se la doy como la da el mundo” (Jn 14, 27).

Hace poco descubrí entre los libros editados por el Apostolado de la oración, (propaganda subliminal) ese tesoro que es “El tratado de la paz interior” del Padre Ambrosio de Lombez (después de leer a todos los actuales, los clásicos cobran nuevo sabor). Y una frase dicha al pasar me iluminó el corazón de manera tal que fue como si le prestara atención por primera vez. Releyendo veo que no se trata de una frase precisa sino de un párrafo en el que el corazón queda en el centro. Está hablando de cómo “La paz interior ayuda mucho al recogimiento” y dice que las prácticas de autoayuda para lograr estar en paz interiormente…
“… si sólo ocupan nuestra mente, son una pérdida de tiempo. Y si van al corazón por la mente, es un rodeo. ¿No podrían ir a aquel que es la sede del bien y del mal? Es “al corazón de Jerusalen que Dios quiere que se le hable” (Is 50, 2). Ordenemos el corazón y todo será ordenado en nosotros. Estemos en paz y nuestros pensamientos, como los de Dios, no serán sino pensamientos de paz. Los pensamientos que nos turban tienen su fuente en el corazón más que en el espíritu (Lc 24, 38)”.
Esta fue la frase que me hizo caer la ficha. Los pensamientos que angustian, que hacen dudar, que quitan la paz… tienen su fuente en el corazón más que en el espíritu. Creo que Lombez toma aquí espíritu en el sentido de “mente”. Uno siente muchas veces que “no puede parar los pensamientos que lo asaltan”, pensamientos de miedo a enfrentar situaciones futuras, de frustración por lo que pasó, de tristeza cuando nos maltratan… Sin embargo, hay veces que esos pensamientos vienen y no nos afectan, como si golpearan sobre la línea de flotación. Y otras veces pegan en el corazón y se nos inunda el ánimo de angustia y de tristeza o de rabia e impotencia. Y si uno busca otros pensamientos que los mitiguen, es inútil. Hasta que de alguna manera se pasa, aunque queda huella. Lombez nos dice que la pelea hay que darla en el corazón mismo y no en la mente.
Aquí es donde entra el “perdón de los pecados”. Cuando estamos bien confesados y nos sentimos totalmente perdonados por Jesús, a quien le confiamos nuestras faltas, especialmente las del corazón ─ la soberbia, los celos, la bronca, la cobardía, la intención torcida, la codicia y la impureza…─, el corazón queda en paz evangélica, en la paz de Jesús, que es especial, no es la paz del mundo, ni siquiera la mera paz moral, es la paz que siente nuestro corazón cuando queda dentro del suyo. Y esa paz en el bien nos vuelve fuertes, de modo tal que sentimos que “nada puede separarnos del amor de Cristo, ni la angustia, ni la persecución…”, nada. Al contrario, la paz del corazón serena la inquietud de los pensamientos interiores y de las situaciones exteriores difíciles. Y no solo nos defiende sino que cuanto más fuertes son las contrariedades más sólida se torna esta paz.
Por eso el consejo de Lombez de “mirar directo al corazón” y no a los pensamientos o a las cosas que pasan. Primero mirar mi corazón, hacer pesar mi amor al Señor en mi corazón y su amor a mí en él: sentir mi corazón “íntegramente aceptado por su misericordia” y así, sintiéndolo entero no por mí sino por la mirada de Jesús, ponerlo entero en sus manos, confiarlo esperanzadamente a su cayado de Buen Pastor y, mientras tomo mi camilla y camino, sentir lo del Salmo: “mi corazón no temerá”.
Diego Fares sj

Domingo 6 B 2009

Palabra de misericordia

Y viene a él un leproso que, rogándole y doblando las rodillas, le decía:
“Si quisieras puedes limpiarme”.
Y profundamente compadecido, extendiendo su mano lo tocó y le dice:
“Quiero, limpiate”.
Y al instante desapareció de él la lepra y quedó limpio.

Y adoptando con él un tono de severidad lo despidió y le dijo:
“Mira, no digas nada a nadie, sino ve y muéstrate al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés para que les sirva de testimonio”.

Pero él, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo,
y a divulgar la cosa, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios.
Y venían a él de todas partes” (Mc 1, 40-45).

Contemplación

“Si quisieras puedes limpiarme”.
Y conmovido de compasión, extendiendo su mano lo tocó y le dice:
“Quiero, límpiate”.

Miramos al leproso.
Se ha arrojado literalmente a los pies de Jesús, se le ha acercado como se acercan los pobres que saben que si guardan las formas uno sigue de largo y por eso se abren paso, se te ponen delante, te obligan a que los escuches… Su actitud, sin embargo, no es espontánea. El pedido es doble: si quieres, si quisieras, mejor, puedes. Es decir: pensó la cosa. La rezó, creo yo. Rezó sobre su enfermedad, sobre su deseo de ser curado y sobre el deseo de Jesús. Digo que lo rezó bien y encontró la Palabra justa ─la Palabra de misericordia ─ porque Jesús le respondió en el acto. No hubo pausa entre el “quiero” del Señor y el objeto de su deseo realizado inmediatamente ─ limpiate, quedá limpio y purificado de la lepra” ─.

¿Qué cuerda tocó el leproso que conmovió tan profundamente a Jesús? Su pedido “si quisieras” le hizo sentir al Señor ese sentimiento de compasión maternal que en hebreo se dice “rahamin”. “Raham” son las entrañas de una mamá, es el corazón de un papá, el sitio más tierno del ser humano, aquella parte en la que nos sentimos tocados por la compasión y la piedad, allí donde nos enternecemos y nos volvemos misericordiosos, sin poder ni querer tomar distancia ni endurecer el corazón.

Este “quiero” del Señor, que es eficaz por sí mismo, como las palabras de los sacramentos que perdonan y curan en el acto o transforman las cosas para siempre (el “sí, quiero” del matrimonio y de los votos…), no es una palabra más, es La Palabra porque es Palabra de Misericordia.
Es que el Padre es el Padre de las Misericordias y Jesús es la Palabra que sale del Padre a anunciar y a realizar esta Misericordia. Por eso digo que el leproso no le apuntó bajo sino alto, apeló al ser mismo de Jesús, a su querer, a ese querer en el que el Señor es Uno con el Padre.
Fijémonos que la oración del leproso es la misma que Marcos nos hace escuchar de labios de Jesús en su oración del Huerto. Allí Jesús reza diciendo:

“Abba, Padre. Todas las cosas son posibles para Vos:
aparta de mí este cáliz (por favor);
pero no lo que yo quiero sino lo que Vos querés” (Mc 14, 36).

¡La misma oración que el leproso!
Jesús rezaba como la gente sencilla…
Es tan verdad que el Padre le revela sus cosas a los pequeñitos!
Por eso hay que estar atentos a las expresiones de la espiritualidad popular, como dice Aparecida, a la mística del pueblo fiel, porque tiene estas perlas de oración amorosa y confiada plenamente en la misericordia de Dios, estas oraciones que le tocan directamente el corazón a Dios y lo conmueven.
Son oraciones que hacen ser Dios a Dios.
Así como hay oraciones que pareciera que lo alejan a Dios (uno lo intuye, de alguna manera, al sentir que no será escuchado), hay otras que lo hacen actuar “automáticamente” por decirlo de manera que se entienda.

El leproso recibió la gracia de comprender que la oración tiene un solo tema: lo que Dios quiere.
¿Y qué es lo que Dios quiere? Jesús lo dice dos veces en Mateo: “Vayan y aprendan qué significa “Misericordia quiero, no sacrificios” (Mt 9, 13 y 12, 7).

Dios es Misericordia y Quiere misericordia. Por eso la voluntad de Dios no se refiere, en primer lugar, a objetos, a cosas ─ que hagamos esto o aquello, que pase tal cosa o tal otra ─, sino que lo primero en su querer es “Misericordia”. Que seamos misericordiosos como Él, nuestro Padre, es misericordioso”; que gustemos la misericordia, que nos agrade sentirla y dejar que nos toque y nos conmueva en lo más íntimo de nuestro ser, así como a Él le agradan las obras de misericordia (y no se fija en los sacrificios ni en los méritos); que practiquemos la misericordia, actuando misericordiosamente y trabajando en obras de misericordia.
Lo que Dios quiere es pues sólo Misericordia, en todas sus dimensiones ─ interiores y exteriores ─; en todas sus formas y expresiones. El Padre quiere que sintamos la misericordia, que pensemos con misericordia, que actuemos misericordiosamente. Luego, en segundo o tercer lugar, viene si aquello que nos enternece el corazón es algo lindo (y entonces la misericordia nos inunda el corazón con la alegría de la fiesta que siente el Padre misericordioso al abrazar a su hijo pródigo), o si aquello que nos conmueve las entrañas es una enfermedad o un dolor, una injusticia o un mal (y entonces la misericordia nos inunda el corazón con la mansedumbre y la paciencia con que Cristo abrazó la Cruz).

Cuando Jesús revela que su Padre es un Dios misericordioso, que es “el Padre de las misericordias” (2 Cor 1, 3) y nos invita a ser misericordiosos como Él (Lc 6, 36), nos está diciendo que sentirnos en verdad hijos de un Padre tal nos lo jugamos en el sentirnos misericordiosos como Él. Y uno no se siente misericordioso sino practicando la misericordia. Cuando uno siente la moción a tener un acto de compasión y no lo realiza experimenta una frialdad y un aislamiento que por más que lo intelectualice lo aleja de Dios. Y en cambio, cuando ponemos manos a la obra experimentamos una calidez y una solidaridad que nos hace sentir hijos del Padre y hermanos de los demás. Ser hijo o hija del Padre de las misericordias es ser padre y madre de los demás hijos de Dios, es tratar a los otros como los trata su Padre, sentirlos hijos como los siente Él.
En eso el modelo es Jesús, el Hijo amado, que como habita en “el seno del Padre” y se siente amado con predilección, nos ama a nosotros con ese mismo amor con que el Padre lo ama a Él. No se pueden entender los gestos y las palabras de Jesús sino como brotando de esa fuente de Santidad y de Misericordia que es el Padre, para insuflarlos y derramarlos sobre los hombres, sus hermanos. La vida entera de Jesús pasa por este llenarse el alma de la Misericordia del Padre para “soplarla” como Espíritu de perdón de los pecados.

Ahora bien, esta ternura compasiva y misericordiosa no es un sentimiento para casos especiales: sólo para leprosos que necesitan ser curados. También es de leprosos que pueden dar lo mejor de sí.
Contaba la Madre Teresa, poco después de haber recibido el Premio Nobel de la Paz, en 1980:
“Hace unos días, a las nueve de la noche, sonó el timbre. Bajé enseguida a ver qué pasaba. Me encontré un enfermo de lepra que estaba tiritando de frío. Le pregunté si necesitaba algo. Le ofrecí comida y una manta para que se protegiese de la dura noche de Calcuta. Las rehusó. Me tendió el cuenco de pedir. Me dijo en bengalí: ‘Madre, oí decir a la gente que le había sido dado un premio. Esta mañana tomé la resolución de traerle todo lo que consiguiese recaudar a lo largo del día. por eso he venido’. Ví en el cuenco 75 paise. Una pequeña cantidad. La conservo sobre mi mesa, porque este modesto regalo revela la grandeza del corazón humano. Y es algo de verdad muy hermoso. Nunca he visto alegría semejante en el rostro de alguien tras regalar dinero o comida como la de aquel mendigo que se sentía feliz de poder dar algo también él”.
Jesús experimenta este estremecimiento de ternura no solo cuando hay una enfermedad que produce compasión, sino también cuando una alegría le produce gozo: al ver cómo el Padre ama y se revela a los pequeñitos y al ver cómo sus pequeñitos comparten sus dones. Jesús se conmovía con todos los pequeños gestos de misericordia: con los gestos interiores de oración y de confianza de todos los enfermitos que apelaban a su bondad, con las acciones de misericordia como la limosnita de la viuda, el pedido de perdón con perfume de la pecadora o la caridad del buen samaritano… Jesús se conmueve cada vez que una Madre Teresa recibe el premio Nobel de manos de un pobre como este leproso que le dio sus 75 paise con alegría.

Diego Fares sj

Domingo 5 B 2009

 

La Palabra que saliendo de sí cura toda angustia e inquietud

Jesús salió de la sinagoga, fue a casa de Simón y Andrés con Santiago y Juan.
La suegra de Simón había caído en cama con fiebre, y de inmediato le hablaron a Jesús de ella. Acercándose la levantó tomándola de la mano: la dejó la fiebre y ella se puso a servirlos.
Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados. Estaba la ciudad entera congregada delante de la puerta. Jesús curó a muchos enfermos, que sufrían de diversos males, y expulsó a muchos demonios; pero a estos no los dejaba hablar, porque sabían quién era él.
Al amanecer, muy oscuro todavía, levantándose, salió y fue a un lugar solitario; Y allí rezaba.
Salió a buscarlo Simón con sus compañeros, y cuando lo encontraron, le dijeron:
– «Todos te andan buscando.»
El les respondió:
– «Vamos a otra parte, a las poblaciones vecinas, para que también allí pueda yo predicar (kerygma), porque para eso he salido.»
Y marchó y anduvo predicando en las sinagogas de toda la Galilea y expulsando demonios” (Mc 1, 29-39).

Contemplación

“Anunciar gratuitamente el evangelio… ─ dice hoy Pablo en la segunda lectura ─: esa es la misión que se me ha confiado”.
“Predicar ─ dice Jesús ─ : para eso he salido” del Padre y he bajado del Cielo.

Mantenemos ante nuestros ojos a Jesús y a Pablo, como modelo de anunciadores del Evangelio, y, antes de seguir contemplando, nos detenemos a despejar nuestra mente de toda imagen estándar de lo que significa “predicar”.

Es bueno purificar nuestra manera de concebir la prédica.
Necesitamos despejar de nuestra imaginación todas las caricaturas que surgen como espontáneamente cuando alguien pronuncia la palabra “prédica”.
Está la caricatura del cura aburrido que da sermones y la del pastor que electriza a su público con aleluyas y aplausos. Pero también es un estereotipo poner el anuncio del evangelio como una actividad más, entre otras.
No es así: el evangelio se anuncia con la vida plena de cada uno.
Con nada menos.
Traigamos a la contemplación de hoy una imagen linda que compartimos hace dos semanas. ¿Se acuerdan del comensal del Hogar que decía:
“Me promociono limpiando en el Hogar en forma gratuita. Lo hago en forma agradecida”?
Bueno: eso es predicar el evangelio.
¿Y qué es “eso”.
Eso es varias cosas, todo un mundo de amor, diría.
Es el testimonio que esa persona nos regaló por escrito, por supuesto. Pero también, antes y después, es el testimonio que sigue dando con sus servicio y su alegría (“estoy siempre limpio y alegre; tengo mucha personalidad…”).
También es anuncio del evangelio el haberle pedido su testimonio y haberlo puesto por escrito en un boletín (que emocionó tanto al jefe de la agencia de publicidad en la que una colaboradora lo editó, que le dio ganas de buscar una imprenta que hiciera gratis los mil boletines en un papel hermosísimo y costoso). Digo que también es anuncio (la mitad del anuncio) abrir el oído a los pequeños en quienes el Padre se complace en revelar su reino y proporcionarles medios para que “hablen” aquellos a quienes el mundo no les pone el micrófono.
Y es también predicar el evangelio traer estas palabras y toda la vida que concentran en sí a esta contemplación (y a la anterior) y compartirla con los que la reciben por mail.

Esta dinámica de Palabra viva que desencadena vida a partir de un pequeñito del reino que ha encontrado su lugar en el Hogar de San José, un lugar donde “hacer las cosas en forma agradecida”, esta dinámica que brota como un manantial de Agua viva y de Espíritu Santo y vivifica al que se bebe estas palabras, comenzó con Jesús. El “salió” del seno del Padre para “predicar” estas palabras vivas.

Cada vez que pongo una de estas contemplaciones en la “bandeja de salida” y aprieto “enviar”, junto con la bendición, lo hago pidiendo la gracia de que esta dinámica que inspiró el envío de estas contemplaciones se continúe.
La gracia de enviar una contemplación nueva cada semana no es la del amontonamiento. Las contemplaciones se multiplican para dar testimonio de su carácter provisorio, al servicio de la única Palabra que es siempre nueva.
Por eso la gracia es que se impriman las Palabras del evangelio mismo en el corazón del que las recibe y le comuniquen su impulso y su vida.
De allí que no sean contemplaciones enteras, bien terminadas, sino “la mitad de una contemplación”. Mitad que cada uno debe completar haciendo la suya, que también será media y para compartir con otro.

Jesús mismo hizo las cosas “a medias”. No en el sentido peyorativo sino en el sentido pleno de “hacerlas para completar”. Por eso el Señor está siempre en tránsito, siempre entrando y saliendo, apareciendo y desapareciendo, yendose y prometiendo volver…
El evangelio de hoy es paradigmático: Jesús sale de la Sinagoga y entra en la casa de Pedro. A la mañana sale de la casa de Pedro y se va a contemplar y a rezar a un lugar solitario. Y cuando lo encuentran, en vez de volver a Cafarnaún, sale a predicar a otras ciudades.
Jesús es Palabra que sale, Palabra Salidora. Pero salidora en un doble camino. Porque sale para sanar y enseñar a los hombres y también sale para contemplar y escuchar la voluntad del Padre. Sale de sí, para entrar en la intimidad del corazón del Padre y sale para entrar en la casa y en la vida de los hombres, sus hermanos.

La salida de sí no es, pues, ni evasión, ni verborragia, ni activismo.
La salida de sí es amor: amor que sale del propio interés para entrar en los intereses del otro.
Amor que lleva a un anuncio del evangelio que requiere una doble actividad: la de quedarse callado, rumiando la Palabra, como María en la Anunciación, y la de prorrumpir en gritos de júbilo, cantando las maravillas del Señor, como María en la Visitación.
Esta es la dinámica de la predica, del Kerygma: Anunciación y Visitación. Salida a escuchar la Anunciación y Salida a predicar la Palabra escuchada. Salida a recibir los dones del Espíritu que viene y Salida a compartir esos dones en el servicio y la enseñanza.

Esta es la gran intuición de Aparecida cuando nos define como “discípulos misioneros”, cuando dice que el Encuentro con Jesucristo resucitado nos convierte –a imagen suya- en este tipo de personas: personas que salen de sí al encuentro con los demás, personas que entran en este camino de doble salida que desemboca siempre en Dios: el Dios interior ─ más íntimo que uno mismo ─ al que se sale yendo hacia adentro, y el Dios Otro al que se sale sirviendo a los demás.

Esta doble salida cura de toda angustia y serena toda inquietud. La angustia es encierro: encierro en las cuatro paredes de nuestros miedos, nuestras obsesiones, nuestras culpas y nuestros fantasmas. La inquietud es el deseo de salir que se pospone o que sale mal, de cualquier manera y agarrando para cualquier lado.

En la primera lectura, Job dice que la vida del hombre es pura inquietud. La vida es una milicia. Uno es un asalariado, esclavo de sus trabajos y obligaciones. Las noches se le hacen largas y Job es “presa de la inquietud” y la angustia.
Pablo y Jesús comparten esta visión de la vida, siempre llena de cosas que nos inquietan. Pero en ellos la inquietud existencial se convierte en celo apostólico. Impaciencia por salir a escuchar y a predicar la Palabra.

La angustia y la inquietud, el encierro y la dispersión se curan con la salida discípula misionera.

El miedo a estar a solas no es zonzo . No hay que estar a solas, no hay que quedarse ni un instante escuchando el propio discurso. Nuestro corazón está hecho para estar en diálogo permanente con la Palabra. Necesitamos que nos pastoree la voz del Buen Pastor, así como un niño necesita escuchar la voz de su madre para despejar los miedos del sueño. No hay que dormirse sin que Jesús nos cuente un cuento y nos arrulle María con su voz maternal.

Y el miedo de salir al mundo tampoco es zonzo. No hay que salir si no somos enviados, no hay que salir sin tener clara la misión: a dónde voy y a qué, como decía Ignacio.
Salgo a poner en práctica la Palabra, salgo a vivir el evangelio acogiendo la Palabra y realizando la Palabra. Salgo así al Reino, no al mundo. Salgo “abriendo espacio” al Reino en el mundo. Sin “ser del mundo”.
Pablo expresa hermosísimamente esta dinámica que desató en él el evangelio: la misión de salir a predicar ─ con palabras y con servicio ─ el evangelio de Jesucristo:

“Si anuncio el evangelio
no lo hago para gloriarme:
al contrario, es para mí una necesidad imperiosa.
¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!
Si yo realizara esta tarea por iniciativa propia
merecería ser recompensado,
pero si lo hago por necesidad,
quiere decir que se me ha confiado una misión.
¿Cuál es entonces mi recompensa?
Predicar gratuitamente el Evangelio (…).
En efecto, siendo libre
me hice esclavo de todos,
para ganar el mayor número posible (…).
Me hice todo a todos … por amor al Evangelio,
a fin de poder participar de sus bienes” (1 Cor 9, 16-23).

Diego Fares sj

Domingo 4 B 2009

La autoridad de la Palabra

(Jesús con sus cuatro primeros discípulos…) Entraron en Cafarnaún,
y cuando llegó el sábado fue a la Sinagoga y comenzó a enseñar.
Todos estaban asombrados de su doctrina,
porque les enseñaba como quien tiene autoridad
y no como los escribas.
Y de pronto, había en la sinagoga un hombre poseído
de un espíritu inmundo que se puso a gritar diciendo:
«¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno?
¿Viniste a acabar con nosotros?
Te conozco, sé quién eres: el Santo de Dios.»
Pero Jesús lo increpó, diciendo:
«Cállate y sal de este hombre.»
Y sacudiéndolo violentamente el espíritu inmundo,
gritando con un gran alarido, salió del hombre.
Y quedaron todos pasmados de manera tal que se preguntaban unos a otros:
«¿Qué es esto?
¡Una doctrina nueva… y con autoridad…!
Impera a los espíritus impuros y estos lo escuchan y le obedecen»
Y su fama se extendió rápidamente por todas partes,
en toda la región de Galilea (Marcos 1, 21-28).

Contemplación
¡La autoridad de la enseñanza de Jesús, de su doctrina (didajé): la autoridad de su Palabra!
La gente, al escuchar a Jesús enseñando, quedó espantada por su autoridad (exousía = potestad para ejercer un poder, para legislar…).
Espantada es algo más que asombrada. El Papa, en su libro “Jesús de Nazareth”, dice que este espanto se produce ante Alguien que se atreve a hablar con la autoridad de Dios.
Jesús enseña como si fuera El Legislador, como si fuera más que Moisés.

Esto espanta aún hoy a un Rabino como Jacob Neusner, que simpatiza con la persona de Jesús. Esta pretensión de Jesús de que se lo siga a Él como persona y no a los “mandamientos de Yahvéh”, hace que este Rabino se detenga y no pueda seguirlo. Resulta demasiado para un judío piadoso (y también para nosotros, si nos abriéramos a fondo ante la exigencia y tratáramos de ponerla en práctica de veras, como les sucede a los convertidos y no a los que tienen una fe por costumbre).
Es que no se trata de seguir “ideas o leyes” sensatas, aunque fueran difíciles, sino de seguir a una Persona. Y una Persona que reclama abandono total y obediencia incondicional, hasta dar la vida.

Esta autoridad que emana de Jesús enseñando se ve confirmada por la autoridad con que expulsa al espíritu impuro. Notemos que aquí el Señor no obra en nombre del Padre, como suele hacer en sus milagros, sino que ordena directamente al mal espíritu (como si fuera un perro) y este le obedece.

La gente queda espantada por esta conexión entre la fuerza categórica de sus afirmaciones cuando enseña y la obediencia que obtiene de un endemoniado, de esos que dicen y hacen cualquier cosa en cualquier momento!

La conclusión es clara. La gente siente: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva… y con autoridad…! Impera a los espíritus impuros y estos lo escuchan y le obedecen”.

Nos centramos en lo que siente la gente: “una doctrina nueva… y con autoridad”. Eso es lo que los conmociona y los descoloca. Pedimos, pues, la gracia de que nos descoloque también a nosotros, en el presente del Evangelio que abrió Jesús con su “tiempo cumplido y pleno”, tiempo en que en cualquier momento el Reino de los cielos se hace presente –como el Resucitado- en nuestra circunstancia histórica.

¿Por qué los descoloca hasta el punto de causarles espanto, es decir: hasta hacerles sentir una fascinación por escuchar que, a la vez, los deja estupefactos y les da ganas de salir corriendo?
Diría que en este punto los hombres de todas las épocas somos iguales. Puede ser que ellos fueran más crédulos en cuestiones de endemoniados y de profetas. Puede ser que nosotros tengamos una mentalidad más científica y que por el hecho de tener información de tantas “doctrinas” relativicemos todo y creamos un poquito de cada teoría sin que ninguna sea capaz de captar nuestra adhesión incondicional y total (tenemos nuestros paréntesis para cada cosa). Sin embargo, los hombres de todas las épocas compartimos este “creer hasta ahí”, este ir probando si lo que se nos dice es verdadero. Sabemos distinguir las doctrinas nuevas, es más, estamos siempre a la pesca de novedades en las que unos están más dispuestos que otros a confiar, pero siempre conservamos algo de espíritu crítico y de distancia. Por eso los fanáticos no encuentran adhesión masiva.

Lo que quiero decir es que nosotros también nos hubiéramos espantado. Que no es que aquellos paisanos de Jesús fueran gente sencilla e inculta. El pueblo de Dios tiene un sentido especial para saber quién es el que le habla. Y si es capaz de dejarse engañar a veces (y por un tiempo) por los charlatanes y falsos profetas de toda índole, sabe también reconocer y dejarse encantar por el Dios verdadero, sabe conservar intactos sus cariños últimos: a la Virgen, a Jesús crucificado, a Dios nuestro Padre y a sus santos. Por eso, cuando esta gente siente ante la autoridad de la doctrina nueva de Jesús, ese escalofrío que les despierta murmullos de admiración, no es un hecho más ante un milagro cualquiera: es nuestra humanidad entera tocada en ellos por el Poder del Amor de la Palabra del Señor.
El corazón y el discernimiento de aquellos hermanos nuestros es humanidad compartida: si los tocó a ellos, también nos puede tocar hoy a nosotros.
El Evangelio me puede conmover a mí personalmente, con tal de que quiera entrar en la escena y compartir como uno más de la multitud (multitud que se extiende a lo ancho del mundo y a lo largo del tiempo, siempre una y diversa) esa maravillosa experiencia de escuchar a Jesús enseñando como quien tiene autoridad; me puede fascinar a mí, con tal de que sea capaz de percibir cómo esa autoridad tiene poder inmediato sobre el mal espíritu y es capaz de hacerlo callar y salir del interior de todo hombre poseído por tantas “cosas” mezcladas (espíritus impuros), pero deseoso de sentirse libre de todo para obedecer sólo a la autoridad de su Creador y Señor, de Jesús su Salvador.
Lo maravilloso del Evangelio es ese poder –sencillo y a la mano para el que tiene buena voluntad- de ganarse nuestro corazón. El Evangelio tiene autoridad y no sólo hace que el bien se vuelva tan real y se ponga al alcance de nuestra mano como no logra hacerlo aparecer ninguna otra doctrina, sino que al mismo tiempo nos libera de todo mal, haciendo que se desadhiera nuestro afecto de todas las cosas que tenemos como pegadas y de las que nos parece imposible soltarnos: afectos torcidos, sentimientos que dañan, pensamientos obsesivos y pesimistas…
La Palabra es lámpara para nuestros pasos;
la Palabra es espada de doble filo que penetra hasta las junturas del alma y limpia, sin dañar, todo lo falso y dañino;
la Palabra es pan que alimenta sabrosamente y sin empalagar
la Palabra es bálsamo que pone alivio y remedio a toda pena;
la Palabra es camino abierto y sendero de esperanza que abre todo encierro y quita toda angustia;
la Palabra de Jesús es nueva y radiante,
es Buena nueva,
doctrina sana y con autoridad.

¿Qué tipo de autoridad?
La autoridad del que nos ama sin medida.
La autoridad del que nos conoce porque nos creó y nos acompañó en todas las circunstancias –buenas y difíciles- que nos tocó vivir.
La autoridad del que ha creado también a todos los hombres nuestros hermanos y conoce los corazones de cada uno, y a cada uno lo espera y lo busca…
La autoridad de Jesús es la del que tiene todo el poder y no lo usa para nada que tenga ni sombra de reclamo para sí ni de imposición de su persona.
Es una autoridad que hay que descubrir porque se oculta bajo la apariencia humilde de la palabra sugerida, no imperada, del gesto de servicio, no de espectáculo, de la actitud amigable, no hostil ni desconfiada…
Es tan “desautorizante” de sí todo lo de Jesús que causa espanto cuando de golpe la gente percibe lo que es capaz de hacer.
Por eso se espantan cuando un demonio sale a los alaridos apenas Él le dice “¡callate!”, o una tormenta se calma con sólo extender Él la mano y decir “tranquila, basta”.

Los hombres a veces hablamos de “perder autoridad” y buscamos gestos que la hagan notar o la aseguren. Jesús pasa por la vida tan sin preocuparse de su autoridad que hasta parece contraproducente porque algunos se aprovechan de él (y bien que le costó la vida). Sin embargo, en aquellos que lo aman, despierta tal admiración y lealtad incondicional que da gusto y deseos de seguirlo por el sólo hecho de experimentar ese suave poder de su Palabra, de su doctrina nueva y con autoridad.
La autoridad de Jesús se corresponde con el “acatamiento amoroso” que experimenta Ignacio (y que inculca infaliblemente en el corazón de todo aquel que se anima a hacer sus Ejercicios Espirituales).
La autoridad de Jesús se incrementa en la medida en que uno de sus pequeñitos crece en el santo abandono,
en la medida en que nos ponemos en sus manos como un niño pequeño se arroja sin temores en brazos de su Padre o un amigo se confía totalmente en su Amigo.
Causa espanto una autoridad tan sin autoritarismo,
una autoridad tan sin protocolo,
una autoridad sin ninguna orden, solo ejemplo,
una autoridad solo de Palabra, sin decretos ni pagos ni castigos.

Causa espanto y una atracción irresistible una autoridad que dependa de nuestro obediencia amorosa, a tal punto que si sacamos la palabra amorosa, no le interese ser obedecida.
Causa espanto una autoridad que llega al punto de darse toda y de perder la vida antes que imponer una sola acción que no sea líbremente querida.
Causa espanto la autoridad de Jesús, porque vino a servir y no a ser servida.
Autoridad para darse, y no para que hacer que otros den.
Autoridad para buscar y hallar y no para imponer.
Autoridad para servir y no para poseer.
Autoridad para alegrarse de recibir y compartir sin cálculo ni medida.
Autoridad para acatar con reverencia amorosa
y para abandonarse, sin preocupaciones,
en las manos de Quien bien nos cuida.

Diego Fares sj
dfares@speedy.com.ar