Los lugares y los trabajos por la paz
EVANGELIO
Los pastores fueron rápidamente
y encontraron a María, a José,
y al recién nacido acostado en el pesebre.
Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño,
y todos los que los escuchaban quedaron admirados
de lo que decían los pastores.
Mientras tanto, María conservaba estas cosas
y las meditaba en su corazón.
Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios
por todo lo que habían visto y oído,
conforme al anuncio que habían recibido.
Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño
y se le puso el nombre de Jesús,
nombre que le había sido dado por el Angel antes de su concepción
(Lucas 2, 16-21).
Contemplación
La Iglesia comienza el año con la misa de la Madre de Dios, pidiendo la paz.
“Felices los que pacifican
porque serán llamados ‘hijos de Dios’” (Mt 5, 9).
Hijo de Dios es el nombre de Jesús. Esta bienaventuranza es, pues, la que más nos asemeja al Hijo amado, la que tiene por premio compartir su Nombre. El Hijo es nuestra paz, el que nos da la paz, el que nos deja su paz, el que trae la paz para su pueblo y para todas las naciones.
La liturgia de hoy nos regala tres imágenes para recibir bien la bienaventuranza de la paz y renovar el deseo de trabajar por ella:
el pesebre,
el corazón de la Madre que guarda, saborea y contempla
y el nombre de Jesús.
Todo lo cual equivale a decir que la paz tiene nombre
–Jesús es nuestra paz-,
que la paz se establece en lugares
–como el pesebre y el corazón- y los ensancha y los vuelve alegres,
y que la paz requiere trabajos,
trabajo que consiste en acciones muy sencillas:
recostar al Niño en el pesebre,
contemplarlo como hace su Madre,
guardar en la memoria las cosas que acontecen en torno a él,
saborearlas en el corazón.
Los lugares de la paz
Si sólo fuera el pesebre el lugar del Niño
–en esa pobreza, en ese despojo de cartones y de noche fría-,
no sabríamos cómo es que pudo convertirse en imagen de la paz.
Si sólo fuera el corazón de María el lugar del Niño
–en esa ternura sin sombra de egoísmo, en esa calidez amorosa-
sabríamos el por qué de la paz, pero nos quedaríamos afuera.
Tan única es la relación de un hijo con su madre y más de esta Madre y de este Hijo.
Por exceso de miseria o por exceso de amor, nos quedamos fuera de la paz.
Es que el lugar de la paz es un lugar intermedio –entre el pesebre y el corazón- y se llama Misericordia. La paz irradia desde ese punto justo que es la Misericordia, donde el Espíritu une pesebre y corazón de Madre y pone en medio a Jesús. El corazón de María contemplando a su Niño Dios en la miseria del pesebre es la imagen misma de una misericordia alcanzable, abierta a todos. Misericordia y piedad que se repetirán en la Cruz. De nuevo Jesús situado en la miseria de la cruz y de la muerte, de nuevo los ojos de María y su corazón guardando de otra manera lo que expone con crueldad la Cruz.
El Espíritu, así como está en medio de las miradas entre el Padre y el Hijo, media también aquí, en el pesebre de Belén, entre las miradas del Hijo y de la Madre. Y también de José. Crea así ese ámbito alegre y pacificante de familia abierta que es la Iglesia.
La paz de la familia consiste en la certeza linda de que el Niño está creciendo en medio de nosotros.
Por afuera, para María y José todo fue angustia, ir y venir, incertidumbre y ajetreo. Sin embargo el Niño más allá de lo que ellos pudieran prever o esperar, estaba creciendo. Así nosotros, no sabemos lo que se está gestando en medio de nuestra acción, sí debemos cuidar que sea Jesús lo que está puesto en nuestro pesebre, que sea Jesús lo que ponemos en la vida y en el corazón de los demás.
La imagen de la paz, entonces, es el Niño recostado en el Pesebre, María que contempla y guarda todas las cosas en su corazón y el Nombre de Jesús.
Profundizando un poco más, el lugar de la paz es el Niño mismo en ese huequito que él mismo crea con su peso entre las pajitas del pesebre. El Niño mismo se acomoda en el pesebre, basta que le pongamos el pañalito, que no lo pinche ninguna espina, que no hagamos ruido a su alrededor. El establece la paz ordenándolo todo en torno a sí al situarse, en el lugar más pobre y humilde, en medio de nuestra realidad.
Por eso la paz de Cristo no es como la que da el mundo: no es paz-huida del mundo, tampoco es paz-ausencia de conflictos, ni esa paz de volverse insensible a los problemas… Todo lo contrario: la paz es una manera de “pesar” en los conflictos, una manera de situarse en la realidad, un modo de hacerse espacio y de habitar en medio. Lo que sucede en Belén es que en medio de la realidad tal como es Jesús bajó a habitar entre nosotros y en torno a él surgió la paz y comenzó a expandirse mansamente.
Los trabajos por la paz
María nos da la clave para cuidar la paz y que se expanda.
Uno es, como ella, mantenernos en la contemplación del niño y de lo que pasa a su alrededor guardando su peso dulce en el centro de nuestro corazón.
Balancear lo que nos sacude por afuera con este peso pacificante que nos habita por dentro.
Contrapesar las angustias inevitables con la certeza de la paz del Niño.
Otro trabajito es ponerle nombre a la paz. La paz tiene nombre: uno tiene que pronunciar el nombre de Jesús, el único que ordena la grandeza y la pequeñez humanas, todos los conflictos y los pacifica por la sangre de su Cruz, el único que centra en sí toda la historia y el Universo entero, en su grandeza y pequeñez, en sus momentos y a lo largo de los siglos.
También está el trabajo de guardar las cosas en el corazón. Este guardar implica aceptar que la paz tiene dos tiempos. No se restablece por decreto. No se puede interpretar o solucionar todo lo que pasa inmediatamente: hay que cuidar que el Niño siga en paz en nosotros y guardar para después todo lo que amenace la paz.
Todas estos son pequeños trabajitos para mantener abierto el corazón. El corazón abierto de María es el lugar de la paz, porque es el lugar donde se instala Jesús. Corazón abierto, traspasado, al que no le está permitido cerrarse ni decir ningún “nosotros” que excluya.
Es que trabajar por la paz que incluye a todos implica este corazón abierto, sin banderías.
La imagen de Regina es la imagen de la paz. Uno se engaña un poco al ver las reliquias del dolor, pero esas espinas y clavos están en manos de María porque su corazón no le hace mal a nadie: no hay en ella ningún resentimiento, ninguna agresividad, ningún movimiento hacia el mal. Ese corazón abierto se muestra como tal en la prueba de la cruz, pero ya estuvo abierto para recibir la Palabra y dejarla crecer en paz. En un corazón cerrado, no entra la palabra para hacer grandes cosas, sino que las cosas suceden a la medida de ese pequeño corazón. María lo abrió en la Anunciación y lo mantuvo abierto toda la vida –siguiendo al Señor como discípula.-. En la Cruz se terminó de concretar esa apertura, que nos incluyó a todos como hijos.
Las persecuciones por la paz
La paz es perseguida. El enemigo, lo primero que busca atacar, es la paz de su adversario. Cuando nos confunde, nos angustia y nos pone nerviosos, entonces puede dominarnos y hacernos daño. Por eso es bueno ser lúcidos en esto y discernir con la lógica de la paz, que es la lógica del don. Cuando me enojo, puedo pensar así: no es que “yo me enojo”, sino que “en mí la paz está sufriendo persecución”. Entonces, no se trata tanto de “ponerme yo en paz”, sino de cuidar, como San José y María, la paz del Niño que habita en mí.
Es que no nos es dado controlar la paz, sino cuidarla. La paz no proviene de nosotros. La paz es un don que nos ha sido dado y un don que se renueva. Un don que es como el perdón y que el Señor da (y quiere que demos) “setenta veces siete”. El mensaje de Jesús es que es El quien nos da la paz. “La paz les dejo, mi paz les doy”. No tenemos que establecerla nosotros. Nosotros tenemos que recibirla y cuidarla en medio de las situaciones contradictorias de la vida, así como la Virgen y José cuidaron al Niño en lo que les tocó.
¿Y el precio?
El precio es todo. José y María hicieron todo para que el Niño creciera en paz.
No les robó la paz el apuro ni los puso mal la pobreza, hicieron de estas dos realidades un pesebrito lleno de paz.
No les quitó la paz la persecución ni el destierro, su huida heroica fue en silencio cuidando de no inquietar al Niño.
En todo se humillaron y se abajaron, sin enojos, sin malos modos, sin resentimiento… ¿hasta qué punto? Siempre hasta el punto justo para que el Niño estuviera en ellos en paz.
Santa María Madre de Dios B 2005
Los lugares y los trabajos por la paz
EVANGELIO
Los pastores fueron rápidamente
y encontraron a María, a José,
y al recién nacido acostado en el pesebre.
Al verlo, contaron lo que habían oído decir sobre este niño,
y todos los que los escuchaban quedaron admirados
de lo que decían los pastores.
Mientras tanto, María conservaba estas cosas
y las meditaba en su corazón.
Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios
por todo lo que habían visto y oído,
conforme al anuncio que habían recibido.
Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño
y se le puso el nombre de Jesús,
nombre que le había sido dado por el Angel antes de su concepción
(Lucas 2, 16-21).
Contemplación
La Iglesia comienza el año con la misa de la Madre de Dios, pidiendo la paz.
“Felices los que pacifican
porque serán llamados ‘hijos de Dios’” (Mt 5, 9).
Hijo de Dios es el nombre de Jesús. Esta bienaventuranza es, pues, la que más nos asemeja al Hijo amado, la que tiene por premio compartir su Nombre. El Hijo es nuestra paz, el que nos da la paz, el que nos deja su paz, el que trae la paz para su pueblo y para todas las naciones.
La liturgia de hoy nos regala tres imágenes para recibir bien la bienaventuranza de la paz y renovar el deseo de trabajar por ella:
el pesebre,
el corazón de la Madre que guarda, saborea y contempla
y el nombre de Jesús.
Todo lo cual equivale a decir que la paz tiene nombre
–Jesús es nuestra paz-,
que la paz se establece en lugares
–como el pesebre y el corazón- y los ensancha y los vuelve alegres,
y que la paz requiere trabajos,
trabajo que consiste en acciones muy sencillas:
recostar al Niño en el pesebre,
contemplarlo como hace su Madre,
guardar en la memoria las cosas que acontecen en torno a él,
saborearlas en el corazón.
Los lugares de la paz
Si sólo fuera el pesebre el lugar del Niño
–en esa pobreza, en ese despojo de cartones y de noche fría-,
no sabríamos cómo es que pudo convertirse en imagen de la paz.
Si sólo fuera el corazón de María el lugar del Niño
–en esa ternura sin sombra de egoísmo, en esa calidez amorosa-
sabríamos el por qué de la paz, pero nos quedaríamos afuera.
Tan única es la relación de un hijo con su madre y más de esta Madre y de este Hijo.
Por exceso de miseria o por exceso de amor, nos quedamos fuera de la paz.
Es que el lugar de la paz es un lugar intermedio –entre el pesebre y el corazón- y se llama Misericordia. La paz irradia desde ese punto justo que es la Misericordia, donde el Espíritu une pesebre y corazón de Madre y pone en medio a Jesús. El corazón de María contemplando a su Niño Dios en la miseria del pesebre es la imagen misma de una misericordia alcanzable, abierta a todos. Misericordia y piedad que se repetirán en la Cruz. De nuevo Jesús situado en la miseria de la cruz y de la muerte, de nuevo los ojos de María y su corazón guardando de otra manera lo que expone con crueldad la Cruz.
El Espíritu, así como está en medio de las miradas entre el Padre y el Hijo, media también aquí, en el pesebre de Belén, entre las miradas del Hijo y de la Madre. Y también de José. Crea así ese ámbito alegre y pacificante de familia abierta que es la Iglesia.
La paz de la familia consiste en la certeza linda de que el Niño está creciendo en medio de nosotros.
Por afuera, para María y José todo fue angustia, ir y venir, incertidumbre y ajetreo. Sin embargo el Niño más allá de lo que ellos pudieran prever o esperar, estaba creciendo. Así nosotros, no sabemos lo que se está gestando en medio de nuestra acción, sí debemos cuidar que sea Jesús lo que está puesto en nuestro pesebre, que sea Jesús lo que ponemos en la vida y en el corazón de los demás.
La imagen de la paz, entonces, es el Niño recostado en el Pesebre, María que contempla y guarda todas las cosas en su corazón y el Nombre de Jesús.
Profundizando un poco más, el lugar de la paz es el Niño mismo en ese huequito que él mismo crea con su peso entre las pajitas del pesebre. El Niño mismo se acomoda en el pesebre, basta que le pongamos el pañalito, que no lo pinche ninguna espina, que no hagamos ruido a su alrededor. El establece la paz ordenándolo todo en torno a sí al situarse, en el lugar más pobre y humilde, en medio de nuestra realidad.
Por eso la paz de Cristo no es como la que da el mundo: no es paz-huida del mundo, tampoco es paz-ausencia de conflictos, ni esa paz de volverse insensible a los problemas… Todo lo contrario: la paz es una manera de “pesar” en los conflictos, una manera de situarse en la realidad, un modo de hacerse espacio y de habitar en medio. Lo que sucede en Belén es que en medio de la realidad tal como es Jesús bajó a habitar entre nosotros y en torno a él surgió la paz y comenzó a expandirse mansamente.
Los trabajos por la paz
María nos da la clave para cuidar la paz y que se expanda.
Uno es, como ella, mantenernos en la contemplación del niño y de lo que pasa a su alrededor guardando su peso dulce en el centro de nuestro corazón.
Balancear lo que nos sacude por afuera con este peso pacificante que nos habita por dentro.
Contrapesar las angustias inevitables con la certeza de la paz del Niño.
Otro trabajito es ponerle nombre a la paz. La paz tiene nombre: uno tiene que pronunciar el nombre de Jesús, el único que ordena la grandeza y la pequeñez humanas, todos los conflictos y los pacifica por la sangre de su Cruz, el único que centra en sí toda la historia y el Universo entero, en su grandeza y pequeñez, en sus momentos y a lo largo de los siglos.
También está el trabajo de guardar las cosas en el corazón. Este guardar implica aceptar que la paz tiene dos tiempos. No se restablece por decreto. No se puede interpretar o solucionar todo lo que pasa inmediatamente: hay que cuidar que el Niño siga en paz en nosotros y guardar para después todo lo que amenace la paz.
Todas estos son pequeños trabajitos para mantener abierto el corazón. El corazón abierto de María es el lugar de la paz, porque es el lugar donde se instala Jesús. Corazón abierto, traspasado, al que no le está permitido cerrarse ni decir ningún “nosotros” que excluya.
Es que trabajar por la paz que incluye a todos implica este corazón abierto, sin banderías.
La imagen de Regina es la imagen de la paz. Uno se engaña un poco al ver las reliquias del dolor, pero esas espinas y clavos están en manos de María porque su corazón no le hace mal a nadie: no hay en ella ningún resentimiento, ninguna agresividad, ningún movimiento hacia el mal. Ese corazón abierto se muestra como tal en la prueba de la cruz, pero ya estuvo abierto para recibir la Palabra y dejarla crecer en paz. En un corazón cerrado, no entra la palabra para hacer grandes cosas, sino que las cosas suceden a la medida de ese pequeño corazón. María lo abrió en la Anunciación y lo mantuvo abierto toda la vida –siguiendo al Señor como discípula.-. En la Cruz se terminó de concretar esa apertura, que nos incluyó a todos como hijos.
Las persecuciones por la paz
La paz es perseguida. El enemigo, lo primero que busca atacar, es la paz de su adversario. Cuando nos confunde, nos angustia y nos pone nerviosos, entonces puede dominarnos y hacernos daño. Por eso es bueno ser lúcidos en esto y discernir con la lógica de la paz, que es la lógica del don. Cuando me enojo, puedo pensar así: no es que “yo me enojo”, sino que “en mí la paz está sufriendo persecución”. Entonces, no se trata tanto de “ponerme yo en paz”, sino de cuidar, como San José y María, la paz del Niño que habita en mí.
Es que no nos es dado controlar la paz, sino cuidarla. La paz no proviene de nosotros. La paz es un don que nos ha sido dado y un don que se renueva. Un don que es como el perdón y que el Señor da (y quiere que demos) “setenta veces siete”. El mensaje de Jesús es que es El quien nos da la paz. “La paz les dejo, mi paz les doy”. No tenemos que establecerla nosotros. Nosotros tenemos que recibirla y cuidarla en medio de las situaciones contradictorias de la vida, así como la Virgen y José cuidaron al Niño en lo que les tocó.
¿Y el precio?
El precio es todo. José y María hicieron todo para que el Niño creciera en paz.
No les robó la paz el apuro ni los puso mal la pobreza, hicieron de estas dos realidades un pesebrito lleno de paz.
No les quitó la paz la persecución ni el destierro, su huida heroica fue en silencio cuidando de no inquietar al Niño.
En todo se humillaron y se abajaron, sin enojos, sin malos modos, sin resentimiento… ¿hasta qué punto? Siempre hasta el punto justo para que el Niño estuviera en ellos en paz.